Una excursión: Capítulo 49


Medio dormido. Un palote humano. Un baño de aguardiente. Los perros son más leales que los hombres. Preparativos. El comercio entre los indios. Dar y pedir con vuelta . Peligros a que me expuso mi pera. En marcha para Añancué. Una águila mirando al norte, buena señal.


La luna había terminado su evolución, las estrellas brillaban apenas al través de cenicientos nubarrones, reinaba una oscuridad caótica. Abrí los ojos, no vi nada.

Me apretaban fuertemente, quitándome la respiración; una substancia glutinosa, fétida, corría como copioso sudor por mi cara; una mole me oprimía el pecho, palpitaba y confundía sus latidos con los míos; otro peso gravitaba sobre mi vientre, y algo, como brazos, aleteaba. El sobresalto, el cansancio, el sueño reparador interrumpido, las tinieblas me ofuscaban.

Oía como un gruñido y sentía como si diese vuelta por encima de mi estirada humanidad, un inmenso palote de amasar.

No podía sacar los brazos de abajo de las cobijas, porque las sujetaban de ambos lados; hice un esfuerzo y conseguí sacar uno. Tanteando con cierto inexplicable temor, a la manera que entre las sombras de la noche penetramos en un cuarto cuyos muebles no sabemos en qué disposición están colocados, toqué una cosa como la cara de un hombre de barba fuerte, que se ha afeitado hace tres días. Me hizo el efecto de una vejiga de piel de lija.

Conseguí sacar el otro brazo, y siguiendo la exploración, lo llevé a la altura del primero; toqué una cosa como la crin de un animal. Luego, tanteando con las dos manos a la vez, hallé otra cosa redonda, que no me quedó la menor duda era una cabeza humana. Un líquido aguardentoso, cayendo sobre mi cara como el último chorro de una pipa al salir por ancho bitoque, me ahogó.

Llamé a Camargo angustiosamente. No me oyó. Creí morirme. No sabía lo que embargaba mis sentidos. Pegué un empujón con entrambas manos a lo que me parecía una cabeza; formé con mis rodillas un triángulo y dándole un fuerte empellón al peso que las oprimía eché a rodar un bulto pesado, que gritó, peñi (hermano).

Me puse de pie, como don Quijote en la escena con Maritornes, y vi un cuerpo revolcándose a mi lado. Volví a llamar a Camargo, con todos mis pulmones, se levantó rápido, se acercó a mi cama y oyendo que le decía: ¿qué es eso? señalándole el bulto, se agachó, miró, echóse a reír y exclamó:

-Es el indio borracho.

Comprendí lo que había pasado; su interlocutor de un rato antes, al cruzar por mi enramada había tropezado, se había caído y con la tranca no había podido levantarse; había posado su cara sobre la mía y me había bañado con sus babas y sus erupciones alcohólicas. Tuve que llamar a Carmen, que lavarme y mudar de ropa.

El crepúsculo empezaba. Mandé hacer fuego, calentar agua, y fui a sentarme en el fogón.

El cuarterón y el perro estaban allí, dormían.

La madrugada me sorprendió tomando mate. Mi compadre se levantó cuando las últimas estrellas desaparecían. Llamó a San Martín, le dio sus órdenes, y un momento después Caiomuta salía de su toldo en brazos de cuatro indios, como un cuerpo muerto.

Le enhorquetaron sobre un caballo, le dieron a éste un rebencazo y el animal tomó el camino de la querencia, llevándose a su dueño y señor.

Mi compadre vino en seguida al fogón, y saludándome, se sentó a mi lado. Preguntóme si había dormido bien. Le contesté que sí; le di un mate y un cigarro, tomó ambas cosas, no habló más y se marchó. Varias veces, mientras permaneció a mi lado, clavó sus ojos en el cuarterón con indiferencia.

Despertóse éste, me dio los buenos días y se levantó.

-Siéntate no más -le dije, pasándole un mate. Obedeció y lo tomó. Nuevos parroquianos llegaron en ese momento.

Al tomar asiento, mi ayudante Rodríguez, viendo al cuarterón allí, le dijo:

-¿Con que sabías escribir?

El hombre no contestó-

El alférez Ozaroski, dijo:

-Si no sabe; ha querido hacer creer que sabía; lo que estuvo escribiendo eran unas rayas -y contó que la tarde antes le había visto con un lápiz y aire misterioso detrás de la cocina hacer como que tomaba nota de lo que se conversaba. Pero que todo había sido una pantomima.

El espía de Calfucurá era un tipo.

Oyendo que se ocupaban de él, se marchó; el perro le siguió. Había encontrado un hombre que parecía indio, que hablaba una lengua que conocía y se había adherido a él por la gratitud.

