Una excursión: Capítulo 28


Teoría sobre el ideal. Miguelito continúa contando su historia. Cuadro de costumbres.


Toda narración sencilla, natural, sin artificios ni afectación, halla eco simpático en el corazón.

El ideal no puede realizarse sino manteniéndonos dentro de los límites de la naturaleza.

¿O no existe, o no es verdad?

¿O no hay belleza plástica: rasgos, líneas, forma humana perfectas?

¿O no hay belleza aérea: accidentes, fenómenos fugitivos, perfección moral?

Miguelito me había cautivado.

Era como una aparición novelesca en el cuadro romántico de mi peregrinación; de la azarosa cruzada que yo había emprendido devorado por una fiebre generosa de acción, con una idea determinada, y digo determinada, porque siendo la capacidad del hombre limitada, para hacer algo útil, grande o bueno, tenemos necesariamente que circunscribir nuestra esfera de acción.

Viendo el tinte de tristeza que vagaba por su simpática fisonomía, lo dejé un rato replegado sobre sí mismo, y cuando la nube sombría de sus recuerdos se disipó, le dije:

-Continúa, hijo, la historia de tu vida; me interesa.

Miguelito continuó.

-Yo no vivía con mis padres; ellos estaban sumamente pobres, y yo había gastado cuanto tenía por la libertad de mi viejo. Tuve que irme a vivir con la familia de Regina.

"Los primeros tiempos anduve muy bien con mi mujer.

"Mis suegros me querían y me ayudaban a trabajar, prestándome dinero, me cuidaban y me atendían.

"Al principio todos los suegros son buenos. ¡Pero después!

"Por eso los indios tienen razón en no tratarse con ellos.

-¿Conoce esa costumbre de aquí, mi Coronel?"

-No, Miguelito. ¿Qué costumbre es ésa?

-Cuando un indio se casa, y el suegro o la suegra van a vivir con él, no se ven nunca, aunque estén juntos. Dicen que los suegros tienen gualicho .

"Fíjese lo que entre en un toldo y verá cómo cuelgan unas mantas para no verse el yerno con la suegra.

-Vaya una costumbre, que no anda tan desencaminada -exclamé para mis adentros, y dirigiéndome a mi interlocutor-: Continúa -le dije.

Miguelito murmuró:

-Son muy diantres estos indios, mi Coronel -y prosiguió así:

"Al poco tiempo no más de estar casado con la Regina, ya comenzó mi familia a andar como mi padre y mi madre.

"Todos los días nos peleábamos- parecíamos perros y gatos.

"Y en todas las riñas que teníamos se metía mi suegro, algunas veces mi suegra, siempre dándole la razón a la hija.

"Cuando la sacaba mejor tenía que salirme de la casa, dejando que me gritasen pícaro, calavera, pobretón.

"Me daba rabia y no volvía en muchos días; me lo llevaba comadreando por ahí, y era peor.

"Así es el mundo.

"De yapa, cuando volvía, como la Regina estaba mal acostumbrada, porque los padres la aconsejaban, no quería ser mi mujer.

"Me daba rabia y poco a poco le iba perdiendo el cariño.

"Es verdad que como la Dolores me recibía siempre de noche, a escondidas de sus padres, que viéndome casado nada sospechaban de nuestros amores, ya no tenía mucha necesidad de ella.

"Al hombre nunca le falta mujer, mi Coronel, como usted no ignora...

"Ya ve aquí; tiene uno cuantas quiere.

"Lo que suele faltar es plata.

"En habiendo, compra uno todas las que puede mantener. Mariano Rosas tiene cinco ahora, y antes ha tenido siete. Calfucurá tiene veinte. ¡Qué indio bárbaro!"

-¿Y tú, cuántas tienes?

-Yo no tengo ninguna, porque no hay necesidad.

-¿Cómo es eso?

-Sí; aquí la mujer soltera hace lo que quiere.

"Ya verá lo que dice Mariano de las chinas y cautivas, de sus mismas hijas. ¿Y por qué cree entonces que a los cristianos les gusta tanto esta tierra? Por algo había de ser, pues."

Me quedé pensando en las seducciones de la barbarie; y como había tiempo para enterarme de ellas y quería conocer el fin de la historia empezada, le dije:

-¿Y te arreglaste al fin con tus suegros y con tu mujer propia?

-Me arreglaba y me desarreglaba. Unos tiempos andábamos mesturados; otros, yo por un lado, ellos por otro.

