Una excursión: Capítulo 47


Baigorrita se levanta al amanecer y se baña. Saludos. En el toldo de mi futuro compadre. El primer bautismo en Quenque. Deberes recíprocos del padrino y del ahijado. Nociones de los indios sobre Dios. Promesas de mi compadre sobre mi ahijado. Me hablan de una cosa y contesto otra. Lucio Victorio Mansilla sería algún día un gran cacique. Pensamientos locos. Visita al toldo de Caniupán. Usos y costumbres ranquelinas. Un fumador sempiterno.


Baigorrita se levantó muy temprano, se fue a la laguna y se bañó, para corregir los excesos de la noche. Sus huéspedes y las chinas hicieron lo mismo, regresando todos frescos y acicalados, con los labios y las mejillas pintados y lunarcitos postizos en los pómulos. Las chinas asearon el toldo, recogieron leña, hicieron fuego, carnearon una res y se pusieron a cocinar el almuerzo.

Baigorrita y sus amigos ensillaron los caballos que estaban en el palenque, montaron en ellos, y durante media hora los varearon, haciéndolos correr el tiro de una legua por el campo más quebrado y escabroso.

Mi compadre regresó solo, soltó su caballo, ensilló otro, entró a su toldo, se sentó, armó cigarros y se puso a fumar.

Juan de Dios San Martín vino de parte de él a preguntarme cómo había pasado la noche, y si no se habían perdido algunos caballos. Le contesté que había dormido muy bien, que no había ninguna novedad y que así que almorzara iría a hacerle una visita.

Llevó San Martín el mensaje y volvió diciéndome que mi compadre se alegraba mucho de que hubiera pasado la noche a gusto, que me invitaba a ir a su toldo; que iban a llegar visitas nuevas y quería que me conocieran; que allí almorzaría, si no tenía algo mejor que comer que lo suyo.

Hablaba con San Martín, cuando se presentó un indio con otro mensaje de Caniupán y un regalo. Me mandaba saludar, vivía de allí legua y media, y me enviaba una bola de patai, pisada con maíz tostado, grande como una bala de cañón de a cuarenta y ocho.

Traté al mensajero como lo merecía, con todo cariño. Le hice algunos regalitos, sacando contribuciones a los oficiales y soldados, le agradecí a Caniupán su atención y le envié una camisa de Crimea que llevaba ex profeso para él, azúcar, tabaco, yerba y papel, prometiéndole visita para la tarde.

En seguida me fui al toldo de mi compadre. Fumaba tranquilamente rodeado de sus hijos: no se movió, me insinuó un asiento con la sonrisa más dulce y amable, y apenas me había acomodado en él, le dijo a mi ahijado: padrino, bendición.

El indiecito vino hacia mí con cierta timidez; le atraje del todo echándole los brazos, le cogí las manecitas que había unido obedeciendo al mandato de su padre, le acaricié y le senté a mi lado, contestándole a su "bendición, padrino": Dios lo haga bueno, ahijado.

La madre, que hablaba español, le preguntó desde el fogón:

-¿Cómo te llamas?

No contestó. Le repitió la pregunta en lengua araucana y respondió mirándome con recelo:

-Lucio Mansilla.

Mi compadre se sonrió complacido. La madre, las chinas y cautivas que cocinaban festejaron mucho la respuesta. Una de las más ladinas, dijo: coronel Mansilla, chico.

Mi compadre llamó a San Martín.

San Martín me dijo:

-Dice Baigorrita que cuándo se hace el bautismo.

-Dile que cuando quiera, que ahora mismo, si le parece, antes que entren visitas.

Contestó que bueno.

Llamé al padre Marcos, y el franciscano no se hizo esperar.

En cuanto entró, mi compadre le hizo decir con San Martín que si le hace el favor de bautizarle su hijo.

-Con mucho placer -contestó el padre.

Salió, volvió con fray Moisés Alvarez, se revistieron, nos hincamos, rezamos el Padre Nuestro, haciendo coro los cautivos que lo sabían y mi ahijado fue bautizado con el nombre de Lucio Victorio.

Terminada la ceremonia, Baigorrita les dio las gracias a los franciscanos y les invitó a sentarse a almorzar.

Hizo una seña y nos sirvieron. Había puchero de dos clases, de carne de vaca y de yegua; asado idem. Yo comí carne de yegua, mi compadre lo mismo, los frailes de vaca.

Mientras almorzábamos, llegaron visitas. A todos se les obsequió como a nosotros; los unos eran conocidos del día antes, los otros recién llegados. Baigorrita me presentó a todos sucesivamente. Hubo abrazos y apretones de mano hasta el fastidio, las preguntas y respuestas de siempre.

Mi compadre explicó lo que significaba entre los indios darle al ahijado el nombre y apellido del padrino.

