II

Del mismo a los mismos.

Terminada por D. Fernando Miranda 30 de Octubre.

Señores míos muy amados: Si no lo sabían, esta carta les informará de que soy el hombre más pusilánime y para poco que ha echado Dios al mundo. ¡Ay de mí! Jamás pensé verme en trance tan aflictivo como el que hoy ha llenado mi espíritu de turbación y congoja. Ni en pesadilla sentí jamás angustias como estas: tales fueron, que durante largo rato las tuve por hechura de mi mente febril. Figúrense mi terror cuando el brigadier Sr. Aristizábal me comunica que tengo que auxiliar a no sé cuántos reos de muerte, por no haber en este ejército suficiente personal de capellanes para tan triste servicio. Yo que tal oigo, échome a temblar; los cabellos se me ponen de punta y no me queda gota de sangre en el mísero cuerpo. Nunca había visto yo la muerte violenta más que en la Plaza de Toros, donde, por tratarse de animales, rarísima vez de personas, nuestra emoción no pasa del grado inferior, y va compensada del entusiasmo y alegría que a los aficionados a este arte nos comunica el calor del fiero espectáculo. Pero ¡ay, Jesús mío!, en ningún tiempo vi matar a mis semejantes, y menos con la fría serenidad aterradora de los actos de justicia. No, no: yo no sirvo para eso, y abomino del ministerio castrense, que somete al mayor de los suplicios mi alma generosa y cristiana. «Pero ¿qué reos son esos a quienes tengo yo que auxiliar? -me decía yo, vagando como un demente de una parte a otra con las manos en la cabeza-. ¿Qué delito han cometido para que se les sacrifique inhumanamente? Antes que conducirles al matadero, iré a ver a mi amigo el de Luchana, y de rodillas le pediré la vida de esos infieles, probablemente condenados por alguna falta de disciplina, la cual, digan lo que quieran los espadones, no es ley moral ni cosa que lo valga».

Y cuando esto decía, me vi cogido del brazo por Fernando, el cual me hizo notar que toda la tropa se ponía en movimiento hacia el camino de Vitoria, con vivo estrépito de cajas y clarines. Hermoso era el espectáculo según él, a mis ojos tristísimo, porque la formación, y los toques militares, y el paso guerrero, y la vista de los gallardos jefes a caballo, y todo aquel tumulto de vocerío y colorines, traía con más vigor a mi mente la idea de la cruel Ordenanza. Llevome consigo Fernando a los alcances de la tropa, y por el camino me dijo que se preparaba un acto de reparación con toda la pompa y rimbombancia que la justicia militar exige. Espartero quería castigar con mano severa los actos sediciosos de Miranda, Hernani, Vitoria y Pamplona, y a los infames asesinos de Ceballos Escalera y D. Liborio González, de Sarsfield y Mendívil, pues si no se contenía la indisciplina, el ejército se convertiría en horda salvaje; el arma creada por la Nación para su gloria y defensa sería una herramienta de ignominia... y entre facciosos y jacobinos harían mangas y capirotes de la pobre España, resultando al fin que las naciones extranjeras vendrían a ponernos grilletes y bozales. Declaro que Fernando me convencía y no me convencía; no sé cómo expresarlo. Sus razonamientos eran juiciosos; pero a mí no me entraba en la cabeza que por achaque de marcial honrilla tuviese yo que añadir mi autoridad religiosa al acto fúnebre de castigar a los que por matar sin reglas deshonraron su oficio de matar. Esta idea me volvía loco. En el principio se dijo: «no matarás». Cristo Nuestro Señor nos ordenó perdonar las ofensas y hacer bien a nuestros enemigos. Al que me compagine esto con las guerras y con la Ordenanza militar, le regalo mi jerarquía vicarial castrense, con el uso de collarín y botones morados, y de añadidura mi encomienda de Isabel la Católica, última gracia que merecí de los superiores, sin que sepa nunca por qué.

