Veinte días en Génova: 03

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Veinte días en Génova de Juan Bautista Alberdi
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La pila bautismal de San Esteban. -Anécdota curiosa. -El teatro de Carlo Felice; la ópera, el baile. -Emociones febriles experimentadas a su primer aspecto.


Parece estar decretado que todo lo que se refiere a los principios y orígenes del hombre de genio, haya de vivir cercado de impenetrable misterio. Deseoso de conocer la pila bautismal, en que debió ser cristianado Colón, a ser cierto que lo fue en la iglesia de San Esteban, me dirigí allí esta mañana. Atravesé la mayor de las dos naves de que se comporte, recorriendo los hermosos cuadros que ornan los altares del costado derecho, mientras en la pequeña nave de la izquierda se decía misa. Entré a la sacristía, donde un clérigo que me pareció ser párroco o su segundo, por el tono que gastaba viéndome como perdido por allí, me preguntó por un amable gesto de cabeza, qué era lo que deseaba. Me aproximé a él, y le dije en voz baja: -Señor, deseo conocer la pila del bautisterio de San Esteban. -Ya, ya, -me dijo, y me pidió por un signo de mano, que le siguiese. -Vaya, dije para mí, alguna vez había de dar con un hombre que me comprenda a la primera expresión. Llegué a figurarme desde luego, que este eclesiástico, instruido en el conocimiento de la lengua española, había descubierto en la expresión de mi cara, mi origen americano; y esto le bastaba para atinar con el deseo que por allí me llevaba. Le seguí lleno de gusto, con mi precioso hallazgo; me introdujo en una pequeña celda; me suplicó tomase asiento; se sentó él también en su poltrona; y sobre su mesa abrió un grueso libro, diciéndome: -«He aquí los registros en que se llevan los actos de nacimiento, por disposición reciente del Gobierno». La noticia que yo tenía ya de que, para los actos o instrumentos del estado civil de las personas, no había más registro, relativamente a los de nacimiento, que los libros de los párrocos, sobre lo que se hablaba de una próxima reforma, junto con lo flamante de su impresión, no podía permitirme creer que en aquel libro existiese dato alguno capaz de acreditar el nacimiento de Colón. Sin embargo, no dejé de pensar que esto podía conducir para formar alguna comparación o inducción picante, sobre el punto de mi averiguación. Cuando tomando la pluma mi venerable párroco, me dirigió la siguiente pregunta: -¿En qué día nació el niño que desea Vd. bautizar? -No pude menos de soltar la risa, y rectificar del modo que me fue posible, la equivocación en que, el impaciente deseo de propagar el santo óleo, había inducido al señor cura. Este prelado, que no halló menos chistosa que yo la tan disparatada inteligencia, me recomendó inmediatamente a un portero para que me condujese, como lo hizo muy comedidamente, hasta ponerme delante de la pila bautismal. Se halla situada ésta sobre el lado izquierdo de la iglesia, casi detrás de una de las puertas de la entrada principal. Compónese de una espaciosa fuente de mármol blanco, apoyada en un pie de la misma materia; y la cerca una balaustrada semicircular también de mármol blanco. Una especie de caja o nicho, de la figura de un embudo, invertido hacia abajo, con una puertecita lateral, es depositaria de todas las piezas materiales concernientes a la ceremonia del bautismo. Cuando esta puertecita se abrió y el comedido cicerone pronunció con voz grave el proverbial ecco!, lo confieso, sentí erizarse mis cabellos, al pensar que estaba delante de la pila, en que había caído el agua santa que bañó el cráneo destinado a concebir un día el pensamiento de un mundo nuevo. Pero desgraciadamente mis ojos, que subían y bajaban en el examen de la memorable pieza, tropezaron con esta cifra, cincelada en el borde de la pila, 1676; y mi ilusión cayó muerta a manos de estos asesinos números, que no me dejaron ser feliz un minuto. Ni mi cicerone, ni nadie, supo decirme si al menos la balaustrada era de data anterior a 1676, para conocer siquiera el lugar en que se pararon los padrinos de Colón. La arqueología y los conocimientos filológicos de los párrocos de Génova, suben rara vez más allá de la época en que tomaron posesión de la parroquia. Pobre del extranjero que, sin otra guía, se fíe en sus relaciones. En un abrir y cerrar de ojos, le harán digerir un cuento árabe por la crónica de un pasaje histórico de la edad media. Pero ciertamente que no entra en este numero mi párroco de San Esteban. Y la prueba es que cuando le pregunté si en las oscuras inscripciones grabadas en las piedras del frontispicio, había alguna relativa a la tradición del bautismo de Colón, me contestó: -¡Quién sabe!... ahí están todas ellas... están en latín gótico.

