XXII

Por la parte exterior de la celda corría poco antes algo que merece ser referido. La soledad y apartamiento de la Isla no eran tan grandes que estuviese a salvo de la curiosidad monjil aquella interesante parte del convento, y así como no hay bien que no tenga su sombra de mal, así la independencia que gozaba la de Aransis, tenía por enemigo el afán inquisitorial de una madre que habitaba en el ala opuesta del convento, frente a frente, claustro por medio, de la celda de Sor Teodora. Grandísima era la inclinación de la madre Montserrat a saber lo que hacían o dejaban de hacer las otras monjas, y ya corrompiendo con mimos y regalitos la discreción de las criadas, ya valiéndose de sus propios ojos, había logrado ser un archivo humano lleno de cuantos datos pudiera apetecer el autor que tuviese el capricho de escribir la historia íntima de aquella antigua casa. Hacía con tal disimulo sus pesquisas, y observaba con tal delicadeza y finura, que la mayor parte de las madres apenas notaban la presencia de aquel diligente alguacil aposentado en el extremo Norte del ala de Oriente.

Pero a ninguna de sus compañeras vigilaba con tanta gana y celo tan vivo como a Sor Teodora, la cual por su hermosura, por su orgullo y por antiguas rivalidades tenía cierto derecho divino a la fiscalización de la madre Montserrat, según opinión de esta misma. Bien puede afirmarse que los pasos de la de Aransis, sus entradas en la celda y en la cocina, sus paseos por la huerta, sus visitas al coro, ocupaban las tres cuartas partes del tiempo y del espíritu del alguacil de enfrente. Ponía este especial atención en la hora a que apagaba su luz la monja de la Isla; y cuando a las altas horas de la noche estaba la lámpara encendida, la Montserrat salía paso a paso de su celda, recorría la galería del ala de Oriente, pasaba después por el gran pasillo del cuerpo central del edificio, y recorriendo la galería del ala de Poniente se acercaba con pasos ligerísimos a la celda de su enemiga, y por un agujero, que allí habían hecho los ángeles sin duda, introducía su alma toda puesta en una mirada. Miraba como quien clava una aguja.

Algunas veces al retirarse después de esta inspección decía:

-Lo que yo me figuraba... Está leyendo novelas.

Otra noche al retirarse, se santiguó tres o cuatro veces, y poniendo cara de espanto, exclamó para sí:

-Nuestra Señora de Montserrat nos valga... Está con las tocas quitadas poniéndose flores en la cabeza y mirándose al espejo.

La atisbadora iba a su celda por el mismo camino. Sus pasos no se sentían: calzaba sus venerandos pies con alpargatas que parecían de plumas.

Aquella noche (nos referimos a la noche del caballero hambriento, que fue noche muy célebre en San Salomó) la de Montserrat hizo su viaje de inspección porque era cerca de la una y la celda de su víctima estaba iluminada. Era preciso tomar acta de este peregrino caso.

La monja aplicó su oreja a la puerta, y entonces... ¡por los sagrados clavos y las divinas llagas de Jesucristo!... Se quedó helada de espanto. No daba crédito a aquel su sentido acústico tan bien ejercitado y tan experto. El agujerillo de vigilancia parecía que se había agrandado. Adaptó la monja su ojo vidrioso... Miró, estuvo mirando un largo rato. ¡Cómo miraba! Creyó al principio que era alucinación; pero no, era realidad, realidad.

Echó a correr tambaleándose, porque sus caducas piernas vacilaban, cual si no pudieran sostener el formidable peso de su indignación. Se santiguó repetidas veces, elevó las flacas manos al cielo, movió la cabeza tan semejante a una calavera, y murmuró:

-Ya me esperaba yo esto... En esto habían de parar las locuras de esa mujer. ¡Piedad, Señor!

Dicen que la reverendísima estuvo a punto de dar en tierra con su esqueleto, tal era el pavor que sentía; pero ella sacó de su demacración senil las fuerzas que necesitaba para poder llegar hasta la madre abadesa y referirle un caso tan horroroso. Los minutos que tardó en llegar a la celda de la superiora, le parecieron siglos de infamia, de vilipendio para la orden de Santo Domingo.

