III

De Pepe Iturbide a su padre, Casiano Iturbide, residente en Bilbao


Miranda de Ebro 1.º de Noviembre.

Señor padre: Sabrá que mi querido hermano Ventura es salvo, no por misericordia del superior, sino por milagro que hizo el Altísimo, no permitiendo que le dieran muerte las balas disparadas sobre él; con lo que queda dicho que le fusilaron, sin que pudiéramos mis compañeros y yo hacer nada para librarle de la pena, por lo que le diré ahora o después; que tantas cosas desgraciadas nos ocurren, juntamente con la felicidad de ver vivo a Ventura, que no sé por cuál empezar. Trajéronle a la cárcel, donde le están curando las heridas, que no son graves; su condena, por conmutación, es de presidio para toda la vida, y aquí le tenemos, con lo que dicho queda que en esta malditísima cárcel moramos todos, el que suscribe, y Zoilo Arratia, y también el amigo Pertusa, a quien damos la encomienda de escribir por todos, pues ya sabe usted lo torpes que somos Zoilo y yo para la escritura corrida, y lo bien que menea la pluma D. Eustaquio.

La parada que por cosas de Zoilo tuvimos que hacer en Villarcayo nos retrasó, y llegamos aquí más tarde de lo que creíamos. Era mi propósito entregar al General Van-Halen la carta del Sr. de Gaminde, y empezar mis diligencias al objeto de sacar a Ventura del Provincial de Segovia (señalado por indisciplina para un severo castigo) y pasarle a otro cuerpo. Pero la mala suerte o nuestra tardanza, ¡ay de mí!, quisieron que aquellos cálculos tan juiciosos salieran fallidos, pues apenas entramos en el pueblo, y cuando nos hallábamos reparando el cuerpo con unas sopas, fuimos detenidos y apaleados, se nos registró de la coronilla a los calcañales, quitándonos cuanto llevábamos, dinero, armas, cartas y papeles, y para remate de tanta picardía nos encerraron a los tres en el más pestilente calabozo de esta cárcel, donde pedimos a Dios y a la Virgen Santísima que los gruesos muros se vuelvan de cartón para escaparnos, o que a traernos la preciosa libertad venga una mano bienhechora.

Pero han pasado dos días, y no viene a salvarnos mano de hombre ni providencia de Dios, y estamos ya en el colmo de la desesperación, maldiciendo al cielo y a la tierra. Zoilo es el más inconsolable: se da golpes en la cabeza, se arrastra por el suelo, echa de su boca horrores, muerde los barrotes de la reja, como un ratón cogido entre alambres. Pertusa es el que lleva con más calma nuestra prisión, pues su acendrada fe le da confianza en Dios misericordioso y en el triunfo de la inocencia. Mientras Zoilo blasfema y se da golpes, Eustaquio reza; su religiosidad se me va pegando, aunque no tanto como yo quisiera. Yo lloro; pienso en mi casa y mi familia, y aguardo el instante de la libertad preciosa que nos han robado estos cafres. Desde el calabozo, diré más bien sepulcro, oímos ayer el ruido de la tropa que salió a formar cuadro hacia la parte del camino de Vitoria. Al estruendo de los tiros, temblamos de pavor, redoblando cada cual sus demostraciones: yo mis llantos, Zoilo sus blasfemias, Eustaquio sus Padrenuestros y Avemarías. A poco de esto vimos por la reja que traían a Ventura vivo, aunque manchadito de sangre; me puse a chillar con fuertes alaridos, y los carceleros se apiadaron de mí, permitiéndole entrar en nuestra mazmorra, para que yo pudiera abrazarle y él contarnos el caso feliz de su fusilamiento milagroso. Dice Eustaquio que ya en esto se ve claramente la mano de Dios, la cual no ha de tardar en venir hacia nosotros, pobrecitos inocentes perseguidos de infame justicia. Luego se llevaron a mi hermano a la enfermería, para curarle sus leves heridas con salmuera y vinagre, y no he vuelto a verle, aunque sé por el calabocero que está bien, comiendo como un descosido y deseando que le destinen a donde ha de cumplir su condena.