Era ponerlo bajo su patrocinio para toda la vida; pasar del dominio del padre al del padrino; obligarse a quererle siempre, a respetarle en todo, a seguir sus consejos, a no poder en ningún tiempo combatir contra él, so pena de provocar la cólera del cielo.

El padrino se obliga, por su parte, a mirar al ahijado como hijo propio, a educarlo, socorrerlo, aconsejarlo y encaminarlo por la senda del bien, so pena de ser maldecido por Dios.

Eran dos seres que se identificaban por un voto solemne.

Con este motivo me habló del gaucho puntano Manuel Baigorria, manifestando el deseo de que se le diera permiso para que le hiciera una visita.

Le dije que una vez hecha la paz, no había inconveniente en que tuviera ese gusto, si Mariano Rosas lo permitía.

Le agregué que Baigorria no era buen hombre, que había sido mal cristiano y mal indio, que a unos y a otros los había traicionado. Me contestó que no desconocía mis razones. Pero que al fin era su padrino, que llevaba su nombre y que él no podía dejar de quererle. Le dije que sus sentimientos le honraban; porque probaban su lealtad, y que le honraban tanto más cuanto que convenía en que su padrino había sido infiel a sus compromisos y a su palabra.

Varios de los visitantes aprobaron mis observaciones.

Los franciscanos a su turno explicaron con mansedumbre, claridad y sencillez lo que significaba el bautismo.

Dijeron que el que se bautizaba entraba en gracia de Dios.

Que Dios era eterno, inmenso, misericordioso; que tenía un poder infinito, que hacía cosas grandes que los hombres no podían comprender; que su voluntad era que todos se amaran como hermanos, que no mataran, que no robaran, que no mintieran; que los que se casaran lo hicieran con una sola mujer; que los que tuvieran hijos los educaran y enseñaran a vivir del trabajo; que para ser buen cristiano era necesario tener presente siempre esas cosas.

San Martín tradujo las razones de los franciscanos, y todos los presentes las escucharon con suma atención.

Mi compadre prometió educar a su hijo en la ley de los cristianos, que no se casaría con varias mujeres, ni con dos, que le enseñaría a vivir de su trabajo.

Entraron más visitas. Tuvimos una larga conferencia y expliqué el tratado de paz celebrado con Mariano Rosas.

Todo el que quería me dirigía una pregunta. Baigorrita me hacía decir con San Martín que tuviera paciencia, y Camargo me aconsejaba que no dejara de contestar.

Cuando la interpelación era impertinente, Camargo me zumbaba al oído:

-Diga, señor, cuántas yeguas se dan por el tratado.

-Pero, hombre -le observaba yo-, ¿qué tiene que ver la pregunta con eso?

-Nada, señor, conteste lo que yo le digo; yo le diré después cómo son éstos.

Era una comedia. Me hablaban de pitos y contestaba flautas. Y el resultado de cada diálogo era siempre el mismo:

-Bueno, lo que haga Baigorrita está bien hecho.

Mi compadre agachaba la cabeza en señal de asentimiento; y Camargo me decía entre dientes, como hombre que sabía el terreno que pisaba:

-No ve, señor, si lo que quieren es hacerle creer a Baigorrita que ellos también saben hablar.

No menos de cuatro horas duró la broma aquella. Poco a poco fueron desapareciendo los grandes dignatarios de la tribu. Por fin nos quedamos tête a tête con mi compadre. Me dijo entonces que todo el tratado le parecía bueno. Pero que deseaba saber quién le iba a entregar a él su parte. Le contesté que Mariano Rosas era quien debía hacerlo; que tanto él como Ramón lo habían apoderado para tratar. Convino en ello, y terminamos pidiéndome dejara bien arreglado con Mariano, que a su tribu le tocaba la mitad de todo lo que el gobierno iba a entregar, lo que prometí hacer.

Mi ahijado, el futuro cacique Lucio Victorio Mansilla, no se movió de mi lado mientras duró la conferencia. Viéndolo cabecear le acomodé la cabecita en el respaldo de mi asiento y se quedó dormido. Era hora de siesta. Me acosté sin decirle una palabra a mi compadre, y dormí hasta que el desasosiego me despertó. Mi cuerpo hervía.

Me levanté, salí del toldo y lo dejé a mi compadre fumando y haciéndose espulgar por una de sus chinas.

Cambié de ropa, y en tanto que me vestía pensaba que el plan soñado de hacerme proclamar emperador de los ranqueles bien valía la pena de aquellos sacrificios.

Murmuré: Lucius Victorius Imperator . Me pareció sonoro. Pero la onomancia me dijo: ¡Loco! Me miré la palma de la mano, consulté sus rayas, y la quiromancia me dijo, dos veces: ¡Loco! Vi cruzar una bandada de loros, observé su vuelo, y la ornitomancia me dijo, tres veces: ¡Loco!

