Una traducción del Quijote: 42

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


VIII.

Cuando Miguel volvió á su casa, gozoso por poseer el retrato de la Princesa, y diciendo para sí: «al menos la veré hasta el último momento de mi vida,» se halló con una novedad que le llenó de asombro.

Un ugier de la casa imperial había traido un pliego en que decia:

«M. Miguel Laso de Castilla, se servirá presentarse mañana jueves, á las dos de la tarde, en el palacio Imperial, en donde será recibido por S. M. el Emperador.»

Pasado el primer momento de sorpresa, Miguel se dio á pensar en la causa que podia motivar aquella extraña misiva, y no hallaba explicación ni aun probable. ¿Con qué objeto deseaba ver el Emperador de todas las Rusias á un jóven oscuro y extranjero? En vano interrogó sobre este particular á Madlle. Guené: la modista nada sabia.

Recordando su conversacion con el Príncipe de Lucko, pensó en que éste tal vez podria haber intervenido en aquella cita imperial; pero ¿por qué, para qué y en qué podia influir el Emperador en su destino?

Cansado de torturar su imaginación, Miguel se resignó á esperar al dia siguiente, en el que acaso se descifraria el enigma, y durante aquella larga y mortal noche, se consoló con la contemplacion del retrato de María.

Sólo el que ha amado de corazon puede comprender los trasportes de un alma enamorada ante la imágen del objeto de su amor.

Al dia siguiente, después de una noche de insomnio, anticipó su diaria visita al palacio de Lucko, á fin de poder presentarse en el Imperial á la hora indicada. Interrogó también á la Princesa respecto á la misiva del Emperador; pero aunque aquella no se mostró muy sorprendida, no pudo darle respuesta alguna satisfactoria; mas como la mujer, aun en medio de sus amorosos deliquios, es más previsora que el hombre, María fué la primera que advirtió que la hora de la cita imperial se aproximaba.

Miguel salió del palacio Lucko, y media hora después subia por la régia escalera de la morada de invierno del Emperador.

Toda grandeza impone; y aunque noblemente organizado, nuestro jóven no pudo menos de experimentar una especie de vértigo fascinador en medio de aquellas soberanas magnificencias.

Afortunadamente tuvo que esperar algún tiempo ántes de ser introducido en presencia del Czar, y pudo reponerse un tanto del natural estupor de que se hallaba poseido. No obstante; cuando un ugier, abriendo una puerta y alzando una gruesa cortina de seda, anunció:

«M. Miguel Laso de Castilla.»

El pobre jóven sintió pasar ante sus ojos una cosa deslumbrante.

Miguel se hallaba en presencia de uno de los primeros Soberanos del mundo.