Veinte días en Génova: 04
- IV -
editar- Continuación de las primeras impresiones de la Ópera. -Impresiones de la segunda representación; la crítica sucede al entusiasmo. -El público genovés en el teatro. -El hijo de Paganini y un sobrino de Napoleón.
«Cuando se ve aplaudida, ¡oh! ¡Qué gracioso modo de tributar su reconocimiento! Aquí sus movimientos son una cosa intermediaria entre el baile propiamente dicho y las actitudes prosaicas u ordinarias. Se diría que, asustada su modestia del estrépito de su victoria, huye a pasos tímidos, a refugiarse a la sombra de sus laureles. Las inclinaciones de su cabeza van extinguiéndose gradualmente, como las oscilaciones de la rosa, que ha mecido el viento, a medida que desfallece el calor de los aplausos.
»Preguntarás, lector, de dónde es que sacan las italianas el secreto de tanta gracia y artificio como ponen en la ejecución de estas cosas. Es muy sencillo su origen. Las nodrizas se lo suministran con el alimento de la primera lactación; o por mejor decir, la gracia no es un secreto en Italia. Sus habitantes aprenden a conocerla de corazón en esas estatuas maravillosas de que están sembradas sus calles públicas e innumerables palacios; en las divinas y celestes actitudes, en la imponderable majestad y gracia de esas figuras, con que el pincel y el mármol han poblado las espléndidas iglesias de Génova. Desde los siete años, en que la chicuela, hincada delante de los altares, se distrae en contemplar esas cabezas divinas, cuya actitud repite luego simpáticamente, empieza, se puede decir, su educación artística. En que la especie de comunidad o familiaridad en que viven con las santas imágenes, toman su aire y maneras, por decirlo así, como el acento de sus ayas. Y no de otro modo es que las obras maestras del arte contribuyen a la educación y cultura de los sentimientos y modales en la sociedad.
»Viene ahora el canto. Una actriz veneciana, la señorita Lowe, que ha cantado en Nápoles y Milán, París y Londres, mujer de unos 20 años, al parecer de figura esbelta; espiritual hasta en la forma de los dedos; lánguido el color de su frente como los pétalos de la rosa de Calcuta, es la destinada a darme a conocer por la primera vez de mi vida lo que es este arte que tanto he amado, sin conocerle de otro modo que de uno bien indigno de él. Pobres T... y P... artistas italianas renombradas y conocidas en el Plata, que habían sido mis tipos de comparación! ¡Qué humildes me parecieron cuando las puse al lado de la linda hija del Adriático! Llegué a creer que el aire de la Italia era elemental para la producción de la armonía, como ciertos climas para la belleza de algunas flores.
»Guardo para mí mismo el análisis de las sensaciones que la música, en manos de esta organización privilegiada, hizo experimentar a mi corazón.
»Lo que al espectador americano, capaz de un cierto examen, llama la atención con preferencia quizás a otras cosas de mayor interés, es el arte que en estas exhibiciones se emplea en cosas que entre nosotros pasan inapercibidas, tanto de los espectadores, como de los autores mismos. Hablo otra vez del acto de tributar gracias a los aplausos populares. Nuestra veneciana tenía también su secreto especial a este respecto. Se diría que se oculta en la nube de su pudor como las emanaciones fragantes del jazmín se extinguen en el aire. Cuánta poesía en sus manos de porcelana, cuando se cruzan dulcemente por delante del rostro, como para atajar los rayos de su gloria que encienden sus mejillas en llamas de rubor!»
El lector conoce ahora el lamentable estado en que habían puesto nuestros nervios, las primeras impresiones de la ópera, en Italia. Afortunada o desdichadamente, esta crisis no fue duradera; pues el ángel o demonio del sentimiento crítico, no tardó en presentarse, con su gesto desabrido, sus ojos sin amor, encogiéndose de hombros en vez de decir palabras. ¿No es una desgracia que estemos formados de un modo tan inconsistente, que ni el aturdimiento ha de poder ser duradero en nosotros? Para que el lector se asombre del vuelco que mis juicios sobre el teatro experimentaron en el espacio de poquísimos días, voy a transcribir lo que escribía al salir de la segunda representación en el teatro de Carlo Felice.