De nada me valía mi santa indignación, y allá me fui casi arrastrado por Fernando, que presenciar quería la hecatombe. Y por Cristo que D. Baldomero había dispuesto con arte la escena, formando toda su hueste en un grandísimo cuadro. Detrás de la infantería del Provincial de Segovia, que era el cuerpo delincuente, vi masas de caballería formidable; a esta otra parte, la artillería, cargada con metralla, según me dijeron; enfrente, los Guías del General, la tropa de más confianza; en medio, recorriendo las filas, el de Luchana, en un fogoso caballo que pintado parecía. El gallardo mover de sus remos, la arrogancia de su enarcado cuello, como su espumante boca, mostraban el hervor de su sangre guerrera. Con militar grito, que hacía poner los pelos de punta, Espartero mandó armar bayoneta. El chirrido que a esta operación acompaña recorrió las filas de un cabo a otro, produciendo en mi pobre piel el mismo efecto que si todas las puntas de aquellos hierros quisieran acariciarla. Siguió un silencio angustioso, en el cual se precipitó de improviso, como los truenos en el seno de la noche, el ruido de todos los tambores redoblando juntos. Cuando callaron, el silencio era más imponente. En mis oídos zumbaba la sangre de mi cerebro, repitiendo la palpitación de los pulsos de todos los hombres que estaban allí. Mirando a las caras mas próximas, en ellas veía reflejada mi pavura.

Mandó Espartero a su escolta y ayudantes que se alejasen, y se quedó solo en medio del cuadro... Accionando con la espada, rompió en voces que parecían truenos... Nunca, ni en el púlpito, ni en los clubs, ni en las Cortes, oí una voz que más hondo penetrara en el oído de los que escuchan. Apliqué mi oreja, haciendo con la mano pabellón, y sin entender bien los conceptos, ello es que me conmovían, no sé por qué. El tono elocuente me llegaba al alma, y si el sentido se quedaba en el aire, yo adivinaba en él no sé qué grande, sublime lección. Al principio apenas cogía palabras sueltas; luego, como si el silencio, a cada instante más profundo, destacase las ideas, llegué a pescar trozos oratorios. Oí este: Sangre preciosa tantas veces prodigada en los campos de batalla... El orador hizo luego una interrogación, a la que contestó todo el ejército con un sí, que me sonaba como el silbido de un huracán.


Después oí algo más, esta frase: Era la noche... un fúnebre ensueño ocupaba mis sentidos... La feroz discordia que peina serpientes por cabellos... Por Dios que fue de mi agrado la figura; mas no comprendí a qué venía. Pareciome después que el General se lanzaba a la idolopeya... describía la aparición de un espectro, que no podía ser otro que el de Ceballos Escalera... Sombra ensangrentada, despeluznada, yerto el rostro y despedazado su cuerpo... Pensé yo que en el estilo militar podían perdonarse tantas asonancias... La sombra habla al orador, y le dice: Mira cómo me dejaste, mira cómo me ves. Repara mi agravio, salva a la patria... En aquel momento, la voz de Espartero no parecía voz humana. Sin poder fijarme en la retórica, yo lloraba. Quería ser crítico, y era un pobre ignorante, fascinado por la ocasión, por el aparato escénico, y, sobre todo, por el acento, por el arranque, por el gesto del orador. Vuelto hacia el paraje donde yo me agazapaba tras de la tropa para oírle, señaló con la espada a la villa, y pude oír claramente estas expresiones: Allí... allí unos cuantos asesinos, pagados por los agentes de D. Carlos, clavaron el alevoso puñal en el corazón de un hijo predilecto de la patria... Allí el trono de la inocente Isabel se conmovió al faltarle una de sus más fuertes columnas... allí os arrebataron un amigo, digno de serlo vuestro, porque lo era mío; allí el príncipe rebelde consiguió una brillante victoria con la muerte de un poderoso enemigo, y allí, por último, los manes humeantes de la ilustre víctima claman venganza... Vuelto hacia el otro lado, soltó un hermoso epifonema, después una vituperación, inmediatamente una histerología o locución prepóstera, y luego, señalando al Provincial de Segovia, en cuyas filas se ocultaban los asesinos, gritó: Que les delaten inmediatamente sus compañeros, o el regimiento será diezmado en el acto. La voz y la espada eran rayos... Me retiré con las manos en la cabeza. No podía oír más. ¡Horrible susto!... creí que ya estaban contándolos para matar uno de cada diez.

Después supe que, aterrados y confusos, algunos delataron a los culpables. Eran éstos treinta y tantos... Yo corrí; pero con mala suerte, porque me cogió Fernando, señalándome el camino que había de seguir, el cual a una venta próxima conducía. «¿Y qué tengo yo que hacer en la venta?» le dije... No pude escabullirme, y allá me llevaron, teniendo la desdicha de encontrar por el camino al maldito Ibraim, que me daba prisa, como si fuéramos a una fiesta, o a apagar un fuego. La tropa se puso en marcha... Vi a los delincuentes escoltados por los Guías... Metiéronles en la venta... Un consejo de guerra, que actuar y sentenciar debía sumariamente, les aguardaba... Cinco capellanes éramos; pocos a mi entender para tantas víctimas. Luego supe que los condenados a morir, o sea los más criminales, eran sólo diez. Los demás irían a presidio. ¡Diez! También me parecía mucho.