Los perros son más leales que los hombres; los hombres son más generosos que los perros. El mundo está bien así, mientras no se presente otro planeta mejor a donde emigrar. Pero la raza humana tiene, sin embargo, mucho que aprender de la canina y viceversa. Me acordé de que ese día era el prefijado para la gran junta. Llamé a San Martín y le hice preguntar a mi compadre a qué hora marcharíamos. Me contestó que cuando ladeara el sol.

Di mis órdenes, se pasó la mañana en preparativos para la marcha, y cuando todo estuvo dispuesto me fui al toldo de Baigorrita, entrando en él como en mi casa.

Yo observaba movimiento en su gente y tenía curiosidad de saber en qué consistía.

La hora se acercaba.

Mi compadre me vio entrar sin salir de su apatía habitual. Había vuelto a la faena de picar tabaco con la navaja de Rodgers. En la cara me conoció que alguna curiosidad me llevaba. Llamó a San Martín.

Vino éste, y le hice preguntar que si todavía no era hora de ensillar.

Me contestó que teníamos bastante tiempo aún; que de allí a Añancué , línea divisoria de sus tierras, no había más que dos galopes, que ya había mandado traer sus caballos y buscar una res para que mi gente carneara antes de partir; pero que la res tardaría un rato largo en llegar, porque estaba lejos.

-¿Y qué, mi compadre no tiene vacas gordas aquí? -le pregunté a San Martín.

-No, señor, si está muy pobre -me contestó.

-¿Muy pobre?

-Sí, señor.

-¿Y cuánto vale una vaca?

-No tiene precio.

-¿Cómo no tiene precio?

-Cuando es para comercio depende de la abundancia, cuando es para comer, no vale nada; la comida no se vende aquí: se le pide al que tiene más.

-¿De modo que los que hoy tienen mucho, pronto se quedarán sin tener qué dar?

-No, señor; porque lo que se da tiene vuelta .

-¿Qué es eso de vuelta?

-Señor, es que aquí el que da una vaca, una yegua, una cabra o una oveja para comer, la cobra después; el que la recibe algún día ha de tener.

-Y si a un indio rico le piden veinte indios pobres a la vez, ¿qué hace?

-A los veinte les da con vuelta y poco a poco se va cobrando.

-Y si se mueren los veinte, ¿quién le paga?

-La familia.

-¿Y si no tienen familia?

-Los amigos.

-¿Y si no tienen amigos?

-No pueden dejar de tener.

-Pero todos los hombres no tienen amigos que paguen por ellos.

-Aquí sí; no ve, señor, que en cada toldo hay allegados, que viven de lo que agencia el dueño.

-¿Y si se les antoja no pagar?

-No sucede nunca.

-Puede suceder, sin embargo.

-Podría suceder, sí, señor; pero si sucediese, el día que a ellos les faltase nadie les daría.

-¿Cada indio tendrá una cuenta muy larga de lo que debe y le deben?

-Todo el día hablan de lo que han recibido y dado con vuelta.

-¿Y no se olvidan?

-Un indio no se olvida jamás de lo que da ni de lo que le ofrecen.

-¿Me has dicho que cuando una vaca era para comercio tenía precio?

-Sí señor.

-Explícame eso.

-Señor, comercio es, que el que tiene le haga un cambio al que tiene.

-¿Entonces, si un indio tiene un par de estribos de plata y no tiene qué comer, y quiere cambiar los estribos por una vaca, los cambia?

-No se usa; le darán la vaca con vuelta y él dará los estribos con vuelta también.

-¿Y si un indio tiene un par de espuelas de plata y las quiere cambiar por un par de estribos?

-Las cambia, con vuelta o sin vuelta , según el trato.

-¿Y con los indios chilenos, cómo hacen el comercio, lo mismo?

-No, señor; con los chilenos el comercio lo hacen como los cristianos, a no ser que sean parientes.

-¿Y con los indios de Calfucurá y con los pampas?

-Lo mismo, señor.

-¿Y hay pleitos aquí?

-No faltan, señor.

-¿Y cuando los indios tienen una diferencia, quién los arregla?

-Nombran jueces.

-¿Y si alguno no se conforma?

-Tiene que conformarse.

Estos bárbaros, dije para mis adentros, han establecido la ley del Evangelio, hoy por ti, mañana por mí, sin incurrir en las utopías del socialismo; la solidaridad, el valor en cambio para las transacciones: el crédito para las necesidades imperiosas de la vida y el jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, crédito para comer.

Es lo contrario de lo que sucede entre los cristianos. El que tiene hambre no come si no tiene con qué. Está visto que las instituciones humanas son el resultado de las necesidades y de las costumbres, y que la gran sabiduría de los legisladores consiste en no perderlo de vista al modelar las leyes. Los que a cada rato nos presentan el cartabón de otras naciones cuya raza, cuya religión, cuyas tradiciones difieren de las nuestras, deberían tomar nota de estas observaciones.

