Una excursión: Capítulo 25
- Gracias a Dios. Empieza el ceremonial. Apretones de mano y abrazos. De como casi hube de reventar. Por algo me había de hacer célebre yo. ¿Qué más podían hacer los bárbaros?
Mucho me había costado llegar a Leubucó y asentar mi planta en los umbrales de la morada de Mariano Rosas.
Pero ya estaba allí, sano y salvo, sin más pérdidas que dos caballos, sin más percances que el susto a inmediaciones de Aillancó, a consecuencia de la extraña y fantástica recepción del cacique Ramón.
Haber pretendido otra cosa habría sido querer cruzar el mar sin vientos ni olas: andar en las calles de Buenos Aires en verano sin polvo, en invierno sin lodo, lavarse la cara sin mojársela: o como dice el refrán, comer huevos sin romper cáscaras.
Me parece que tenía por qué conceptuarme afortunado, o en términos más cristianos, por qué darle gracias al que todo lo puede, como en efecto lo hice, exclamando interiormente: ¡Loado sea, Dios! Con el caballo de la brida, esperaba indicaciones para adelantarme a saludar a Mariano Rosas, pasando en revista los personajes que tenía al frente, aunque afectando una gran indiferencia por cuanto me rodeaba.
Todos los bárbaros son iguales; ni les gusta confesar que no han visto antes ciertas cosas, cuando éstas llaman su atención; ni que los que penetran sus guaridas, hallen raro lo que en ellas ven.
En el Río Cuarto yo me solía divertir mostrándoles a los indios un reloj de sobremesa, que tenía despertador, un barómetro, una aguja de marear óptica, un teodolito y un anteojo.
Miraban y miraban con intensa ojeada los objetos, y como quien dice: eso no llama tanto como usted cree mi atención, me decían: "Allá en Tierra Adentro mucho lindo teniendo".
Un indio, que debía ser algo como paje del cacique, habló con Mariano Rosas, y en seguida con Caniupán, mi inseparable campañero.
Este a su turno habló con Mora.
Mi lenguaraz, siguiendo la usanza, me dijo:
-Señor, dice el general Mariano que ya lo va a recibir; que quiere darle la mano y abrazarlo; que se dé la mano con sus capitanejos y se abrace también con ellos, para que en todo tiempo lo conozcan y lo miren como amigo, al hombre que les hace el favor de visitarlos, poniendo en ellos tanta confianza.
Pasando por los mismos trámites, fue despachado el mensajero con un recadito muy afectuoso y cordial.
Mora volvió a conversar con Caniupán, y me dijo después:
-Señor, dice Caniupán que ya puede adelantarse a darle la mano al general Mariano; que haga con él y con los demás que salude, lo mismo que ellos hagan con usted .
-Y qué diablos van a hacer conmigo? -le pregunté.
-Nada, mi coronel, cosas de los indios, así es en esta tierra -me contestó.
-Supongo que no será alguna barbaridad -agregué.
-No, señor; es que han de querer tratarlo con cariño; porque están muy contentos de verlo y medio achumados -repuso.
-Pero, poco más o menos, ¿qué me van a hacer? -proseguí.
-Es que han de querer abrazarlo y cargarlo -respondió.
-Pues si no es más que eso -murmuré para mis adentros-, no hay que alarmarse -y como cuando grita uno a los que acaudilla en un instante supremo, ¡adelante! ¡adelante! ¡caballeros! -dije mirando a mis oficiales y a los dos franciscanos, que estaban hechos unas pascuas, sonriéndose con cuantos los miraban-: Vamos a saludar a Mariano.
Avancé, me siguieron, llegamos a tiro de apretón de manos del Cacique y comenzó el saludo.
Mariano Rosas me alargaba la mano derecha, se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro izquierdo, lo abracé.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando un grito estentóreo; lo cargué y suspendí, dando un grito igual.
Los concurrentes, a cada una de estas operaciones, golpeándose la boca abierta con la mano y poniendo a prueba sus pulmones, gritaban: ¡¡¡aaaaaaaa!!!
Después que me saludé con Mariano, un indio, especie de maestro de ceremonias, me presentó a Epumer.
Nos hicimos lo mismo que con su hermano en medio de incesantes y atronadores ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!!
Luego vino Relmo, igual escena a la anterior: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!! En seguida Cayupán,lo mismo: ¡¡¡aaaaaaaaaa!!!
En pos de éste, Melideo (alias) cuatro ratones , indio sólido como una piedra, de regular estatura; pero panzudo, gordo, pesado, ¿cómo quién?, como mi camarada Peña, el edecán del Presidente.