La abadesa no estaba en su celda. Aquella buena señora que era la más rezona de las habitantes de la casa, acostumbraba dejar por las noches su angosto lecho y bajar al coro, donde estaba en oración largas horas, de rodillas sobre el mármol duro y frío, apoyando sus brazos en una silla que le servía de reclinatorio y sumido el espíritu en las honduras mareantes de la mística. Algunas monjas la imitaban en esta santa costumbre.

Entró la vieja en el coro, y a la luz incierta de la lámpara que alumbraba al Cristo, vio a la madre abadesa de rodillas. Acercose y le tocó en el hombro.

-¿Quién es? -dijo la abadesa con voz soñolienta.

La de Montserrat se arrodilló a su lado y se persignó con precipitación.

-Soy yo -repuso- que vengo a poner en conocimiento de...

-Ya... ya me lo figuro -dijo la madre abadesa incorporándose-. Yo también empezaba a alarmarme.

-¿Sabe usted lo que voy a decirle?...

-Sí... que se siente olor a madera quemada.

-No, no es eso.

-Hace un rato que sentí ese olor -afirmó la madre abadesa husmeando el aire-. ¿No siente usted?

-Fuego hay en el convento, pero es un fuego que no se ve.

-¿Qué me dice usted, señora?

-Dentro del convento ha entrado esta noche un hombre.

-Usted sueña, hermana... Pues no me queda duda... ¿No siente usted olor a quemado?

-Será que en las murallas han encendido alguna hoguera... Cuando pasan cosas graves, cuando el convento está profanado, deshonrado por la infamia y el sacrilegio, no conviene pensar en fruslerías.

La abadesa se levantó.

-¡Un hombre! Eso no puede ser -dijo con espanto.

Y al punto se puso a temblar.

-Un hombre, sí. ¿No sé yo lo que es un hombre?

-¿En dónde?

-En la celda de una religiosa.

La abadesa cesó de temblar y empezó a reír. El caso le parecía tan absurdo, tan inverosímil; estaba además tan acostumbrada a los ridículos terrores de Sor María Montserrat, que no pudo permanecer seria.

-Si a la abadesa de esta comunidad -dijo la delatora- le falta valor para llamar a la puerta de la celda donde se está consumando el horrendo sacrilegio, yo lo haré. No temo nada, no me importa que un asesino...

La monja no pudo continuar porque fue acometida de una tos muy fuerte.

-¡Oh!... sí, parece que hay humo aquí -dijo en tono de alarma.

Las dos monjas se acercaron a la reja que daba al altar mayor de la iglesia.

-¡Humo, humo!

Esta exclamación brotó a su tiempo de una y otra garganta. A la indecisa luz de la lámpara veíase una como niebla espesa que envolvía los abigarrados oropeles del altar churrigueresco.

Las dos monjas corrieron de aquella reja a otra que al claustro daba.

-¡Jesús de mi alma! -gritó la madre Montserrat llevándose las manos a la cabeza-. ¿Qué es esto?... Un hombre... dos hombres, tres hombres... les he visto correr por el claustro hacia la sacristía...

La abadesa se quedó tan aterrada que no pudo ni hablar ni moverse. Volvieron a asomarse a la reja de la iglesia. Una claridad tenue y rojiza llenaba el recinto sagrado permitiendo ver las imágenes, las colgaduras, los altares: era un aspecto siniestro y horripilante.

Las dos monjas corrieron hacia el claustro. Oyéronse los pasos precipitados de tres hermanas que bajaban. En el patio había también algo de humo. Corrieron todas a la puerta de la sacristía, la empujaron; estaba abierta. Cuando la puerta cedió las cinco madres lanzaron espantoso grito y retrocedieron de un salto. Por la puerta salió una bocanada, un chorro, una manga formidable de humo negro, espeso, resinoso y en el fondo del centro oscuro vieron las llamas que brillaban y extendían sus rojas lenguas por las paredes.

Todo San Salomó no tuvo más que una voz para gritar:

-¡Fuego!... ¡Fuego!