Antes de dejar la iglesia me propuse registrar, y lo hice en efecto, una por una, todas las pilas de San Esteban por si entre ellas se encontraba la que yo buscaba, a fin de poder decir cuando el caso llegare: «He visto, sin saber, la pila en que se cristianó a Colón.»

Lo que acaba de verse muestra que no fue los tribunales, lo primero que atrajo mi curiosidad, luego que me vi en Génova, como era de esperarse, según mi plan de viaje. Y lo que va a leerse a continuación hará ver que tampoco fue una sola la distracción que padecí antes de subir las escaleras de la izquierda, en el Palacio Ducal.

En efecto, cualquiera que sea la profesión a que pertenezca el viajero que llega a un país desconocido, su primer diligencia es la de entregar las cartas de introducción, de que regularmente es portador; y su primer deber, el de aceptar la comida de trámite, que las más veces viene acompañada con un boleto para el teatro. He aquí, pues, la razón por la que antes de asistir a las sesiones del Senado, tuve que concurrir a las funciones de la ópera italiana. El lector, que viaja por el territorio de este Folletín, con el mismo itinerario que yo, tendrá igualmente que concurrir al teatro, antes que a la barra de los tribunales. Quizás no encuentre muy incómodo este orden, porque la función a que es invitado, es justamente La Beatrice, de Bellini; y el teatro de Carlo Felice, en Génova, rival de los teatros de la Scala, en Milán, y de San Carlos, en Nápoles.

No es nada lo que el lector ha visto en la prensa de Santiago, con ocasión de la compañía de cantores que en este instante embelesa a la capital de Chile, si compara su exaltación con la que encierran las notas que voy a transcribir, en su rústica candidez. Ellas son escritas bajo la fascinación de los sonidos; y tal vez no me equivoco, si digo que son ecos o estruendos de la orquesta. Al tiempo de escribirlas he tenido presente los teatros y lectores del Río de la Plata, pues no he tenido la fortuna hasta hoy de asistir a ningún teatro de Chile.

«Lector de mi país... Delante de un italiano, sírvete no decir que conoces el teatro, esta portentosa creación de la industria humana; ni nombres siquiera esta palabra, porque le darás lástima, si él sabe que la aplicas a esas furiosas farsas, que en nuestros países decoramos con este vocablo delicado.

[...]

»Dos francos pagué por levantar la pesada cortina que me reveló cuanto podrá inferirse por la historia tumultuosa de mis sensaciones.

»Entré cuando terminaba el primer acto.

»El Olimpo mitológico, con sus dioses, héroes y esplendores, me pareció que se abría delante de mis ojos. Era tan luego el momento más espléndido del acto, el trozo final, en que entraban coros y los accidentes todos que contribuyen a la majestad y esplendor de un trozo de terminación. Esta primera emoción fue confusa, de mágico aturdimiento: puedo decir que los sonidos obraban más que en mis oídos, en mi cuerpo helado de entusiasmo. Figuras brillantes, de una majestad desconocida para mí; ecos de una música gigantesca; las proporciones álpicas del edificio; raudales de vivísima luz; más que todo, la impasibilidad del público, que me parecía compuesto de cadáveres sembrados por los estragos de la belleza... es lo que me ofreció el teatro, en el primer instante.

»El telón no tardó en descender: bajó con majestad, y no dejé de extrañar esto, acostumbrado, como estaba, a ver esos telones que caen con la rapidez de la mano que acude a tapar una mancha desagradable.

»¡Ah! Lector amigo... no te rías de este pobre genovés, que ves llegar a nuestras playas, con aire humilde y suplicante en busca de los bienes que la fortuna ciega ha prodigado a ciegos como ella. Ese hombre pertenece a un país digno del respeto del extranjero... tribútale cariño y hospedaje; es hijo de una familia cuyos antecedentes conoce el universo, y cuyo presente, bajo mil aspectos, no interesa menos que su porvenir [...]

»Venía un acto de baile. Subió el telón a una señal apenas perceptible.