"Por último, Regina se había puesto muy celosa; porque, no sé cómo, supo mis cosas con la Dolores.

"Hasta me amenazó una vez con que me había de delatar.

"Aquello era una madeja que no se podía desenredar y a más habían dado en la tandita de hablar mal de mi madre, de modo que yo los oyera. Decían que ella era mi tapadera y yo la del juez.

"Una noche casi me desgracié con mi suegro.

"Si no es por Regina, le meto el alfajor hasta el cabo, por mal hablado.

"Era una picardía: porque mi madre, mi Coronel, era mujer de ley.

"Trabajaba como un macho todo el día, y rezar era su vida.

"Como sucede siempre en las familias, nos compusimos. Pero de los labios para afuera. Adentro había otra cosa.

"Yo prudenciaba, porque mi madre me decía siempre:

"Tené paciencia, hijo".

-¿Y la Dolores? -le pregunté.

-Siempre la veía, mi Coronel -me contestó.

-¿Y cómo hacías?

-Ahorita le voy a contar, y verá todas las desgracias que me sucedieron.

"Yo iba casi todas las noches obscuras a casa de la Dolores.

"Saltaba la tapia y me escondía entre los árboles de la huerta, y allí esperaba hasta que ella venía.

"Mi caballo lo dejaba maneado del lado de afuera.

"Cuando la Dolores venía, porque no siempre podía hacerlo, nos quedábamos un largo rato en amor y compañía, y luego me volvía a mi casa.

"Un día mi madre me dijo:

-Hijo, ya no lo puedo sufrir a tu padre; cada vez se pone peor con la chupa; todo el día está dale que dale con el juez. Me ha dicho que si viene esta noche lo ha de matar a él y a mí. Y yo no me atrevo a despedirlo; porque tengo miedo de que a ustedes les venga algún perjuicio. Ya ves lo que sucedió la vez pasada. Y ahora con las bullas que andan, se han de agarrar de cualquier cosa para hacerlos veteranos.

"Con esta conversación me fui muy pensativo a ver a la Dolores.

"Estuvimos como siempre, desechando penas.

"Nos despedimos, salté la tapia, desmanié mi flete, monté, le solté la rienda y tomó el camino de la querencia al trotecito.

"Yo iba pensando en mi madre, diciendo: -Si le habrá sucedido algo; mejor será que vaya para allá -cuando el caballo se paró de golpe.

"El animal estaba acostumbrado a que yo me apeara en el camino a prender un cigarrito, en un nicho en donde todas las noches ponían una vela por el alma de un difunto.

"Me desmonté.

"El nicho tenía una puertita.

"Hacía mucho viento.

"Fui a abrirla antes de haber armado el cigarro y se me ocurrió que si se apagaba la luz, no lo podría encender.

"La dejé cerrada hasta armar bien.

"Acabé de hacerlo, abrí la puerta y teniendo el caballo de la rienda con una mano y empinándome porque el nicho estaba en una peña alta, encendía el cigarro con la derecha cuando, zas, tras, me pegaron un bofetón.

"Solté la rienda, el caballo con el ruido se espantó y disparó; yo creí que era el alma del difunto, que no quería que encendiera el cigarro en su vela; me helé de miedo y eché a correr asustado, sin saber lo que me pasaba, sin ocurrírseme de pronto que no era un bofetón lo que había recibido, sino un portazo dado por el viento.

"Corría despavorido y había enderezado mal. En lugar de correr para mi casa, que quedaba en las orillas, corría para el pueblo. La noche estaba como boca de lobo. Se me figuraba que me corrían de atrás y de adelante. De todos lados oía ruido; nunca me he asustado más fiero, mi Coronel.

"A llegar a las calles del pueblo, la sangre se me iba calentando y veía claro en la obscuridad y oía bien.

"Muchas voces gritaban.

-¡Por allí!, ¡por allí!

-¡Cáiganle!, ¡dénle!

"Al doblar una cuadra me topé con unos cuantos, que no tuve tiempo de reconocer.

"Hice alto.

-¿Quién es usted? -me preguntaron.

-Miguel Corro -contesté.

-¡Maten! ¡maten! -gritaron.

"Hicieron fuego de carabina, me dieron sablazos y caí tendido en un charco de sangre. Por suerte no me pegaron ningún balazo. De no, ahí quedo para toda la siega."

Y esto diciendo, Miguelito cayó en una especie de sopor, del que volvió luego.

-¿Y...? -le dije.

