Una excursión: Capítulo 32


El negro del acordeón y la música. Reflexiones sobre el criterio vulgar. Sueño fantástico. Lucius Victorius Imperator. Un mensajero nocturno de Mariano Rosas. Se reanuda el sueño fantástico. Mi entrada triunfal en Salinas Grandes. La realidad. Un huésped a quien no le es permitido dormir.


El negro no tardó en irse con la música a otra parte. Bendije al cielo.

Como poeta festivo, como payador, no podía rivalizar con Aniceto el Gallo ni con Anastasio el Pollo .

Ni siquiera era un artista en acordeón.

Yo tengo, por otra parte, poco desarrollado el órgano frenológico de los tonos, pudiendo decir, como Voltaire: La musique c'est de tous les tapages le plus supportable .

Es una fatalidad como cualquier otra, que me priva de un placer inocente más en la vida.

Te contaría a este respecto algo muy curioso, un triunfo de la frenología, o en otros términos, la historia de mis padecimientos infantiles por la guitarra.[ 2 ] Y te la contaría a pesar del natural temor de que me creyesen más malo de lo que soy; porque tengo la desgracia de ser insensible a la armonía.

Tú sabes, que según las reglas del criterio vulgar, no puede ser bueno quien no ama la música, las flores, aunque ame muchas otras cosas que embriagan y deleitan más que ellas.

Hay gentes que de buena fe creen que el sentimiento estético o del arte es inseparable de los hombres de corazón.

Tal persona que ama con locura la música, es, sin embargo, incapaz de un acto de generosidad.

Tal otra que gastaría cien mil pesos en un auténtico Rubens, no haría un sacrificio por el amigo más querido.

Esas gentes viven acariciando dulces errores, lo mismo que los que subordinan la moral al sentimiento, y hay que dejar a cada loco con su tema.

Pero semejante página sería demasiado íntima para agregarla aquí. Me resigno, pues, a suprimirla, sustrayéndome a la tentación de una confidencia personal ajena al asunto jefe.

Apenas me vi libre de quien inhumanamente me había arrancado de los brazos de Morfeo, volví a tenderme en mi duro y sinuoso lecho. Poco tardé en dormirme profundamente.

Saboreaba el suave beleño; soñaba que yo era el conquistador del desierto; que los aguerridos ranqueles, magnetizados por los ecos de la civilización, habían depuesto sus armas; que se habían reconcentrado formando aldeas; que la iglesia y la escuela habían arraigado sus cimientos en aquellas comarcas desheredadas; que la voz del Evangelio ahogaba las preocupaciones de la idolatría; que el arado, arrancándole sus frutos óptimos a la tierra, regada con fecundo sudor, producía abundantes cosechas; que el estrépito de los malones invasores había cesado, pensando sólo, aquellos bárbaros infelices, en multiplicarse y crecer, en aprovechar las estaciones propicias, en acumular y guardar, para tener una vejez tranquila y legarles a sus hijos un patrimonio pingüe; que yo era el patriarca respetado y venerado, el benefactor de todos, y que el espíritu maligno, viéndome contento de mi obra útil y buena, humanitaria y cristiana, me concitaba a una mala acción, a dar mi golpe de estado.

¡Mortal!, me decía, aprovecha los días fugaces.

¡No seas necio, piensa en ti, no en la Patria!

La gloria del bien es efímera, humo, puro humo. Ella pasa y nada queda. ¿No tienes mujer e hijos? Pues bien. ¿No te obedecen y te siguen, no te quieren y respetan estos rebaños humanos?

Pues bien.

¿No tienes poder, no eres de carne y huesos, no amas el placer? Pues bien.

Apártate de ese camino, ¡insensato!, ¡imprevisor, loco! ¡Escucha la palabra de la experiencia, hazte proclamar y coronar emperador! Imita a Aurelio I. Tienes un nombre romano. Lucius Victorius imperator sonará bien al oído de la multitud.

Yo escuchaba con cierto placer mezclado de desconfianza las amonestaciones tentadoras; ideaba ya si el trono en que me había de sentar, la diadema que había de ceñir y el cetro que había de empuñar, cuando subiera al capitolio, serían de oro macizo o de cuero de potro y madera de caldén, cuando una voz que reconocí entre sueños llamó a mi puerta diciendo:

-¡Coronel Mansilla!

No contesté de pronto. Reconocí la voz, la había oído hacía poco; pero no estaba del todo despierto.

-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir. Reinaba una profunda obscuridad en el desmantelado rancho donde me había hospedado; mis oficiales roncaban, como hombres sin penas; un ruido tumultuoso, sordo, llegaba confusamente hasta la nocturna morada. Me senté en la cama y paré la oreja, a ver si volvían a llamar, fijando la vista en un resquicio de la puerta, que era un cuero de vaca colgado.

-¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir.

Al fulgor de la luz estelar, columbré una cabeza negra, motosa, y entre dos fajas rojas, resaltando como lustrosas cuentas negras sobre el turgente seno de una hermosa, dos filas de ebúrneos dientes.

Era el negro del acordeón.

Para serenatas estaba yo.

