Una traducción del Quijote: 41

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


VII.

La mayor parte de las veces, si un enfermo que sufrie una dolencia mortal, pero lenta y poco dolorosa, comprende, bien por su propio instinto, ó bien por descuido ó indiscreción de las personas que le rodean que está desahuciado; primeramente padece una pena incalculable, y luego se resigna. Quizá es la estación de la Primavera, y el herido de muerte ha sorprendido esta frase significativa: Para la caida de la hoja... y como la adivina en toda su desconsoladora verdad, se familiariza con la idea de aquel límite marcado á su existencia y acariciado por el sol de Mayo, se dice que el Otoño está aún distante, y que todavía puede gozar muchos dias alegres y serenos.

El enfermo, en este caso, merced á la universal ley de la compensación, multiplica sus sensaciones, y en breve espacio de tiempo vive los años que la muerte debe robarle: su pensamiento adquiere extraña lucidez, sus sentidos más percepción y exquisito desarrollo, y todo en él hace pensar en la creencia de que este pobre todo del alma y del cuerpo humano, no es como la luz de una bugía que luce más en el momento de apagarse; sino que al fin de la vida, disfruta ya, en parte, de la perfección de otra á que está predestinado; bien, así, como el viajero aspira el aroma de un ameno jardin, algún tiempo ántes de llegar á él.

Sucede también á veces, que alguna de las personas que aman al enfermo, usando de un piadoso engaño, le da esperanzas de pronta curación, halagándole con mil proyectos para el porvenir y entónces el enfermo, bien sea por compasión hacia el dolor ageno ó tal vez porque acoge la esperanza que desean trasmitirle, no se atreve á decir , «¿por qué os engañais al engañarme, cuando sabeis como yo que mis dias están contados?»

Miguel, después de la conversacioón tenida con el Príncipe, se hallaba como un enfermo en este estado que como de pasada hemos descrito; habia llegado ya á la resignación, y como el enfermo, se dijo: «gocemos de esta Primavera amor, puesto que debo morir en breve.»

Presentóse, pues, en casa de la Princesa, tranquilo como siempre, pero con aspecto más animado. María lo notó con satisfacción, pero ésta duró poco; porque al observar al pobre jóven, vió en los ojos de éste una como nube sombría y dolorosa.

«Mira, Miguel mio, —le dijo cuando estuvieron sentados á la mesa en que daban la lección de ingles,— no quiero que estés triste, lo oyes, no quiero; porque no tienes motivos; nadie se opone á nuestro amor y vamos á ser muy felices.»

Miguel entónces hizo lo que el enfermo de que hemos hablado, fingió creer, ó tal vez creyó, en aquella felicidad, y su pasion le hizo prorumpir en mil amorosas palabras, en las que se desbordó su corazon. Al lado del cuerpo inanimado de una persona amada, el amor y la palabra son más impetuosos, y quizá por esta misma causa, el desdichado amante, que presentia la muerte de su amor juntamente con la suya, nunca estuvo más tierno ni más elocuente. Hasta la misma necesidad de hablar bajo, para no ser oido por el aya Katti, que estaba presente como de costumbre, daba más fuerza á sus amorosas frases.

La Princesa le oia embebecida, y tomando aquel ímpetu febril por alegre animación, le dijo mirándole con ternura:

— Muy bien, señor profesor, así me gusta veros, y para recompensaros tal vez os otorgue un dón, como las antiguas damas á sus paladines.

— ¿Cual? —preguntó Miguel con amoroso interés.

— Mira, —repuso María abriendo la cartera donde guardaba, sus escritos en ingles.

El jóven miró. Habia allí un retrato al daguerreotipo, y este retrato era el de la Princesa.

Miguel le tomó con ávida y temblorosa mano, mientras que María, teniendo levantada una de las hojas de la cartera, ponia esta doble barrera entre ellos y el aya.

¡Oh! adorables sutilezas del amor, el que no os haya puesto en juego, sólo ha vivido á medias.