Por la declaración que hoy nos han tomado caigo en la cuenta de que nos acusan de espías del faccioso, y a mí, por añadidura, de desertor, lo que si es verdad por un lado, por otro no lo es. Cierto que me escapé del Provincial de Toro; pero yo y otros doce muchachos bilbaínos que fuimos agregados al batallón, no servíamos como tales soldados de la Reina, sino como milicianos auxiliares, y no teníamos obligación de estar en filas más que dentro del terreno de Vizcaya, conforme a fuero, y así consta en papeles que firmaron D. José Arana y el General San Miguel... De los trece, cinco abandonamos el batallón en Guardamino, después de batirnos heroicamente, aunque me esté mal el decirlo. Bilbaínos somos, y pertenecemos a la sacra Milicia Urbana, que obligada está, ¡vive Dios!, a defendernos contra esta picardía de meter en la cárcel a tres hombres de bien, que han derramado sangre preciosa por la patria, bajo estas o las otras banderas.

Haga por librarnos de tan horrendo suplicio, amado padre, poniendo en conocimiento del Sr. Arana, del Sr. Gaminde y de todos los pudientes de esa, la desgracia que nos aflige, para que manifiesten al señor Van-Halen y al invicto General Espartero nuestra honradez y circunstancias.

Cedo la vez a Zoilo, que ahora sale con la tecla de no querer escribir, porque su rabia le corta el dictado y no sabe poner sus ideas en orden, como es conveniente en todo buen discurso. Reniega del género humano, y hasta de las potencias celestiales, llegando a la gran abominación de decir de Dios cosas muy feas por haber consentido este vituperio. Tanto yo como D. Eustaquio, con su bendita mansedumbre, tratamos de traerle a conformidad, y le hablamos de su cara familia para despertar en él sentimientos que no sean la ira loca. Pero no cede a nuestras razones blandas, ¡pobre amigo!, y me temo que su furor de independencia y el ver su voluntad entre hierros le lleven a convertirse de hombre sesudo en bestia feroz. ¡Dios tenga piedad de él y de nosotros!, ¡ay! Por su cuenta notifico que no hemos encontrado a Churi, y que en ningún punto de los recorridos nos han dado razón del desdichado sordo. Dice D. Eustaquio, y por su cuenta lo pone, que cuando le conoció en el Bocal, iba pegadito a las faldas de una que llaman Saloma la baturra, de quien estaba locamente enamorado, en tal extremo de pasión, que era un puro volcán que reventaba con gestos furiosos y expresiones desatinadas. Le tuvo entonces por hombre perdido, abocado a un fin desastroso, el cual teme sea ya un hecho, o, lo que es lo mismo, que ya no se encuentre el pobre Churi en el mundo de los vivos. Con todo, si nos devuelven la libertad y Zoilo recobra su ser, indagaremos hasta encontrarle, empezando por tomar lenguas de esa señora baturra, que pertenece a la cuadrilla del llamado Uva, cantinero.

Concluyo, mi señor padre, pidiendo a usted la bendición, y mandando los cariños más acendrados a mi amadísima hermana Mercedes, y a mis hermanitos Deogracias y Lucas, a quien repartirá usted cuantos besos sean menester para contentarles a todos, así como buenas memorias a la Encarnación y a Camilo, y a los demás de casa. ¡Cuánto han de llorar, señor padre, usted el primero, cuando sepan la infausta prisión mía! Señor, desde este infierno lanza un ¡ay!, dolorido en demanda de socorro, y con las alas del corazón hacia Bilbao gimiendo vuela, su cautivo amante hijo -José Iturbide.

P. D.- Como hasta hoy martes, día de los Fieles Difuntos, no puede salir la carta, le añadimos este parrafito para que sepan que seguimos en la propia miseria y desesperación, ignorantes de cuál será nuestro fin. A mi hermano le oímos cantar anoche en el calabozo donde está con sus compañeros, condenados a pasarse la vida en Ceuta. ¿Que harán con nosotros? Espartero se ha ido; Van-Halen con él, y estos tres míseros mortales sepultados aquí, esperando que la caridad y la justicia nos abran la puerta. ¿Por dónde andan estas señoras...? ¿Y entre los tantísimos Santos de ayer, ¡solemne fiesta!, no hay uno, uno siquiera que nos salve? ¡Oh injuria del Cielo, oh negación de la Omnipotencia!... Señor, estamos locos. D. Eustaquio le escribe al Obispo, a la Reina Gobernadora, a D. Pío Pita Pizarro, y creo que también al Papa. Me ha dicho que esta mañana mientras yo dormía, Zoilo dictó y firmó una carta para el caballero de Villarcayo. Ha trocado el furor por la risa, una risa enferma que da escalofríos. A sus carcajadas acompañan temblores de todo el cuerpo, y cuando D. Eustaquio le habla de Dios, ríe mordiéndose las manos. ¡Señor, Señor, piedad de estos pobres!...