No tuvimos que esperar largo tiempo los ministros espirituales, porque los de la ley humana despacharon en un periquete, dándonos el ejemplo de la brevedad, tan recomendada en cosas militares. Ibraim me pareció satisfecho de contribuir con su capacidad eclesiástico-castrense a la purificación del ejército. Encontraba muy natural la pena, y se condolía de que hubiera tardado tanto su aplicación. Mejores entrañas revelaban los otros tres compañeros, y uno de ellos allá se iba conmigo en aflicción y pusilanimidad. Al entrar y ver el tristísimo grupo de los diez pobres condenados, no pude contener mis lágrimas, y mentalmente les dije: «Pero, hijos míos, ¿a qué habéis hecho esa gran tontería de matar a vuestro General? ¿No sabéis que esas locuras se pagan con la vida...? ¡Vaya, que si vuestras madres os vieran en este trance...! ¿Por qué no os acordasteis de ellas antes de hacer fuego contra el superior...? Sin que me lo digáis, sé yo que todo fue obra de un arrebato, una funesta obcecación. No fuisteis a él, no, con intento de matarle; pero la enredó el demonio, y os perdisteis en un momento. Sin duda habíais bebido más de la cuenta... Ya os veo arrepentidos; lo estabais antes de ser condenados, ¿verdad? No sois vosotros tan malos como el General os cree. ¡Vaya, que os ha dicho unas cosas...! Perdonadle también, y preparaos a gozar de Dios, que os espera...». Casi las mismas expresiones empleé después con los dos que me tocaron, guapos chicos, ¡ay dolor! Y que estaban de veras arrepentidos. Mataron como por juego, sin mala idea. La guerra les enseña a segar vidas, a hendir con la bayoneta vientres y espaldas, a disparar el fusil contra cráneos y pechos, y acaban por apreciar en poco las vidas de nuestros semejantes. Cierto que su General era su General. ¡Pues estaría bueno que las honrosas armas empuñadas para defender a la Reina, contra un corifeo de la misma augusta señora se volviesen! Hay que matar con reglas, ya que el matar dicen que es necesario. ¡Maldita guerra, escuela de pecados, salvoconducto de los impíos, precipicio a que ruedan las almas, simulacro del infierno!

El segundo que confesé era un chiquillo, que para interesarme y conmoverme más demostraba un valor sereno, enteramente a la romana. Creía merecer su castigo, lo aceptaba con estoica fiereza y una torva conformidad con tan cruel justicia. La confesión fue breve y me llenó el alma de angustia. Con la ternura más viva le prometí el Cielo, le pinté en breves rasgos las miserias de este mundo, ponderé las delicias de la bienaventuranza con que galardona Dios los pecadores que llegan a Él purificados por el martirio, limpia la conciencia de todo mal... El pobrecillo me creía... Vi en su rostro un no sé qué de confianza y placidez... Díjome que era vizcaíno, y que por intimar demasiado con camaradas de mala conducta se veía en aquel trance; que si era cierto que podía entrar en la Gloria, moriría pensando que Dios le franqueaba las puertas de ella, y pediría misericordia con toda su alma. Repetile mis consuelos, las seguridades de que pasaba a un mundo de perdón y felicidad. Le di un abrazo apretadísimo... Habría prolongado mis exhortaciones, mis cariños; pero no podía ser: ya todos concluían; las ejecuciones debían seguir al acto religioso con la prontitud que es norma del procedimiento militar. Breve es la misa, breve la confesión, todo rápido y a paso de carga, para tener contento al tiempo, el gran amigo de Marte.

Sacáronles a unas eras cercanas, y les colocaron de rodillas junto a una tapia, nosotros junto a ellos, hasta que con una seña nos mandaron retirar. Ibraim daba fuertes voces a los dos que asistía. Yo, a los míos, no sabía ya qué decirles. Creyérase que me fusilaban también a mí, según estaba de macilento y lívido. Por fin... Yo no había presenciado nunca cosa tan horrible. Sentí un pánico superior a toda mi entereza de varón y de sacerdote; quise huir; tropecé... recogiome en sus forzudos brazos el bruto de Ibraim. Por un instante perdí el conocimiento, y al abrir los ojos vi los diez cuerpos en el suelo entre charcos de sangre. Sonaban los tambores como mil truenos.

