Una excursión: Capítulo 48


El cuarterón cuenta su historia. Recuerdo de Julián Murga. Los niños de hoy. Diálogo con el cuarterón. Insultos. Nuestros juicios son siempre imperfectos. Un recuerdo de la Imitación de Cristo . Dudas filosóficas. Ultima mirada al fogón. El cuarterón me da lástima. Alarma. Caiomuta ebrio, quiere matarme. Un reptil humano.


Me acerqué al fogón, sin que me vieran, y permanecí de pie para no interrumpir al cuarterón. Las llamas iluminaban el cuadro, destacándose en él la horrible y deforme cara del espía de Calfucurá.

Contaba su historia.

No había conocido padres. Era natural de Buenos Aires, y había sido soldado del coronel Bárcena de repugnante y sangrienta memoria. Sus campañas eran muchas y había presenciado y sido ejecutor de inauditas crueldades.

El pronunciamiento de Urquiza contra Rosas le tomó en la Banda Oriental, militando en las filas de Oribe. De allí vino incorporado a la División de Aquino, ese tipo noble, caballeresco y valiente que sucumbió a manos de una soldadesca fanática y desenfrenada.

Estuvo en Caseros, en el sitio de Buenos Aires y en el Azul con el general Rivas. De allí desertó. Vivió errante algún tiempo haciendo fechorías, mató a uno de una puñalada en una pulpería, ganó los indios, anduvo por Patagones comerciando, en calidad de Picunche, y allí conoció al coronel Murga.

Yo me he criado con Julián, le quiero mucho; los recuerdos de nuestra infancia no se borrarán jamás de mi imaginación; en nuestro barrio, el de San Juan, había, como en todos, un caudillo, él era el nuestro. Los pulperos, los zapateros, los tenderos y las viejas nos temblaban. Eramos el azote de los negros que vendían pasteles, de los lecheros y panaderos.

Teníamos nuestro arsenal de piedras para ellos; y una colección de apodos que todavía sobreviven. Perseguíamos a muerte los gatos y los perros del vecino. Pescábamos por los fondos sus gallinas.

No dejábamos llamador en su lugar, zócalo recién pintado, pared recién blanqueada, vidrio sano que no rayáramos o rompiéramos. Los locos nos aborrecían, los vigilantes y los serenos preferían estar de amigos con la cuadrilla. Nos disfrazábamos y asustábamos a las viejas, prefiriendo a nuestras tías.

Los criados de todas las casas conocidas nos abominaban y las sirvientas nos toleraban. Julián prometía desde chiquito. Era audaz, inventivo, estratégico. Diablura que a él se le ocurría era siempre heroica. Una vez se le ocurrió tirarse de una azotea y lo hizo, se rompió una pierna; otra que incendiáramos una pulpería lanzando en ella un gato bañado en alquitrán y espíritu de vino al que le pegamos fuego, y armamos un alboroto de marca mayor. Teníamos la ciudad dividida en secciones. Un día le tocaba a una, otro a otra. Esta noche le robábamos a Chandery la bota que tenía de muestra y a una paragüería el paraguas, y por la mañana, Chandery anunciaba paraguas y la paragüería botas.

Aquellos compañeros auguraban ya lo que serían más adelante algunos de la infantil decuria. ¡Cuántas traiciones y debilidades no denunciaron nuestros planes! ¡Cuántas cobardías no los hicieron fracasar! ¡Hasta espías había entre nosotros, pagados por el celo maternal! ¡Ah!, ¡los niños, los niños! Los niños de hoy han de ser los hombres del porvenir.

Tomad nota de sus buenas y malas cualidades, de sus arranques de cólera, de sus ímpetus generosos. Porque más tarde o más temprano, ellos serán comerciantes, sacerdotes, coroneles, generales, presidentes, dictadores. El fondo de la humanidad persiste hasta la tumba. El barro del océano nada lo remueve.

Me allegué al fogón, saludé dando las buenas noches, se pusieron todos de pie, menos el cuarterón; me hicieron lugar y me senté.

El espía había referido su vida con una ingenuidad y un cinismo que revelaba a todas luces cuán familiarizado estaba con el crimen. Robar, matar o morir había sido lo mismo para él.

-¿Conque conoces al coronel Murga? -le pregunté.

-Sí, le conozco -me contestó.

Pero no cambió de postura, ni se movió siquiera. Conocía el terreno; sabía que allí éramos todos iguales, que podía ser desatento y hasta irrespetuoso.

-¿Y qué cara tiene?

Me describió la fisonomía de Julián, su estatura.

-¿Dónde le has conocido?

-En Patagones.

Me explicó a su modo dónde quedaba.

-¿Y cómo has ido a Patagones?

-Por el camino.

-¿Por qué camino?

-Por el que sale de lo de Calfucurá.

-¿Y cuántos ríos pasaste?

-Dos.

-¿Cuáles?