»El baile mímico o pantomímico, que constituye la parte más importante de la ópera, es cosa de que no tenemos la menor idea en la América del Sud. Y es justamente el arte de las artes. La poesía habla al ojo impalpable de la inteligencia; sus ecos, sus claridades suenan en la memoria del oído, brillan en la memoria de la retina; pero el recuerdo, es apenas sombra de la vida. La música habla al oído, como a ciego que no puede gozar de la vista de este ángel de seducción. La pintura habla a los ojos, pero falta a sus creaciones el movimiento, es decir, la vida, lo que distingue al hombre de la estatua. Pero el baile, ¡oh! El baile habla a los ojos, estas puertas abiertas del alma, en el idioma de una poesía incalificable; de una poesía que absorbe y representa a todas las demás, de la poesía de la vida misma; pues si las otras artes son medios de interpretación, para ella, el baile es ella misma, en cuerpo y alma.

»Centenares de actores de ambos sexos, desempeñan este drama de embelesadores gestos. Los movimientos del relámpago son menos simultáneos que la fugaz unidad con que cambian de actitud esas columnas de bailarines: es cincuenta un solo individuo que se refleja en cincuenta espejos.

»¿Pero tienen algo de común sus movimientos con los de aquellas figuras grotescas que en los bailes de espectáculo acostumbramos ver en nuestros países? ¡Ah! ¡Nada, por Dios! Nada exagerado, nada violento, nada que pese en esta epopeya de actitudes. Los más difíciles efectos de arte, son producidos con la naturalidad con que cambia de posición el brazo de una persona que duerme. Esas caras, cuya risa despide claridad como la antorcha...

»¿Cuál es el género de poesía a que el baile no se preste? Cuando es la poesía clásica y estatuaria de los antiguos; ¡qué actitudes, qué majestad de movimientos! No hay una cabeza, un brazo, un pie, que no esté colocado con el buen gusto con que Canova o Miguel Ángel, colocan los brazos y cabezas de sus Dioses.

»¿Se trata de la poesía romántica? -Españoles, apartaos lejos; cuando no sois caballeros, no sabrías imitarlos. Cuando queráis ver evocados a vuestros antiguos héroes, venid a las representaciones de la ópera, en Italia. Los italianos son los belgas, si así puedo expresarme, de los tipos formados por la naturaleza: no hay una obra suya, de que no hayan la contrafacción con admirable facilidad.

»En medio de todo esto, ves tú, lector, un público impasible, que no se digna regalar un gesto de aprobación siquiera a tan prodigiosos actores. ¿Creerás, pues, que es imbécil, ciego a la belleza, o ingrato? Nada de eso: es que en presencia de tantas maravillas, existe una que no deslumbra desde luego, pero que no es menos sorprendente que las otras: esta notabilidad es el oído del público italiano: juez adiestrado y recto, en la balanza del cual pesan hasta los más vaporosos defectos.

»Ya le tienes despierto de su letargo; ha levantado su cabeza, han brillado sus ojos, y sus manos han resonado en honor, ¿de quién?... De una nueva y portentosa aparición: es la actriz de genio, la Sílfida, la Diosa del espectáculo. El verdadero dilettante, el conocedor acostumbrado, el público de la ópera, en una palabra (que en ninguna parte es plebe), no se inmuta sino por actores de esta clase. Los otros, los que antes llamé maravillosos, no son ahora sino instrumentos grotescos, de que el talento-rey se vale para construir el trono de su dictadura.

»¡No imaginéis que la fuerza de este privilegiado ser consiste en girar diez veces, en un segundo, sobre la extremidad de su pie! Vulgaridad que ordinariamente se considera como un rasgo de fuerza: no, la artista superior no hace esto; ella mueve su pie, da dos pasos, y el público la victorea. Coloca su mano cerca del rostro, con un artificio de que sólo ella posee el secreto; y el público la arroja coronas. ¿Se propone deslumbrar por la audacia y la brillantez de los movimientos? Es capaz de hacer dar sombras al gas. ¿Ha apurado el resorte de la agilidad? Se sirve entonces de lo opuesto, la inmovilidad total; se para, y parada arranca aplausos. ¿Cotejaré su figura en esta nueva actitud a la del lirio, que sube del musgo? Sería injusto: el tallo del litio es tieso y desgraciado; y su corola, no tiene seducción. Yo diría al contrario, para ensalzar la gracia de esta flor, que ella descansa en su tallo, como la Cerrito por ejemplo, cuando queda inmóvil.

»Toma el anteojo, si quieres arrancarla algún defecto, ella ganará con esta prueba; verás que sus ojos brotan rayos de amor; que de sus labios destila una sonrisa, dulce como la miel de sus movimientos. Y no es otro que éste el secreto de la superioridad del artista: es que ella goza mejor que los espectadores del encanto de su propia ejecución; bailaría con el mismo amor aunque se viese sin testigos».