Me hizo el efecto de Mefistófeles.

- ¡Vade retro, Satanás! -le grité.

No entendió. Ya lo creo. ¡Latín puro a esas horas y al lado del toldo de Mariano Rosas!

-Mi coronel Mansilla -fue su contestación.

-Vete al diablo -repliqué.

-Me manda el general Mariano.

-¿Y qué quiere?

-Manda decir, que "cómo le ha ido a su merced (textual) de viaje; que si no ha perdido algunos caballos; que cómo ha pasado la noche; que si ha dormido bien".

Me pareció una burla.

Me quedé perplejo un instante, y luego contesté.

-Dile que de viaje me ha ido bien; que caballos, Wenchenao me ha robado dos, que es un pícaro; que para saber cómo he pasado la noche y cómo he dormido, es menester que me dejen descansar y que amanezca.

Y esto diciendo, me coloqué horizontalmente haciendo una línea mixta con el cuerpo de manera que el hueso del cuadril y los hombros coincidieran con los hoyos de mi escabroso lecho. La cara desapareció.

Hacía frío, helaba en los primeros días de abril, tenía pocas cobijas, no era fácil conciliar el sueño bajo tales auspicios, tanteando en las tinieblas cogí la punta de algo que debía ser jerga o poncho, tiré y como quien pesca un cetáceo de arrobas, que se agarra en el fondo fangoso, despojé a un prójimo de una de sus pilchas .

Me la eché encima, me envolví, me acurruqué bien, me tapé hasta las narices y comencé a resollar fuerte, haciendo de mis labios una especie de válvula para que saliera el aliento condensado y crecieran los grados de la temperatura que circundaba mi transida humanidad.

Me estaba por dormir. Hay ideas que parecen una cristalización. Así no más no se evaporan. Veía como envuelta en una bruma rojiza la visión de la gloria.

El espíritu maligno se cernía sobre ella.

Yo era emperador de los ranqueles.

Hacía mi entrada triunfal en Salinas Grandes. Las tribus de Calfucurá me aclamaban. Mi nombre llenaba el desierto preconizado por las cien leguas de la fama. Me habían erigido un gran arco triunfal.

Representaba un coloso como el de Rodas. Tenía un pie en la soberbia cordillera de los Andes, otro en las márgenes del Plata. Con una mano empuñaba una pluma deforme de ganso, cuyas aristas brillaban como mostacilla de oro, chispeando de su punta letras de fuego, que era necesario leer con la rapidez del relámpago para alcanzar a descifrar que decían: mené , thekel , phares . Con la otra blandía una espada de inconmensurable largor, cuya hoja de bruñido acero resplandecía como meteoro, centelleando en ella diamantinas letras que era menester leer con la rapidez del pensamiento para adivinar que decían: In hoc signo vinces .

Por debajo de aquel monumento de egipcia estructura y proporciones, capaz de provocar la envidia sangrienta, la venganza corsa y el odio eterno de un faraón, desfilaba como el rayo, tirada por veinte yuntas de yeguas chúcaras, una carreta tucumana, cubierta de penachos, de crines caballares de varios colores y en cuyo lecho se alzaba un dosel de pieles de carnero.

En él iba sentado un mancebo de rostro pintado con carmín. ¡Era yo! Manejaba la ecuestre recua con un látigo de cháguara que no tenía fin, al grito infernal de: ¡ pape satán ! ¡ pape satán alepe ! Mi traje consistía en un cuero de jaguar; los brazos del animal formaban las mangas, las piernas, los calzones, lo demás cubría el cuerpo y, por fin, la cabeza con sus colmillos agudos adornaba y cubría mi frente a manera de antiguo capacete. La cola no sé qué se había hecho. Un ser extraño, invisible para todos, menos para mí, quería ponerme una paja. Yo le miraba como diciéndole: basta de atavíos, y él vacilaba y me seguía sin saber qué hacer.

Una escolta formada en zigzags, me precedía, cubriéndome la retaguardia. Indígenas de todas las castas australes se veían allí: ranqueles, puelches, pehuenches, picunches, patagones y araucanos. Los unos iban en potros bravos, los otros en mansos caballos, éstos en guanacos, aquéllos en avestruces, muchos a pie, varios montados en cañas, infinitos en alados cóndores.

Sus armas eran lanzas y bolas; sus trajes mixtos, a lo gaucho, a la francesa, a la inglesa, a lo Adán los más. Cantaban un himno marcial al son de unas flautas de cañuto de grueso carrizo, y las palabras Lucius Victorius Imperator , resonaban con fragor en medio de repetidas ¡¡¡ba-ba-ba-ba-ba-ba-ba-ba!!!

Nuevo Baltasar, yo marchaba a la conquista de una ciudad poderosa, contra el dictamen de mis consejeros, que me decían: Allí no penetrarás victorioso jamás; porque sus calles están empedradas con enormes monolitos y cubiertas de pantanos, por donde es imposible que pase tu carreta.

Tenaz, como soy en sueños, no quería escuchar la voz autorizada de mis expertos monitores. Me había hecho aclamar y coronar por aquellas gentes sencillas, había superado ya algunos obstáculos en mi vida; ¿por qué no había de tentar la empresa de luchar y vencer una civilización decrépita?

