Una excursión: Capítulo 24
- ¡Qué hacer cuando no hay más remedio! Cuál era el objeto de esta otra parada. Pretensiones de la ignorancia. Las brujas. Saludos y regocijos. Qué sucedía mientras tenía lugar el parlamento. Agitación en el toldo de Mariano Rosas. Las brujas vieron al fin lo mismo que el cacique. Cómo estaba formado éste. Qué es Leubucó y qué caminos parten de allí. Echo pie a tierra. Vítores.
Hay situaciones en que una indicación, por más política que sea, tiene todo el carácter de una orden militar.
¿Qué había de hacer, cuando con la mayor finura araucana me insinuaron que, a pesar de hallarme ya a tiro de pistola del toldo suspirado, debía detenerme un rato más?
Claro está, conformarme.
Permanecimos a caballo, en el mismo orden de formación que llevábamos.
Aquella parada a última hora, inopinada, que no había formado parte del programa imaginario de nadie, tenía en el ceremonial de la corte de Mariano Rosas un gran significado.
En las paradas anteriores, el objeto real había sido, unas veces, ganar tiempo hasta que se tranquilizara la multitud, otras veces, cumplir con los deberes oficiales y sociales de la buena crianza y cortesía.
Esta vez el cacique mayor, los caciques secundarios, los capitanejos, los indios de importancia -como se estila en Tierra Adentro- querían verme un rato de cerca, antes de que echara pie a tierra, estudiar mi fisonomía, mi mirada, mi aire, mi aspecto; asegurarse, por ciertas razones fundamentales, de mis intenciones, leyendo en mi rostro lo que llevaba oculto en los repliegues del corazón.
Y querían hacer esto, no sólo conmigo, sino con todos los que me acompañaban, inclusive los dos reverendos franciscanos, santos varones, incapaces de arrancarle las alas a una mosca.
En medio de su disimulo y malicia genial y estudiada, los salvajes y los pueblos atrasados en civilización tienen siempre algo de candorosos.
Ellos creen cosa muy fácil engañar al extranjero.
El orgullo de la ignorancia se traduce constantemente, empezando por creer que se sabe más que el prójimo.
La ignorancia tomada individual o colectivamente es la misma en sus manifestaciones: falsamente orgullosa y osada.
Mariano Rosas creyó engañarme.
Estábamos al habla, con tal de esforzar un poco la voz, y siguiendo el plan conocido me destacó un embajador.
Ni una palabra de mi lengua entendía éste.
Era calculado.
Se buscaba que sin apelación me valiera del lenguaraz hasta para contestar sí o no.
Así duraba más tiempo la exposición de mi persona y séquito; se nos examinaba prolijamente.
Y mientras se nos examinaba, las viejas brujas, en virtud de los informes y detalles que recibían, descifraban el horóscopo leyendo en el porvenir, relataban mis recónditas intenciones y conjuraban el espíritu maligno, el gualicho.
Habló el representante de Mariano Rosas.
Las coplas fueron las consabidas, con el agregado de que se alegraba tanto de verme llegar bueno y sano a su tierra; que estaba para servirme con todos sus caciques, capitanejos e indios, que aquél era un día grande, y que, en prueba de ello, oyese.
Al decir esto, hacían descargas con carabinas y fusiles unos cuantos cristianos andrajosos, entre los que se distinguía un negro, especie de Rigoletto ; quemaban cohetes de la India en gran cantidad y prorrumpían en alaridos de regocijo.
Yo contestaba con toda la afabilidad de un diplomático, por el órgano de mi lenguaraz, que a su turno se dirigía a un representante que me había designado Caniupán, mi estatua del Comendador, desde el instante en que nos movimos de Calcumuleu.
Multiplicando los dos interlocutores principales, a cual más, sus razones, so pena de desacreditarse ante el concepto de la opinión pública, que estaba allí congregada, no había remedio, los saludos duraban tanto como un rosario.
Después que fui saludado, cumplimentado y felicitado, me pidieron permiso para hacerlo con los franciscanos, que por el hecho de andar a mi lado, de ver mis atenciones con ellos y, sobre todo, porque llevaban corona , eran reputados mis segundos en jerarquía.
Concedí el permiso, y vino un diálogo como los que ya conocemos, con su multiplicación de razones, con sus últimas sílabas prolongadas a más no poder, y en el que resonaron con mucha frecuencia los vocablos: chao , padre; uchaimá , grande; chachao , Dios, y cuchauentrú , que también quiere decir Dios, con esta diferencia: chachao responde a la idea de mi padre y cuchauentrú , a la del omnipotente , literalmente traducido significa hombre grande de cucha y uentrú.