-Al día siguiente -prosiguió- me desperté en el cuerpo de la guardia de la partida. No podía ver bien, porque la sangre cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme y no pude.

"Me limpié la cara, poco a poco fui viendo luz. Me habían puesto en el cepo del pescuezo y de los pies. Ya sabe cómo son los de la partida de policía, mi Coronel: los más pícaros de todos los pícaros y los más malos.

"Todo ese día no vi a nadie ni oí más que ruido de gente que entraba y salía. Estarían tomando declaraciones.

"A la noche entró una partida y me tiró una tumba de carne. No tuve alientos para comerla. Me estaba yendo en sangre.

"Como tenía las manos libres, me rompí la camisa, hice unas tiras y medio me até las heridas, que eran en la cabeza y en la caja del cuerpo. Estaba cerca de un rincón y alcancé a sacar unas telas de araña. ¡Quién sabe de no cómo me va!

"Pasé una noche malísima; ¡cuando no me despertaban los dolores, me despertaban los ratones o los murciélagos! ¡Qué haber de bichos, mi Coronel! Los ratones me comían las botas y los murciélagos me chupaban los cuajarones de sangre.

"Al otro día, reciencito, me sacaron del cepo, y me llevaron entre dos a donde estaba el juez.

"Me preguntaron que cómo me llamaba, que cuantos años tenía y otras cosas más.

"Me preguntaron que de dónde venía la noche que me aprehendieron, y por no comprometer a la Dolores eché una mentira. Dije que de casa de mi madre. Fue para perjuicio.

"Se me olvidaba decirle que el juez no era el que yo conocía, el que visitaba a mi madre, causante de tantos males en mi casa, sino otro sujeto del Morro.

"Ese día no me preguntaron más. Al otro me tomaron otras declaraciones, y al otro, otras, y así me tuvieron una porción de tiempo, incomunicado, dándome a mediodía una tumba de carne y un guámparo de agua.

"Yo estaba medio loco, nada sabía de mi madre, ni de mi padre, ni de mi mujer, ni de la Dolores. Creía que no se acordaban de mí y me daban ganas de ahorcarme con la faja.

"Por fin, una noche escuché una conversación del centinela con no sé quién, y supe que yo había muerto al juez. Así decía. Y decían también que si no me fusilaban, me destinarían. Yo no entendía nada de aquel barullo.

"Un día, el soldado de la partida que me daba de comer y beber, me hizo una seña, como diciéndome: tengo algo que decirle.

"Le contesté con la cabeza, como diciendo: ya entiendo.

"Más tarde entró y me dijo: -Manda decir la hija de don... que si necesita dinero que le avise.

"Temiendo que fuera alguna jugada que me quisieran hacer, contesté: -Déle las gracias, amigo.

"Y cuando el policía se iba a ir, le dije: -Me hace un favor, paisano: ¿me dice por qué estoy preso?

-Eso lo sabrá usted mejor que yo.

-¿Sabe usted si está en su casa mi padre, Miguel Corro?

-Sí, está.

-¿Y mi madre?

-También.

-¿Y dónde lo han muerto al juez?

-Cerca de la casa de usted, pues. ¿Para qué quiere hacerse el que no sabe? ¡No ve que ya está todo descubierto!

"Me quedé confuso, no le pregunté nada más, y el hombre se fue.

"A los pocos días me pusieron comunicado.

"Mi madre fue la primera persona que vi. ¡No le decía, mi Coronel, que era una santa mujer!

"Por ella supe lo que había. Llorando me lo contó todo. ¡Pobrecita! Mi padre había muerto, de celos, al juez. Pero nadie sino ella lo había visto. Y a mí me creían el asesino, porque me habían hallado corriendo a pie, por las calles del pueblo, a deshoras.

"Mi vieja estaba muy afligida. Decía que decían, que me iban a fusilar y que eso no podía ser, que yo qué culpa tenía.

"Yo le dije:

-Mi madrecita, yo quiero salvar a mi padre.

"Ella lloraba...

"En ese momento entró uno de la partida y dijo:

-Ya es hora de retirarse. Se va a entrar el sol.

"Nos abrazamos, nos besamos, lloramos; mi vieja se fue y yo me quedé triste como un día sin sol.

"Me prometió volver al día siguiente, a ver qué se nos ocurría".

Esto dijo Miguelito, y como quien tiene necesidad de respirar con expansión para proseguir, suspiró... lágrimas de ternura arrasaron sus ojos.

Me enterneció.