-El Colorado y el Negro.

-¿Sabes leer?

-No.

-¿Cómo te llamas?

-Uchaimañé (ojos grandes).

-Te pregunto tu nombre de cristiano.

-Se me ha olvidado.

-¿Se te ha olvidado...?

-Sí.

-¿Quieres irte conmigo?

-¿Para qué?

-Para no llevar la vida miserable que llevas.

-¿Me harán soldado?

No le contesté.

El prosiguió:

-Aquí no se vive tan mal, tengo libertad, hago lo que quiero, no me falta qué comer.

-Eres un bandido -le dije; me levanté, abandoné el fogón y me apresté a dormir.

La tertulia se deshizo, el cuarterón se quedó como una salamandra al lado del fuego. Los perros le rodearon lanzándose famélicos sobre los restos de la cena. Refunfuñaban, se mordían, se quitaban la presa unos a los otros.

El espía permanecía inmóvil entre ellos. Tomó un hueso disputado y se lo dio a uno de los más flacos acariciándolo. Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad.

El hombre que no había tenido una palabra, un gesto de atención para mí, que se había mostrado hasta soberbio en medio de su desnudez, tenía un acto de generosidad y un movimiento de compasión para un hambriento y ese hambriento era un perro.

Yo le había creído peor de lo que era.

Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra propia naturaleza.

Cuando no fallan porque consideramos a los demás inferiores a nosotros mismos, fallan porque no los hemos examinado con detención. Y cuando no fallan por alguna de esas dos razones, fallan porque faltos de caridad, no tenemos presentes las palabras de la Imitación de Cristo :

-Si tuvieses algo bueno, piensa que son mejores los otros.

¿Quién era aquel hombre? Un desconocido. ¿Qué vida había llevado? La de un aventurero. ¿Cuál había sido su teatro, qué espectáculos había presenciado? Los campos de batalla, la matanza y el robo. ¿Qué nociones del bien y del mal tenía? Ningunas. ¿Qué instintos? ¿Era intrínsecamente malo? ¿Era susceptible de compadecerse del hambre o de la sed de uno de sus semejantes? No es permitido dudarlo después de haberle visto, entre las tinieblas, sentado cerca del moribundo fogón, sin más testigos que sus pensamientos, apiadarse de un perro, que por su flacura y su debilidad parecía condenado a presenciar con avidez el nocturno festín de sus compañeros.

¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera?

Si jamás hubiera vivido en sociedad, aprendiendo desde que tuve uso de razón a confundir mi interés particular con el interés general, que es la base de nuestra moral, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por segunda vez.

Si no fuera el miedo del castigo, que unas veces es la reprobación, y otras los suplicios de la ley, ¿sería yo mejor que ese hombre?, me pregunté por tercera vez.

No me atreví a contestarme. Nada me ha parecido más audaz que Juan Jacobo Rousseau, exclamando:

"Yo, sólo yo conozco mi corazón y a los hombres. No soy como los demás que he visto, y me atrevo a decir que no me parezco a ninguno de los que existen. Si no valgo más que ellos, no soy como ellos. Si la naturaleza ha hecho bien o mal en romper el molde en que me fundió, no puede saberse sino leyéndome".

Eché la última mirada al fogón.

El cuarterón atizaba el fuego maquinalmente con una mano, y con la otra acariciaba al perro flaco, que apoyado sobre las patas traseras dobladas y sujetando con las delanteras estiradas un zoquete, en el que clavaba los dientes hasta hacer crujir el hueso, miraba a derecha e izquierda con inquietud, como temiendo que le arrebataran su presa. Una llama vacilante, iluminaba con cambiantes el claro oscuro de la cara patibularia. Me dio lástima y no me pareció tan fea.

Hacía fresco.

Me acerqué a él y le pregunté:

-¿No tienes frío?

-Un poco -me contestó, mirándome con fijeza por primera vez, al mismo tiempo que le aplicaba una fuerte palmada a su protegido, que al aproximarme gruñó, mostrando los colmillos.

Una calma completa reinaba en derredor: todos dormían, oyéndose sólo la respiración cadenciosa de mi gente.

La luna rompía en ese momento un negro celaje, y eclipsando la luz de las últimas brasas del fogón iluminaba con sus tímidos fulgores aquella escena silenciosa, en que la civilización y la barbarie se confundían, durmiendo en paz al lado del hediondo y desmantelado toldo del cacique Baigorrita, todos los que me acompañaban, oficiales, frailes y soldados.

Cuidando de no pisarle a alguno la cabeza, el cuerpo o los pies, busqué el sitio donde habían acomodado mi montura. Estaba a la cabecera de mi cama. Saqué de ella un poncho calamaco, volví al fogón y se lo di al espía de Calfucurá, cuyos grasientos pies lamía el hambriento perro, diciéndole:

-Toma, tápate.

-Gracias -me contestó tomándolo.