Los franciscanos contestaron evangélicamente ofreciendo bautizar, casar y salvar todas las almas que quisieran recurrir al auxilio espiritual de ministerio.
Felizmente los intérpretes no entendieron muy bien sus apostólicas razones, y no pudieron multiplicarlas tanto como la concurrencia lo habría deseado.
En pos de los franciscanos vinieron mis oficiales, para cuyo efecto me pidieron también la venia.
A ese paso, iban a ser interrogadas, saludadas y agasajadas hasta las mulas que llevaban las cargas.
Este artículo del ceremonial se hizo hablando uno de mis oficiales por todos, según me lo indicó Mora.
Se redujo todo a lo sabido, razones elevadas a la quinta potencia, en medio de la mímica oratoria más esforzada.
En tanto que estos parlamentos tenían lugar, muchos indios viejos, de extraño aspecto, giraban en torno mío y de los míos, con aire misterioso, callados, cejijunto el rostro y como estudiando a los recién llegados y la situación. Se iban y venían, tornaban a irse y volvían a venir, llevándoles lenguas a las brujas, que hacían el exorcismo, y a las cuales iba el pellejo, o la vida, si por alguna casualidad, incongruencia o nigromancia acontecía una desgracia como enfermarse, morirse un indio o un caballo de estimación.
Las tales adivinas acaban sus días así, sacrificadas, si no tienen bastante talento, previsión o fortuna para acertar.
A cada triquitraque las llaman y consultan.
Para ir a malón, consulta; para saber si lloverá habiendo seca, consulta; para saber de qué está enfermo el que se muere, consulta. Y si los hechos augurados fallan, ¡adiós, pobre bruja!, su brujería no la salva de las garras de la sangrienta preocupación: muere. No obstante, es un artículo abundante entre los indios, prueba evidente de que el charlatanismo tiene su puesto preferente en todas partes: pronosticar el destino de la humanidad y de las naciones, aunque la civilización moderna es más indulgente. Nosotros mandaremos guillotinar a Mazzini, es un gritón menos de la libertad; pero a los que hacen el milagro de la extravasación de la sangre de San Jenaro, no.
Una indescriptible agitación reinaba en el toldo de Mariano Rosas. Indios y chinas a pie y a caballo, iban y venían en todas direcciones. Algo extraordinario acontecía, que se relacionaba conmigo.
Llamó mi atención.
Pregunté impaciente a Mora qué sería. No pudo satisfacerme. El mismo lo ignoraba. Después supe que las viejas brujas habían andado medio apuradas. Sus pronósticos no fueron buenos al principio. Yo era precursor de grandes e inevitables calamidades: gualicho transfigurado venía conmigo.
Para salvarse había que sacrificarme, o hacer que me volviera a mi tierra con cajas destempladas. Como se ve, todas las brujas son iguales: la base de la nigromancia está en la credulidad, en el miedo, en los instintos maravillosos, en las preocupaciones populares.
Pero Mariano Rosas no quería sacrificarme, ni que me volviera como había venido, sin echar pie a tierra en Leubucó.
Los recalcitrantes, los viejos, los que jamás habían vivido entre los cristianos, los que no conocían su lengua, ni sus costumbres, los que eran enemigos de todo hombre extraño, de sangre y color que no fuera india, creían en los vaticinios de las brujas.
Pero ya lo he dicho. Mariano Rosas, que a fuer de cacique principal sabía más que todos, no participaba de sus opiniones.
Se les previno, pues, a las brujas, que estudiasen mejor el curso del sol, la carrera de las nubes, el color del cielo, el vuelo de las aves, el jugo de las yerbas amargas que masticaban, los sahumerios de bosta que hacían: porque el cacique, que veía otra cosa , quería estrecharme la mano, y abrazarme, convencido de que gualicho no andaba conmigo, de que yo era el coronel Mansilla en cuerpo y alma.
Mariano Rosas estaba formado en ala, frente a mí, como a unos cincuenta pasos. A su izquierda tenía a Epumer, su hermano mayor, su general en campaña. Por un voto solemne, aquél no se mueve jamás de su tierra, no puede invadir, ni salir a tierra de cristianos. Después de Epumer, seguían los capitanejos Relmo, Cayupán, otros más, y entre éstos Melideo, que quiere decir cuatro ratones , de meli , cuatro, y deo , ratón.
Es costumbre entre los ranqueles ponerse nombres así, y nótese que digo nombres, no apodos ni sobrenombres. El uno se llama como dejo dicho, el otro se llamará "cuatro ojos", éste "cuero de tigre", aquél "cabeza de buey", y así.