Por aquí iba de mi soliloquio, cuando el indio que me escamoteó los guantes de castor se presentó. Venía algo achumado.

En cuanto me vio me dijo una cuchufleta. Sentóse a mi lado y me pidió el pañuelo de seda que llevaba al cuello. Me negué a dárselo, porque su desaparición importaba una señal . Pero insistió e insistió y no tuve más recurso que ceder. Era una prenda insignificante y quién sabe qué se imaginaba mi compadre si no lo daba. De la suspicacia de un indio hay que esperarlo todo. Gran contento experimentó el indio al recibir el pañuelo y en el acto se lo puso como yo lo usaba, calándose encima el sombrero. Siguió jaraneando, siendo mi larga pera objeto de los mayores elogios y admiración. Grande, linda, me decía, pasando por ella sus puercas manos. Quería levantarme y no me dejaba. Estaba cargoso como cuatro. Y no me era dado manifestarle que me atosigaba con sus monadas, porque a mi compadre le hacían suma gracia. Además yo sabía todo el cariño y respeto que tenía por él.

Me abrazaba, me besaba, se quedaba mirándome, y gozoso exclamaba:

-¡Ese coronel Mansilla, toro!

Era el mayor cumplimiento que podía dirigirme.

Ser toro es ser todo un hombre.

No sabiendo qué más hacerme, se le ocurrió trenzarme la pera .

Era la otra seña convenida con Camilo si algún peligro me amenazaba. ¿Cómo dejarlo satisfacer su capricho?

Se aferró a él con tanta tenacidad, que me preocupó seriamente. Y no era para menos, Santiago amigo, si tienes presente la composición de lugar hecha con Camilo, para el caso de que los indios no quisieran dejarme salir de entre ellos.

Que me hubiera pedido y sacado el pañuelo, se explicaba. A cualquier indio podía habérsele ocurrido pedírmelo. Me había puesto en ese caso. Pero que después de haber dado el pañuelo me quisiera trenzar la barba, era inexplicable, extraordinario.

No hay previsión que alcance ciertas cosas; con razón dice Napoleón, que en la guerra dos tercios deben concedérsela al cálculo y uno a la casualidad.

No podía ocurrírseme la idea de una traición porque los muchachos de Camilo eran todos hombres muy seguros. Han conversado entre ellos sobre lo convenido, algún espía los ha oído, me decía, y me tienden un lazo; quieren ver qué hago.

El indio no declinaba de su empeño. A Roma por todo, exclamé interiormente, y me dejé trenzar la barba, tomando la precaución de darle la espalda a la entrada del toldo, no fuera a pasar Camilo, viera la señal y se largara para la Villa de Mercedes, llevándole un parte falso al general Arredondo.

Estaba en ascuas; los caballos debían llegar de un momento a otro y con ellos Camilo, quien según la consigna no me veía hacía días. Darle aviso de lo que acontecía era imposible. El indio no me dejaba salir del toldo. Un hombre achumado es más pesado y fastidioso que una mujer enamorada celosa.

La res que había mandado pedir mi compadre llegó, y me sacó de apuros. Preguntáronle si la carneaban, contestó que sí, y me hizo decir que cuando gustara podía mandar ensillar.

Me levanté, y destrenzándome la malhadada pera, salí del toldo, a pesar de los repetidos, "no se vaya, amigo", del indio.

Tres trompas tocaron llamada, y algunos momentos después comenzaron a llegar grupos de jinetes, montando buenos caballos y vistiendo trajes de gala. Uno de ellos tenía uniforme completo de teniente coronel y la pata en el suelo.

Mi gente estaba pronta. Arrimaron las tropillas y ensillamos.

Me despedí tiernamente de mi ahijado. ¡Extraños fenómenos de la simpatía, el chiquilín lagrimeó!

Montamos y partimos al gran galope en dispersión.

El cuarterón iba con nosotros y el perro del toldo de Baigorrita le seguía.

Por el camino se incorporaron varios grupos de indios, y cuando llegábamos a las alturas de Poitaua era la tarde ya.

Sujeté para esperar a los franciscanos que se habían quedado atrás, y mi compadre también.

Sobre la copa de un algarrobo estaba una águila, mirando al norte. Baigorrita me hizo decir con San Martín, que era buena señal, que el águila nos indicaba el rumbo.

Si hubiese estado mirando al sur, todos los indios se habrían vuelto.

Es el ave sagrada de ellos y tienen esa preocupación.

Los franciscanos llegaron y seguimos la marcha al trote; iba a reírme de la superstición del águila, diciéndoles lo que me había hecho notar mi compadre. Pero me acordé de que yo no como donde hay trece, ni mato arañas por la noche.

Hay un mundo en el que todos los hombres son iguales; es el mundo de las preocupaciones. El más sensato es un bárbaro.

Decidme si no, lector, ¿por qué aborrecéis a don fulano?