Aquí fueron los apuros para cargarlo y suspenderlo.
Mis brazos lo abarcaban apenas; hice un esfuerzo, el amor propio de hombre forzudo estaba comprometido, no alcanzarlo me parecía hasta desdoroso para los cristianos; redoblé el esfuerzo y mi tentativa fue coronada por el éxito más completo, como lo probaron los ¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!! dados esta vez con más ganas y prolongados más que los anteriores.
Aquello fue pasaje de comedia, casi reventé, casi se me salieron los pulmones, porque esto de tener que dar un grito que haga estremecer la tierra al mismo tiempo que el cuerpo se encorva, haciendo un gran esfuerzo para levantar del suelo un peso mayor que el de uno mismo, es asunto serio del punto de vista de la fisiología orgánica; pero que más que a todo se presta a la risa.
Imaginaos a Orión , a este querido amigo, de quien la biografía dirá algún día que tenía la impaciencia del bien, el sentimiento delicado de la amistad, todo el talento chispeante del porteño, y bajo la corteza de escéptico, por cierta inclinación al caricato, un corazón de oro; imaginaos, decía, a este amigo, en un día de público regocijo, el próximo 9 de Julio, verbigracia, en la Plaza de la Victoria, muy emperifollado con sus adornos de papel, cartón, lienzo y engrudo, subido sobre un tablado, luchando a brazo partido, en medio de las más risueñas algazaras de una turbamulta, por cargar y levantar a nuestro cofrade Hernández, ex redactor de El Río de la Plata cue , cuya obesidad globulosa toma diariamente proporciones alarmantes para los que,como yo, le quieren, amenazando a remontarse a las regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie; imaginaos eso, vuelvo a decir, tendréis una idea de lo que me pasó a mí durante mi faena hercúlea con Melideo, cumpliendo con el ceremonial establecido en la tierra donde me hallaba y con las leyes del orgullo de raza y de religión que me prohibían cejar un punto, dar un paso atrás, retroceder, aflojar en lo más mínimo.
¡Ah, si aquello se hubiera concluido con el abrazo de Melideo! ¡Pero qué! Después de Melideo vinieron otros y otros capitanejos; después de éstos varios indios de importancia; por conclusión, la chusma ranquelina y cristiana.
No se oía más que la resonación producida por la repercusión de los continuados gritos ¡¡¡aaaaaaa!!
Yo sudaba la gota gorda, mi voz estaba ronca como el eco de un gallo en frígida mañana de julio, mis fuerzas agotadas.
Se me figuraba que la atmósfera tenía mil grados sobre cero, que no era transparente, sino densa, como para cortarla en tajadas, pesaba sobre mí como una plancha de hierro.
No me moría de calor, de cansancio, de tanto gritar, porque Alá es grande, y nos sostiene y nos da energía, física y moral cuando habemos menester de ella, ¡tal es de bueno!
Mientras yo pasaba revista de aquellos bárbaros, me acordaba del dicho de Alcibíades: A donde fueres, haz lo que vieres, y rumiaba: ¡Te había de haber traído a visitar los ranqueles!
Al mejor se la doy, a abrazar cuatro veces, cargar y suspender otras tantas a cualquiera, gritando como un marrano ¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!!, no es cosa.
Pero cuando ese cualquiera llega a pesar nueve arrobas, tanto como Melideo; pero cuando hay que repetir la misma operación muscular y pulmonar ochenta o cien veces, el ejercicio es grave, y puede darle a uno títulos suficientes para ocupar algún día en el mausoleo de la posteridad un lugar preferente entre los gladiadores o luchadores del siglo XIX.
Por algo me había de hacer célebre yo, aunque las olas del tiempo se tragan tantas reputaciones.
Espero, sin embargo, que en esta tierra fecunda no faltará un bardo apasionado que cual otro don Alonso de Ercilla, cante: No las damas, no amor, no gentilezas, sino las loncoteadas de un pobre coronel y sus franciscanos.
Asuntos más pobres y menos interesantes he visto cantados en estos últimos tiempos por la lira de trovadores cuyos nombres no pasarán a remotos siglos, pero que son poetas, según el diccionario de la lengua, en una de sus varias acepciones que en este momento se me ocurre: "Cualquier titulado vate, bardo, trovador sin méritos para ello; cualquiera que versifica siquiera lo haga contra la voluntad de Dios y falseando las leyes del Parnaso".
Los franciscanos no fueron obligados más que a dar la mano; lo mismo mis oficiales; lo propio mis asistentes.
Muy cerca de una hora tardamos en abrazos, salutaciones y demás actos de cortesanía indiana.