La visión de la patria cruzó entre una nube de fuego por mi mente en ese instante, y viéndola tan bella me ruboricé de mis pensamientos y de no haber hecho hasta ahora nada grande, útil, ni bueno por ella. Mandé ensillar un caballo, y me fui a visitar a Caniupán.

Galopé media hora y llegué a su toldo.

Iba a echar pie a tierra, San Martín que me acompañaba, me dijo:

-Todavía no, señor, la costumbre es otra.

Salió un indio del toldo, y haciendo callar los perros, que habían sido los heraldos de nuestra aproximación, dijo:

-¡Buenas tardes, hermanos!

-¡Buenas tardes! -contestó San Martín.

-¿No quieren apearse? -añadió.

-Vamos a hacerlo -repuso San Martín.

Y dirigiéndose a mí:

-Ahora es tiempo, señor, apéese -me dijo.

Quise avanzar y me detuvo.

El indio dijo:

-Pase, adelante.

-Vamos, señor -me dijo San Martín, contestando:

-Ya vamos.

Quise manear mi caballo y San Martín me dijo:

-Todavía no.

-¿Por qué no atan los caballos? -dijo el indio.

-Vamos a hacerlo -contestó San Martín.

Y dirigiéndose a mí:

-Atemos, señor, los caballos y entremos.

Los atamos y entramos en el toldo.

Caniupán estaba sentado, se levantó, nos recibió con gran agasajo y nos hizo sentar.

-¿Vienen a quedarse?

-No, vengo por un rato -le contesté.

San Martín me explicó la pregunta. Si hubiera dicho que sí, en el acto habrían mandado desensillar mi caballo, las chinas o cautivas habrían hecho un lío del apero y lo habrían guardado como cosa sagrada.

Al toldo de un indio se acerca el que quiere. Pero no puede apearse del caballo, ni entrar en él sin que primero se lo ofrezcan. Una vez hecho el ofrecimiento, la hospitalidad dura una hora, un día, un mes, un año, toda la vida. Lo que entra al toldo es cuidado escrupulosamente. Nada se pierde. Sería una deshonra para la casa. Sólo de los caballos no responden. Sea conocido o desconocido el huésped, se lo previenen, diciéndole:

-Aquí ni lo de uno está seguro.

Y es la verdad.

El indio no rehúsa jamás hospitalidad al pasajero. Sea rico o pobre, el que llame a su toldo es admitido. Si en lugar de ser ave de paso se queda en la casa, el dueño de ella no exige en cambio del techo y de los alimentos que da -tampoco da otra cosa-, sino que en saliendo a malón le acompañen.

El toldo de Caniupán estaba perfectamente construido y aseado. Sus mujeres, sus chinas y cautivas, limpias. Cocinaron con una rapidez increíble un cordero, haciendo puchero y asado, y me dieron de comer.

El indio hizo los honores de su casa con una naturalidad y una gracia encantadoras. Me habría quedado allí de buena gana un par de días. Los cueros de carneros de los asientos y camas, las mantas y ponchos parecían recién lavados, no tenían una mancha, ni tierra ni abrojos.

Me presentó todas sus mujeres, que eran tres, sus hijos, que eran cuatro y varios parientes, excepto la suegra, que vivía con él, pero con la que según la costumbre no podía verse, porque, como me parece haber dicho antes, los indios creen que todas las suegras tienen gualicho , y el modo de estar bien con ellas es no verlas ni oírlas. Pasé un rato muy entretenido, comí un buen asado de cordero, excelente patai de postre, bebí un trago de aguardiente, y al caer la tardecita me despedí y me volví al toldo de Baigorrita.

A mi compadre lo encontré como lo había dejado, sentado y fumando. Unas chinas de los alrededores me esperaban de visita. Iban a dormir conmigo, es decir, a pasar la noche cerca de mi fogón, como lo hizo Villarreal con su familia cuando me tenían detenido a la orilla de la lagunita de Calcumuleu. Es una costumbre de la tierra.

Camargo no estaba. Unos indios amigos lo habían llevado a un baile esa tarde. Se había ido con mi permiso, sin pedírmelo.

Cuando pregunté por él me dijeron que había encargado me avisaran, que con mi permiso se había ido a divertir. Era un verdadero mensaje de gaucho. Mandé cebar mate y obsequié a mis visitas como correspondía. Eran cuatro, se habían puesto muy currutacas y las encabezaba una llamada María de Jesús Rodríguez, que hablaba el castellano como yo.

Su nombre derivaba del de su madrina. No era cristiana. Se me olvidaba decir que entre los indios el compadrazgo se establece sin necesidad de bautismo.

Pero dejemos a las visitas y vamos al fogón. El cuarterón conversa con mis ayudantes, oigo que dice que conoce a Julián Murga, y esto pica mi curiosidad.