Vi al capitán y a dos capellanes que se inclinaban sobre el fúnebre montón, reconociendo entre las víctimas a una que se incorporaba, pataleando. Era el mío, que había quedado vivo, sin ninguna herida mortal. ¡Jesús, qué susto, qué congoja! Alguien habló de rematarle. Sintiendo como si un rayo me traspasara, me arrodillé ante el capitán de Guías y le dije: «Si a este, que se ha salvado milagrosamente, no se le perdona la vida, que me fusilen también a mí. Así se lo diré a mi amigo el General en jefe». En tanto, el pobre chico se ponía en pie, ensangrentado, más por la sangre de los demás que por la suya. Le cogí en mis brazos, gritando como un loco: «¡Perdón, perdón!». Los oficiales, para gloria suya lo digo, se pusieron de mi parte, y el Capitán corrió a ver a Espartero. Minutos después venía el indulto... Dispénsenme mis buenos amigos: al llegar a este punto me siento tan mal por causa de la extenuación, de las terribles angustias de este crítico día, que me veo precisado a suspender la carta. Mi temblor y debilidad exigen que me recoja. La pluma dejo a Fernando, que rabiando está por quitármela, no sólo por su afán de que yo descanse, sino por el gustazo de escribir a ustedes. Él lo hará con menos turbación que este su atribulado amigo y capellán -Pedro Hillo.

Termina D. Fernando.- ¡Qué pena, amigos de mi alma, ver a nuestro pobre clérigo en funciones tan impropias de su alma candorosa, de su condición pacífica y dulce! El pobre ha sufrido lo indecible, sacando fuerzas de su flaqueza, y alientos de su cristiana ternura. He quitado de su mano la pluma, pues su estado nervioso y febril me inspiraba inquietud, y obligándole a tomar algún alimento, le mando a la cama, entendiendo por esto un abrigado espacio entre albardones, mullido con buenas mantas.

Leída su relación, la encuentro tan ajustada a la verdad, que en ella no tengo que añadir ni una tilde. Contará la Historia el terrible escarmiento tal y como nuestro capellán lo ha referido, con la añadidura del milagro del pobre chico ileso, que más bien parecía resucitado. Le corresponde cadena perpetua; pero su juventud puede confiar en los indultos que traiga la política, o en los sucesivos actos de regia clemencia. Se llama Buenaventura Iturbide, y es natural de Bilbao. Le han metido en la cárcel, donde apenas pueden revolverse los infelices presos por espionaje, deserción y otros delitos. Mis amigos y yo les hemos socorrido para que no perezcan de hambre. Las tristezas del desgobierno de la nación, el espectáculo de los infinitos males y desórdenes que ocasiona la guerra, abruman nuestro espíritu, incitándonos a buscar en un obscuro retiro el olvido y el aislamiento. Deseo con toda mi alma salir de este pueblo, reponerme del fúnebre espectáculo de la justicia militar. Terminada esta carta, escribiré a mi madre con la extensión que ella desea y que es para mí el más grato empleo del tiempo; le contaré todo, le daré razón detallada de mis pensamientos más íntimos, y cumplido este deber, buscaré algún descanso entre albardas, para continuar nuestro viaje mañana tempranito.


En mi cerebro traje y conservo con amor vuestra casa y vuestras personas. Vivís todos en mí: la casa con su placidez, con su blancura; vosotros con la bondad y el cariño que en mí habéis puesto, y a que correspondo queriéndoos como a hermanos. ¿Qué me dicen mis discípulas, qué mis queridos chicuelos? Me considero estampado en su memoria, como ellos están en la mía, donde les veo y les oigo. Nos hemos quedado muy tristes con esta ausencia, ¿verdad? Yo les juro que de buena gana picaría espuelas hacia Villarcayo, si no tuviera el compromiso de acompañar a mi capellán hasta Vitoria. No se conoce la intensidad de los afectos, y la dureza de sus ligaduras, hasta que nos damos un tirón como este que me ha separado de vosotros. En fin, no digáis que me pongo romántico y sentimental. Más sencillo es deciros llanamente que os quiero con el alma. No os he perdido, no, porque deje de veros. Feliz como ninguno será el día en que os recobre vuestro hermano - Fernando.