V

De D. Fernando Calpena a Pilar de Loaysa


Vitoria, Noviembre.

Querida madre: Ya no puedo ocultar a usted por más tiempo el verdadero motivo de nuestra larga detención en esta ciudad. No había querido hablarle de la penosa dolencia de nuestro buen D. Pedro, esperando a que su estado me permitiese juntar en una sola noticia la enfermedad y su alivio. Por desgracia, no puedo hacerlo así, ni sabe ya contenerse mi aflicción, la cual ha de ser mayor si no la manifiesto a la persona que más quiero en el mundo. Sí, madre querida; nuestro excelente y leal amigo, el que a entrambos nos dio consuelo y ayuda en los tristes días de nuestra separación, se halla gravemente enfermo desde que a Vitoria llegamos, y hasta hoy vanos han sido los cuidados y la solicitud con que le asistimos tanto yo como el Sr. de Socobio y sus angelicales sobrinitas. El mal que le aqueja es de los peores y más dolorosos: una antigua afección a la vejiga, exacerbada en este viaje. Gran quebranto sufrió la flaca naturaleza de nuestro amado presbítero con el espanto de las terribles escenas de Miranda de Ebro; mas aunque le vi profundamente afectado, pensé que con la distracción del viaje y mi compañía, para él siempre la más grata, no quedarían rastros de aquel trastorno. Ello es que no volví a ver en mi amigo la jovial sonrisa y el temple festivo que constituyen su personalidad. En La Puebla empezaron a molestarle los síntomas primeros de su mal: su tristeza en todo el camino me reveló su padecimiento, aunque se esforzaba en ocultarlo. En cuanto nos apeamos, fue preciso llamar al médico, y el ataque tomó en los días siguientes alarmantes proporciones. Mantúvose una semana en situación estacionaria, sin alivio notorio del sufrimiento ni crisis de mayor gravedad. Pero en la siguiente, esta se ha manifestado con caracteres inflamatorios que me hacen temer un desenlace funesto. Nada he de decir a usted de la conformidad y paciencia con que este santo varón lleva su terrible mal: ahoga sus quejidos para no causarme pena, y en los trances más dolorosos intenta enmascarar su inmenso padecer con una sonrisa que me destroza el alma. Habla de la muerte sin temor y hasta con regocijo; asegura que no le importa morirse después de ver arreglados nuestros asuntos, y a usted y a mí en libertad y disposición de amarnos. Esta era su aspiración, este su anhelo. Viéndolo cumplido, no tiene nada que hacer en el mundo. ¡Cuánta abnegación, qué alma tan hermosa!

La asistencia facultativa es excelente, pues el Sr. Busturia, hombre de no común saber, grave y estudioso, pone sus cinco sentidos en mi enfermo. De mi cuidado y vigilancia, velando a su lado noche y día, nada tengo que decir a usted, pues ya comprenderá que no haría más por el hermano más querido... Si ocasiono a usted una gran pena contándole el malestar de nuestro pobre amigo, me consuela el dar a mi madre una parte de mi tribulación, seguro de que la tomará generosa, por ser mía, y por ser objeto de ella el hombre nobilísimo y desinteresado que con tanta lealtad nos ha servido.

En estas ansiedades que sufro, siento a mi madre conmigo; ella me da aliento; ella redobla mi abnegación; su grande espíritu me conforta. Quiera Dios que en mi próxima carta pueda enviarle mejores noticias su amante hijo - Fernando.