«En cuanto a la pompa y magnificencia del edificio, la misma impresión que la primera vez: no así en lo tocante a los actores y a la representación, que esta vez me han asombrado menos. Seré sincero cuando manifiesto mi insensibilidad, como lo he sido confesando mi admiración. Yo mismo no sé en cuál de las dos ocasiones habré estado acertado. El baile, que fue el mismo que en la función anterior, se habría podido suprimir esta vez sin que me costase pesar. Mucho me temo que según mi costumbre de pasarme del asombro pueril al desprecio del filósofo, los portentos de la primera noche, lleguen a parecerme cosas muy ordinarias. Era la Norma la ópera que en esta función tenía lugar. A pesar de que la ejecución superior y los efectos de los coros y orquesta me hacían considerar como nunca oída esta bellísima música, no podía dejar de encontrar algo de usado o desvirtuado en el fondo de ella. Provenía esto, sin duda, de que en América ha llegado a hacerse trivialísimo lo mejor de los temas de Bellini, por medio de esos acomodos para piano, con que la tipografía musical sacrifica los encantos del arte a las exigencias de su cálculo mercantil. El hecho es que para mí no había en esta música, con la que yo me disponía a impresionarme fuertemente, aquella virginidad, aquel prestigio de novedad de las particiones que por primera vez se oyen. Esto me hace pensar en lo que a Lord Byron sucedía con la poesía de Horacio; los recuerdos de las tediosas lecturas, que había hecho de este poeta, en la edad en que hacía sus estudios de latinidad, llegaron a incapacitarlo completamente, cuando fue hombre, para gozar de las bellezas del famoso clásico. Sin embargo, en esta representación, en que he podido conversar sin esfuerzo, durante muchas escenas, he oído cosas que hubiera deseado sacar grabadas en mi oído para siempre. Es cosa que no concibo cómo este público italiano pueda gustar quince y veinte veces de una ópera, después de haberla oído por quince veces. El prestigio de esta partición de Bellini, es inmenso todavía en Europa; y yo no sé qué producción pueda pretenderse capaz de rivalizar con ella, ante el favor de los aficionados. Los genoveses, más dados a las ocupaciones del comercio que a los placeres del arte, asisten con poca frecuencia al teatro; lo que hace que de ordinario una tercera parte del espléndido salón se encuentre desierta. Sin embargo todos los días de la semana, menos el viernes, hay ópera. La concurrencia nunca hace falta; no tanto por la razón de que Génova es una ciudad populosa, cuanto porque sus gentes no acostumbran a recorrer las brillantes calles en noche, ni hacer visitas a esta hora. Esta nobleza no abre sus salones a las concurrencias nocturnas, como en otros países de Europa; y los comerciantes acomodados prefieren este barato e independiente género de pasatiempo, al de los círculos o sociedades privadas.
»El público de Génova ha sustituido al silbido pifión, abandonado como inurbano y falto de generosidad, otro signo de reprobación, que consiste en un scht... prolongado y apenas perceptible, el cual puede interpretarse ambiguamente, o como hecho para reclamar el silencio a los que le interrumpen o como dirigido para imponerlo a los actores que despedazan el trozo en escena. El hecho es que cuando esta incómoda demostración se hace oír suele verse a las infelices coristas que empiezan a desfilar una tras otra.
»He conocido esta noche en el teatro, a dos parientes de dos grandes hombres: un sobrino de Napoleón y un hijo de Paganini. En ambas fisonomías he tenido el gusto de ver rasgos animados pertenecientes a los tipos o moldes de que proceden. La tradición, sin embargo, nada dice de analogías internas. Dentro de pocos días, una linda niña de Génova, debe hacerse partícipe por medio del matrimonio, de los dos millones de francos que heredó el hijo del gran violinista. Su padre los había amontonado con el arco de su violín. En este pie de fortuna se halla el hijo, mientras que el alma del finado padre, sabe sólo Dios donde se encuentre. Dícese, pues, que cuando en la hora de su última agonía, fue preguntado por el sacerdote si creía en Dios, contestó el desgraciado: -No conozco más Dios que mi violín y sólo en él creo. En efecto, es por causa de esta circunstancia que sus restos mortales se hallan sepultados fuera del campo santo. Paganini era nativo de Génova. De Génova es también el famoso Sivori, que hoy llena el lugar del primero en el mundo violinista. Y genovés es igualmente un portentoso niño, que he conocido en el valle de la Polcevera, a quien los naturales del distrito, jurado temible, proclaman ya por futuro rival de los dos grandes artistas... Yo daré más adelante una noticia de esta celebridad en programa».
Por ahora, es tiempo de dar punto a diversiones prolongadas ya más de lo que convenía a los graves intereses del lector; y ocuparse de pasear una mirada seria por la administración y el gobierno de los Estados sardos. Para entregarnos con tranquilidad al estudio de los rasgos distintivos del país, sepamos primero qué clase de gobierno es el que nos hospeda y posee. ¡Cómo conocer la administración de un país en que sólo debe permanecerse por algunos días? Es la pregunta que naturalmente se nos hará.