Una traducción del Quijote: 40
Al dia siguiente el Príncipe Lucko se hallaba en presencia del Emperador Nicolás, el cual al notar el aspecto preocupado de su consejero íntimo, le preguntó con familiar interés:
— ¿Qué teneis, querido Príncipe? Hace dias que no os hallo como de costumbre; y ciertamente no sé á qué atribuirlo, puesto que anoche mismo vi en la ópera á vuestra hija tan encantadora como siempre.
— Pues ella es la causa de la mudanza que V. M. ha tenido la bondad de observar en mi.
— ¿Cómo es eso, amigo mio?
— Si, señor. Creyendo que fuese una nube pasajera, no he creido oportuno hablar de ello á V. M.
— Habeis hecho mal y faltado á nuestra antigua amistad. Espero que en el acto reparareis vuestra falta.
El Príncipe, entónces, refirió al Emperador los amores de su hija con Miguel, asi como tambien la explicación que con éste habia tenido el dia anterior.
El Emperador reflexionó durante algunos minutos.
— ¿Estais resignado —dijo— á conceder á ese jóven la mano de vuestra hija?
— Qué he de hacer, señor. María está locamente enamorada y temo las consecuencias de ese amor contrariado.
— ¿Decís que ese jóven es noble?
— Según parece, más que noble: de ilustre nacimiento.
— ¿Y orgulloso?
— Hasta un extremo increible. — Hasta el extremo de rehusar vuestros dones, y por consiguiente la mano de vuestra hija.
— Asi es, señor.
— Pues, bien, lo que no cree digno admitir de vuestra mano, lo aceptará de la mia.
— No comprendo, señor.
— Quiero decir que yo puedo enriquecer á ese jóven hasta igualarle con vuestra hija.
— Señor, temo que la bondad de V. M. sea inútil.
— ¿Por qué ?
— Porque acaso no aceptaria.
El Emperador volvió á pensar, y luego repuso:
— ¿Ese jóven es profesor de idiomas?
— Si, señor.
— ¿Conoce el nuestro?
— Perfectamente; hasta un punto inverosímil en un extranjero, sobre todo de una nacionalidad tan distinta....
— Entónces, querido Príncipe, tal vez hallaremos medio de salvar, la situación.
— Si me fuera permitido preguntar á V. M.
— Ya lo sabréis, amigo mio. Vuestra tranquilidad me es tan interesante, que no omitiré esfuerzo alguno á fin de devolvérosla.
— Lo sé, señor; conozco las bondades de V. M. para conmigo.
— Está bien, querido Príncipe. Vais á dejar á mi primer Ugier el nombre y las señas de la morada de ese jóven extranjero. Lo demás corre de mi cuenta.
— ¡Ah señor!
— Y tranquilizaos, Príncipe. Hácia el Oriente hay nubes, y quizá pronto habré de necesitaros, no turbado ni cohibido vuestro juicio por preocupación alguna.
El Príncipe dejó el Palacio imperial, algo más animado con las palabras del Emperador, cuyas dotes de perspicacia y de fuerza de voluntad conocía.