En seguida de los capitanejos, ocupaban sus puestos varios indios de importancia, luego alguna chusma y por fin algunos cristianos de la gente de un titulado coronel Ayala que fue de Saa, extraviado político, pero que no es mal hombre, que me trató siempre con cariño y consideración.
Estos cristianos estaban armados de fusil y carabina, que no brillaban por cierto de limpios, y eran los que con gran apuro y dificultad hacían las salvas en honor mío. Ayala los dirigía. El padre Burela, que, como se sabe, había llegado de Mendoza dos días antes que yo, con un cargamento de bebidas y otras menudencias para el rescate de cautivos, también andaba por allí, ocupando un puesto preferente. Jorge Macías, condiscípulo mío en la escuela del respetable y querido señor don Juan A. de la Peña, cautivo hacía dos años, andaba el pobre como bola sin manija.
La morada de Mariano Rosas consistía en unos cuantos toldos diseminados y en unos cuantos ranchos, construidos por la gente de Ayala, en un corral y varios palenques.
Leubucó es una laguna sin interés, quiere decir agua que corre , leubú , corre, y co , agua. Queda en un descampado a orilla de una ceja de monte, en una quebrada de médanos bajos. Los alrededores de aquel paraje son tristísimos, es lo más yermo y estéril de cuanto he visto; una soledad ideal.
De Leubucó arrancan caminos, grandes rastrilladas por todas partes. Allí es la estación central. Salen caminos para las tolderías de Ramón que quedan en los montes de Carrilobo ; para las tolderías de Baigorrita, situadas a la orilla de los montes de Quenque ; para las tolderías de Calfucurá en Salinas Grandes; para la Cordillera, y para las tribus araucanas.
Yo he recogido, a fuerza de mafia y disimulo, muchos datos a este último respecto, que algún día no lejano publicaré para que el país los utilice. Y digo con maña y disimulo, porque entre los indios, nada hay más inconveniente para un extraño, para un hombre sospechoso, como debía serlo y lo era yo, que preguntar ciertas cosas, manifestar curiosidad de conocer las distancias, la situación de los lugares a donde jamás han llegado los cristianos, todo lo cual se procura mantener rodeado del misterio más completo. Un indio no sabe nunca dónde queda el Chalileo, por ejemplo; qué distancia hay de Leubucó a Wada. La mayor indiscreción que puede cometer un cristiano asilado es decirlo.
Me acuerdo que en el río Cuarto, queriendo yo obtener algunos datos sobre la población de los ranqueles, le hice cierto número de preguntas a Linconao, que tanto me quería, delante de Achauentrú. Como aquél contestara bastante satisfactoriamente, éste, con tono airado, le amenazó diciéndole en araucano: que cuando regresase a Tierra Adentro, le diría a Mariano Rosas que era "un traidor que había estado hablando esas cosas conmigo", y dirigiéndose a los demás indios circunstantes, añadió: "Ustedes son testigos". Yo, ¡qué había de entender!, lo supe por mi lenguaraz. Mora me lo dijo en voz baja, rogándome que no lo comprometiera y que no continuara el interrogatorio, que suspendí, quedando poco más enterado que antes.
Los conjuros terminaron, el horóscopo astrológico dejó de augurar males, las águilas no miraron ya para el sur, sino para el norte -lo que quería decir que vendría gente de adentro para afuera , no de afuera para adentro, o en otros términos, qué no habría malón de cristianos, que nada había que temer-.
La hora de recibirme había llegado.
¡Ya era tiempo!
Un enviado salió de las filas de Mariano Rosas y me dijo, siempre por intérprete:
-Manda decir el general que eche pie a tierra con sus jefes y oficiales.
-Está bien -contesté.
Y eché pie a tierra, junto conmigo los cristianos e indios que me seguían. Y a ese tiempo se oyó un hurra atronador y un viva al coronel Mansilla.
Yo contesté, acompañándome todo el mundo:
-¡Viva Mariano Rosas!
-¡Viva el presidente de la República!
-¡Vivan los indios argentinos!
Había verdadero júbilo, los tiros de carabina y de fusil no cesaban, ni los cohetes, ni la infernal gritería, golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.
Jorge Macías vino a mí y me abrazó llorando.
Como no me habían hecho ninguna indicación, me quedé junto a mi caballo, después de desmontarme.
Ya estaba aleccionado.
Hubo otro parlamento.
Lo volveré a repetir: no es tan fácil como se cree llegar hasta hacerle un salam-alek a Mariano Rosas.