Por otra parte, yo había nacido en esa egregia ciudad y ella iba a enorgullecerse de verme llegar a sus puertas, no como Aníbal a las de Roma, sino cual otro valiente Camilo.

Por aquí iba, medio despierto, medio dormido, cuando volvieron a hacerme sentar en la cama, llamando a mi puerta.

-¡Coronel Mansilla!

-¿Qué hay? -pregunté.

El malhadado negro contestó:

-Dice el General que cómo ha pasado la noche.

-Hombre, dile que mañana le contestaré.

El mensajero contestó no pude percibir qué.

Una baraúnda repentina ahogó su voz.

Volvía yo a estudiar qué postura se adaptaría más a la cama que me habían deparado las circunstancias y esperaba no ser interrumpido otra vez. ¡Quimera!

Mi verdadera bestia negra había ido y vuelto.

-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel Mansilla! -me gritó.

-¿Qué quieres? -le contesté con mal humor, sin moverme.

-Aquí está el hijo del General.

Esto era ya más serio.

Me incorporé.

-¿Qué se ofrece, hermano? -pregunté.

-Dice mi padre que vaya -me contestó.

-¿Que vaya, ahora?

-Sí.

Llamé a Carmen, mi fiel ministril; le pedí agua para lavarme, luz, peine, un cepillo de dientes, todo cuanto podía ser un pretexto para demorarme y ganar tiempo, a ver si venía el día.

Oía el ruido de la orgía nocturna, y no me hacía buen estómago la idea de tomar parte en ella a obscuras.

Según mi costumbre en campaña, dormía vestido, desnudándome de día por la higiene y otras yerbas.

De un salto estuve en pie.

Carmen trajo luz, un candil de grasa de potro, agua, peine, cuanto le pedí, haciendo un viaje para cada cosa, como que tenía que revolver las alforjas para hallarlas.

Hice mi estudiosa toilette , lo más despacio que pude.

Mientras tanto, varios curiosos, ebrios a cual más, llegaron a mi puerta y estuvieron observando.

Como tardase en salir del rancho, presentóse una nueva diputación. La componían dos hijos de Mariano. Tomó la palabra el mayor de ellos y me dijo:

-Dice mi padre, que cómo está, que cómo le va, que cómo ha pasado la noche, que cuándo va, que está medio caldeado y tiene ganas de rematarse con usted.

Contesté con la mayor política, agradeciendo tantas atenciones, y asegurando que no tardaría en presentármele al General.

Tardé más en limpiarme los dientes, que en lustrar un par de botas granaderas.

El negro explicaba como perito aquella operación.

El muy pillo había sido esclavo de no recuerdo qué estanciero del sur de Buenos Aires, soldado del general Rivas, desertor, y conocía bien los usos y costumbres de los cristianos civilizados.

Decía que eso que yo hacía era para que nunca se me cayeran los dientes.

Los apostrofaba a los indios de ¡ustedes son muy bárbaros!, tocaba su infernal acordeón, cantaba, bailaba al compás de él y me apuraba diciéndome de cuando en cuando: ¡Vamos, vamos mi amo!

Al fin tuve que obedecer, y digo obedecer, porque lo que hice no fue otra cosa.

Tenía tanta gana de tomar aguardiente como de hacerme cortar una oreja.

Salí del rancho, dejando a mis compañeros dormidos como piedras. El padre Moisés roncaba más fuerte que todos. El padre Marcos se había alojado en el rancho de Ayala.

La noche estaba fría, el día lejano aún. Las estrellas brillaban con esa luz diáfana del invierno. El campo, cubierto por la helada, parecía salpicado de piedras finas. Un gran fogón moribundo ardía en la enramada del Cacique. Apiñados unos sobre otros, lo rodeaban varios montones de indios achumados . Muchos caballos ensillados estaban con la rienda caída, inmóviles, donde los habían dejado el día antes. Mariano Rosas, con una limeta en una mano y un cuerno en la otra se tambaleaba junto con otros entre los mansos animales. Armaban una algarabía, y entre yapaí y yapaí , resonaba frecuentemente el nombre del coronel Mansilla.

Escoltado por el negro y por los hijos de Mariano y los curiosos, llegué a donde ellos estaban.

Al verme, hicieron lo que todos los borrachos que no han perdido completamente la cabeza, pretendieron disimular su estado.

Mariano Rosas me echó un discurso en su lengua, que no entendí, y fue muy aplaudido. Comprendí, sin embargo, que había hablado de mí en términos lo más cariñosos, porque mientras peroraba, varias voces dijeron: ¡Ese cristiano bueno, ese cristiano toro!

Terminó haciéndome un yapaí .

Bebió él primero, según se estila.

Apuraba el cuerno, cuando una voz muy simpática para mí, me dijo al oído.

-Aquí estoy yo, mi coronel, no tenga cuidado; y su comadre Carmen está allí en la enramada haciendo que duerme, para escuchar todo.

Era Miguelito.

Le estreché la mano, y tomé el cuerno lleno de licor que me pasaba Mariano.