Una santa argentina

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

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(TRADICIÓN DE LA ÉPOCA DEL VIRREY ARREDONDO)


¡Santa y limeña! Preciso
será que lluevan flores.


I

¡Era una santa! Cuántos como nosotros oyeron: «¡murió en olor de santidad!»

Por el mismo caminito que el año 1745, en pesada carreta tucumana llegara de Córdoba la abadesa Ana Arregui á fundar el primer monasterio en ésta, cuarenta años después y á paso de mula, venía desde Salta la señora Alquizalete, á levantar una capilla á Santa Lucía, protectora de ciegos caminantes. A pie y descalza, desde la región de los mistóles, se había adelantado á esta última doña María Antonia de la Paz y Figueroa, caritativa y santiagueña de nacimiento, fundadora de la santa Casa de Ejercicios y de otras muchas obras, que á los cien años proyectaban destellos luminosos entre nosotros.

Las tres piadosas peregrinas llegaron, sucesivamente, á arrodillarse á la puerta, sin umbral todavía de la primera iglesia (Piedad), á la entrada de esta ciudad, que tal sentimiento y no otro, les traía, implorando al santo de su devoción alcanzar por su intermedio, el mejor resultado de lo que se proponían. Es fama que la última tuvo allí presentimiento de su éxito. A la derecha del cancel se lee, en su lápida ennegrecida: «La memoria del justo jamás perecerá», y como el más exacto cumplimiento, á los ciento setenta y seis años del nacimiento de sor María, se remueve su memoria y sus virtudes por elevar á la corte celestial tan beatífica misionera de caridad.

La mitad al menos, de las familias de Santiago, resultan con ella emparentadas, y pues, que no es solo por el barrio de la Concepción donde buenas obras dejó, tradicionamos lo que hasta nosotros ha llegado á su respecto.»

El cosmopolitismo, que como creciente ola avasalladora todo lo invade, y evoluciona en usos y costumbres patriarcales, va esfumando éstas, ya como nubes que se desvanecen. Entre otros recuerdos, surje el de la reunión en la antigua Casa Rectoral, platicando al rededor del Cura sus viejos convecinos, sobre lo que de sus abuelos oyeron, y los contertulianos de todas las noches en la botica de la esquina, en cuyas murmuraciones de barrio, extraño no era se aplicara cataplasma ó sinapismo, que levantaba ampolla mayor que los confeccionados por el mancebo de la farmacia. Dentro de poco cumplirá un siglo la botica de Amoedo, decana de todas. Donde se abrió en 1818, continúa tan acreditada por el padre como por el hijo, pues ni por equivocación despacharon envenenado alguno. Allá por el año... que no queremos precisar, pues no es cosa de sacar á luz á cada rato los muchos que nos agobian, conclave completo congregado había cierta noche de garúa y mucho frío. En intrincada y fervorosa discusión seguían encaprichados don Ramón Morado poquito de cuerpo y de espíritu, y un viejo perulero, que maltrecho por sus arrias de tierra adentro, ubicárase en la carpintería de Márquez, á los fondos del portugués Barbosa y desaparecido en la polvareda de Caseros.

— Ustedes los porteños, son muy engreídos — decía — y jactanciosos en todo, y después de tanto cacarear ninguno se ha ido al cielo hasta ahora, que yo sepa. Nosotros, más pacatos y callanditos, sin tanto fantasear, sí hemos dado más de un santo, y con solo San Francisco, Santa Rosa y Santo Toribio, podemos tapar la boca á todos esos santulones que se andan comiendo los santos, sin producir cosa buena.

— Vamos por partes, vecino — replicaba con parsimonia don Ramoncito el petizo — pues si destaramos cuentas, no suman los de ustedes más santos que nosotros. Toribio, el de la esquina, vino de España arzobispo y santo, como Solano. Este predicador del Alto Perú, tanto de ustedes como de nosotros resulta, pues más evangelizó en la vasta región argentina, y en cuanto á la señorita de Flores (Isabel) luego, Santa Rosa de Lima, si los hijos de esta América, siempre gaInntes (que de hidalgos españoles viene), la proclamaron patrona por bonita, recuerde la exclamación del pontífice Máximo Clemente IX: «¡Limeña y santa, preciso será lluevan rosas!»

— ¡Y rosas llovieron! — contestó el perulero.

— ¡Pásemelas para olerías, que también entre nosotros murieron en olor de santidad el beato Bolaños, brazo derecho de San Francisco Solano; el mártir en Yapeyú, jesuita González, que asactado y cortada la cabeza, al quemarle, refulgía sin derretirse entre llamas, la santa imagen de la Asunción (plata maciza), que de su pecho no se apartaba, desde que de la capital del Paraguay salió á predicar entre las riberas del Uruguay, Santos eran también...

En esto entró nuestro padrino de pila, don Víctor Silva, Cura de la iglesia de enfrente, é impuesto de la controversia, punto y coma puso á la de ambos contrincantes, refiriendo con su mesurada y suave palabra lo que, con otras, más ó menos equivalentes, recordamos después de cincuenta años.