Iba a sentarme para seguir interrogándolo, aprovechando la quietud que reinaba, cuando oí el galope de varios caballos y gritos de:

-¿Dónde está ese coronel Mansilla?

El espía se puso de pie. Tenía un gran cuchillo medio atravesado por delante. Le miré. Su cara revelaba curiosidad, pero no mala intención.

-¿Qué gritos son esos? -le pregunté.

-Parecen borrachos -me contestó.

-A ver; fíjate -le dije.

Paró la oreja; los gritos seguían aproximándose. Yo no percibía bien lo que decían. Ya no resonaba en el silencio de la noche mi nombre, sino ecos araucanos.

-¿Qué dicen? -le pregunté, pareciéndome oír una voz conocida.

-Es Camargo -me contestó.

-¿Camargo?

-Sí, viene con unos indios borrachos, ya llegan.

En efecto, sujetaron los caballos e hicieron alto detrás del toldo de Baigorrita, presentándoseme acto continuo Camargo.

-¡Mi Coronel -me dijo, echándome el tufo-, acuéstese, acuéstese pronto!

-¿Por qué, hombre?

-¡Acuéstese, señor, acuéstese!

-Pero, ¿por qué?

-Caiomuta viene muy borracho.

Y esto diciendo, me tomó del brazo y me empujó hacia la enramada en que estaba mi cama.

-Acuéstese, señor -dijo el espía también.

Me acosté volando.

Caiomuta había entrado en el toldo de su hermano y le había despertado.

Hablaban con calor, en su lengua. Yo nada comprendía.

Estaba tranquilo; pero receloso.

De repente, un hombre tropezó en mis piernas y se cayó encima de mí.

-¡Eh! -grité.

-Dispense, señor -me dijo Camargo, reconociendo mi voz.

-¿Qué haces, hombre?

-Cállese, señor -me contestó en voz baja.

Y arrastrándose en cuatro pies, le vi acercarse al toldo de Baigorrita, quedando bastante cerca de mi cama para poder conversar sin alzar la voz.

-¡Qué indio tan pícaro! -me dijo.

-¿Qué hay?

-Le dice a Baigorrita que lo quiere matar a usted.

-¿Y mi compadre, qué dice?

-Le ha dado una trompada y le ha dicho que se atreva.

En ese momento, Baigorrita gritó:

-¡San Martín!

Camargo se reía, apretándose la barriga y me decía:

-¡Ah!, ¡indio malo!, no se puede levantar de la trompada que le ha dado el hermano. Toma, por pícaro, ¿sabe, señor, que me han robado los estribos? ¡Ladrones!, les he tirado todo y me he venido en pelos, ni las riendas he traído, le he echado al pingo un medio bozal.

¡San Martín! ¡San Martín! -gritaba Baigorrita.

Vino San Martín, entró en el toldo de mi compadre, habló con él, repitiendo mi nombre varias veces.

-Dice -me dijo Camargo-, que lo cuide a usted; que no haga ruido y que si Caiomuta quiere hacer barullo, que lo maten.

Caiomuta, ebrio como estaba, no podía levantarse del sitio en que lo había tendido el membrudo brazo de su hermano mayor.

Camargo se arrastró como un reptil, saliendo de donde estaba, y acostándose a los pies de mi cama, me pidió mil disculpas por haber venido alegre; me contó el robo que le habían hecho otra vez; me dijo que los indios eran unos pícaros, que él los conocía bien; que por eso no les andaba con chicas: que Caiomuta era quien le había hecho robar los estribos de plata; que para saberlo había tenido que asustarlo a un indio; que le había ofrecido matarlo si no le confesaba la verdad, y que, de miedo, no sólo le había contado todo, sino que le había dado un chifle de aguardiente que tenía muy guardado hacía tiempo; que al día siguiente habían de parecer los estribos, que si no parecían se había de volver en pelos a lo de Mariano y lo había de avergonzar a Caiomuta, que a una visita no se le roban las prendas.

Yo no podía pegar los ojos. Oía rugir a Caiomuta y estaba alerta. San Martín se allegó a mi cama y me miró de cerca.

¿Qué? -le dije.

-Nada, señor, duerma no más, no hay cuidado -me contestó.

Me dio las buenas noches y se marchó, entrando en el toldo de Baigorrita.

A ese tiempo, el otro indio que había venido con Caiomuta, y que al apearse del caballo, se había caído, permaneciendo un rato tirado en el suelo, se levantó y preguntó:

-¿Dónde está ese Camargo?

Nadie le contestó.

-Ese Camargo mucho asesino -dijo.

Nadie le contestó.

-¡Mucho asesino! -gritó.

Camargo se despertó, le echó un terno y el indio no replicó.

Así estuvieron más de una hora.

Yo, al fin, me quedé dormido.

De improviso me desperté sobresaltado.

Una cosa, blanda, húmeda y tibia pesaba sobre mi cara.