Con el último indio que yo saludé, abracé y cargué gritando lo más fuerte que mis gastados pulmones lo permitieron ¡¡¡aaaaaaaaaaaa!!! se oyeron los postreros hurras y vítores de la multitud, que no tardó en desparramarse montando la mayor parte a caballo, entregándose a los regocijos ecuestres de la tierra, como carreras, rayadas , pechadas y piruetas de toda clase, por fin.
Yo estaba orgulloso, contento de mí mismo, como si hubiera puesto una pica en Flandes, no sólo por la energía y fortaleza de que había dado pruebas incontestables y señaladas, sino porque ciertas frases que oía vagar por la atmósfera hacían llegar hasta mi conciencia el convencimiento de que aquellos bárbaros admiraban por primera vez en el hombre culto y civilizado, en el cristiano representado por mí, la potencia física, dote natural que ellos ejercitan y que tanto envidian y respetan. De vez en cuando llegaban a mis oídos estos ecos: "Ese coronel Mansilla muy toro; ese coronel Mansilla cargando; ese coronel Mansilla lindo".
Y esto diciendo, un sinnúmero de curiosos se acercaban a mí, hasta estrecharme y no dejarme mover del sitio. Mirábanme de arriba abajo, la cara, el cuerpo, la ropa, el puñal de oro y plata que llevaba en el costado, mostrando su cabo cincelado, las botas granaderas, la cadena del reloj y los perendengues que pendían de ella; todo, todo cuanto llamaba por su hechura o color la atención. Y después de mirarme, bien, me decían alargándome la mano:
-Ese coronel, dando la mano, amigo. -Y no sólo me daban la mano, sino que me abrazaban y me besaban, con sus bocas sucias, babosas, alcohólicas, pintadas.
Idénticas demostraciones hacían con los oficiales, con los asistentes y con los franciscanos. Varias chinas y mujeres blancas cristianizadas, por no decir cristianas, se acercaban a éstos, se arrodillaban, y tomándoles los cordones les decían: "La bendición, mi padre". De veras, aquel recogimiento, aquel respeto primitivo me enterneció. ¡Qué cosa tan grande es la religión, cómo consuela, conforta y eleva el espíritu!
Los franciscanos dieron algunas bendiciones, y a poca costa hicieron felices a unas cuantas ovejas descarriadas o arrebatadas a la grey. El contento era general, ¡qué digo!, ¡universal!
Nadie, y eso que había muchísima gente achumada , nos faltó al respeto en lo más mínimo. Al contrario, caciques y capitanejos, indios de importancia y chusma, cristianos aislados y cautivos, todos, todos nos trataban con la más completa finura araucana. Francamente, nos indemnizaban con réditos de los malos ratos, hambrunas, detenciones e impertinencias del camino.
¿Qué más podían hacer aquellos bárbaros, sino lo que hacían?
¿Les hemos enseñado algo nosotros, que revele la disposición generosa, humanitaria, cristiana de los gobiernos que rigen los destinos sociales? Nos roban, nos cautivan, nos incendian las poblaciones, es cierto. ¿Pero qué han de hacer, si no tienen hábito de trabajo? ¿Los primeros albores de la humanidad presentan acaso otro cuadro? ¿Qué era Roma un día? Una gavilla de bandoleros, rapaces, sanguinarios, crueles, traidores.
¿Y entonces, qué tiene que decir nuestra decantada civilización? Quejarnos de que los indios nos asuelen, es lo mismo que quejarnos de que los gauchos sean ignorantes, viciosos, atrasados.
¿A quién la culpa, sino a nosotros mismos? Pero entremos al toldo de Mariano Rosas, quien antes de ofrecérmelo, me preguntó: ¿qué quería hacer con mis caballos, si hacerlos cuidar con mi gente o que él me los haría cuidar?, quien, preguntándome si mi gente había comido, y habiéndole contestado que no, llamó a su hijo Lincoln -por qué se llama así no sé- y le ordenó en castellano que carneara pronto una vaca gorda.
El toldo de Mariano Rosas, como todos los toldos, tiene una enramada; descansemos en ella hasta mañana, a fin de no alterar el método que me he propuesto seguir en el relato.
También conviene hacerlo así para que ni tú, Santiago amigo, ni el lector se hastíen, que lo poco gusta y lo mucho cansa, aunque a este respecto pueden dividirse las opiniones según sea el capítulo de que se trate.
¿Quién se cansa de leer a Byron, a Goethe, a Juvenal, a Tácito?
Nadie.
¿Y a mí?
Cualquiera.