XXI

-En la otra celda de la Isla... en el cuarto de la leña... en la sacristía... no, mejor será en la iglesia... no, en la iglesia no... En la covacha del hortelano... no, en la torre... ¿por qué no en la iglesia?... dentro de uno de los altares...

Estas palabras dichas por Sor Teodora de Aransis, con la voz apagada, los ojos fijos en el suelo y un dedo sobre el labio inferior, demostraban la gran vacilación de su alma. Iba nombrando los distintos lugares donde el caballero podía esconderse, pero tan pronto como los nombraba los desechaba, por no ofrecer la seguridad absoluta que el caso requería. El problema era dificilísimo; pero la dama se aplicaba a él con la constancia y el ardor de un buen matemático. Después de indicar varios sitios apuntando en seguida sus inconvenientes, miró al caballero y le dijo:

-Verdaderamente no hay en la casa paraje alguno donde no pueda usted ser descubierto. Si no se tratara más que de la noche, fácil sería... pero usted quiere estar oculto toda la noche y todo el día de mañana...

-Hasta que se vayan esos salvajes de Navarra.

La venerable madre, demostrando un interés que contrastaba un tanto con su anterior desvío, volvió a enumerar los distintos rincones de San Salomó.

-Hay aquí al lado una celda que no tiene uso -dijo-. Nadie entra en ella... pero la madre priora guarda la llave... y si se le antoja entrar... la madre priora tiene el don de hacer las cosas cuando menos falta hacen... Suele venir a mi cocina que está entre las dos celdas, y si siente ruido... o si se le antoja... porque tiene unos antojos muy ridículos...

-Y recibo la visita de esa respetable señora... En tal caso procuraré que no tenga quejas de mi cortesía.

-Quite usted allá, hombre de Dios -exclamó la dama mostrando por segunda vez al caballero su linda dentadura-. De todos modos es preciso que usted me deje sola lo más pronto posible... Bien podría suceder que cualquier hermana pasase por aquí y viese un hombre en mi celda... En tal caso resultaría muy mal recompensada mi generosidad.

-No pasará eso, señora. Las buenas madres duermen. Dios vela su sueño y los ángeles de la guarda impedirán que este acto caritativo sea descubierto y mal interpretado por la malicia.

-Mucho confío en el amparo de los ángeles de la guarda y en la bondad de Dios -dijo la señora- pero lo mejor es que salga usted de aquí.

Estaban sentados los dos el uno frente al otro junto a la mesa central de la celda, y la luz de la lámpara iluminaba de lleno ambos rostros.

-Nadie que esto viera -añadió la monja contemplando a su huésped con curiosa fijeza- podría interpretarlo como lo que es realmente, como un acto caritativo... ¡Cuántos juicios equivocados se forman en el mundo! ¡Cuántas personas inocentes son víctimas de la maledicencia!...

-Pero hay un juez que todo lo sabe, y que nunca se equivoca en sus sentencias. A ese hay que apelar despreciando los vanos juicios de los hombres, inspirados siempre en el odio o la envidia... Pero no quiero mortificar por más tiempo a mi bienhechora, permaneciendo aquí.

Se levantó.

-Estaba pensando -dijo la madre- que pudiendo trepar por una ventanilla que está sobre la puerta de la sacristía, podría usted ocultarse fácilmente en el camarín. Hay allí mil objetos... Pero no: el sacristán ha dado ahora en la manía de arreglar aquello y todo el día está revolviendo trastos... ¿Dónde, Jesús Sacramentado, dónde?... Déjeme usted pensar.

Apoyó la frente en la palma de la mano. El caballero se sentó de nuevo y esperó las decisiones de su ángel bienhechor. Después de largo rato el caballero no oyó más que un suspiro.

-¿No halla usted mi salvación, reverenda madre? -dijo al fin Servet.

-¿Qué? -exclamó bruscamente ella como si fuera arrancada de una meditación profunda.

-Lo mejor será que no se mortifique usted más por este desgraciado. Si Dios ha decidido ampararme esta noche nadie lo podrá impedir.

El caballero volvió a levantarse.

-Yo creo -dijo Teodora en tono de lástima y melancolía- que Dios no le abandonará a usted si son ciertas, como creo, esas cristianas ideas que ha manifestado. El que confía en Dios nuestro Señor y amantísimo padre, será salvo.

-Tantas, tantísimas veces me ha librado de inmensos peligros, que he llegado a creerme invulnerable, y siento un valor muy grande para acometer los trances difíciles y arriesgados. Mi secreta confianza en Dios me ha sostenido durante mi juventud, la más borrascosa que puede imaginarse, por las pasiones, los trabajos, las sorpresas, los compromisos, las penalidades, los triunfos y las caídas que en ella ha habido, y es tal mi vida, reverenda madre, que yo mismo me recreo echando una ojeada hacia atrás y mirando esas turbulentas páginas ya pasadas.

La idea de una vida agitada, fatigosa, llena de pasiones y sobresaltos, de dolores y alegrías contrastaba de tal modo con la idea que Sor Teodora tenía de su propia juventud, la más monótona, la más solitaria, la más desabrida de todas las juventudes posibles, que la dama ilustre sintió vivo interés ante aquella existencia que se le presentaba como un drama vivo. Su discreción era tanta que pudo disimular aquel interés y curiosidad ansiosa, diciendo:

-La juventud del día vive en locos afanes. No dudo que la de usted habrá sido y será de las más desasosegadas.

El huésped se sentó.

-La mayor desgracia de mi vida -dijo- ha sido siempre no poseer lo que amo y amar todo lo que no puedo poseer, corriendo siempre detrás de cosas imposibles.

-Ese mal parece muy común.

El caballero dio su opinión sobre esto, y Sor Teodora se admiró de observar en sí cierta cosa inexplicable, así como un deseo de saber toda la vida del intruso hasta en sus más escondidos repliegues. Despertaba en ella interés semejante al de una novela de la cual se han leído algunas páginas que anuncian escenas conmovedoras. Después de doce años de convento había sentido la reverenda madre un brusco llamamiento de la vida exterior y mundana, de toda aquella vida que había puesto juntamente con sus magníficos cabellos, a los pies del Esposo. Ella se asombraba de no estar todo lo horrorizada que debía estar en presencia de un extraño, y se admiraba de oír con agrado, más que con agrado, con simpatía la conversación del caballero desconocido.

Pero lo escandaloso de su situación revelósele después de un momento de tristeza meditabunda en que se creyó libre, sin tocas, en el siglo, rodeada de afectos nobles, en consorcio honrado y cariñoso con toda clase de personas. Fue una visión breve y risueña, y tras la visión vino un sobresalto y un grito de la conciencia semejante al alarido del centinela que da el «quién vive».

Levantándose bruscamente, dijo:

-Esto no puede seguir. Salga usted y escóndase donde pueda... ¡No parece sino que estoy tonta!

El caballero se dispuso a obedecer. El reló de la ciudad dio la una.

Sor Teodora abrió cautelosamente la puerta y examinó la galería y el claustro para ver si reinaba soledad absoluta. Sus sentidos experimentaron impresión extraña. Tuvo miedo, lanzó una ligera exclamación. Servet acercose a ella y vio que aspiraba el aire fuertemente, cual si no bastándole sus ojos y oídos, quisiera explorar con el olfato.