XXIII

Propagose con fulminante rapidez, siendo de notar que parecía haber comenzado por dos puntos distintos; por la sacristía y por las habitaciones ruinosas llenas de retama y trastos viejos que estaban debajo de la Isla. Es difícil distinguir los incendios de casualidad de los de intención. La primera sabe remedar a la segunda, y esta tiene a veces bastante destreza para disfrazarse de inocencia... Pero no pueden hacerse consideraciones dentro de un convento que se quema y en presencia de veintiséis pobrecitas mujeres, contando religiosas y sirvientes, aprisionadas entre llamas y que por ninguna parte hallarán salida si no las favorece el vecindario.

Las llamas entraron en la iglesia y agarrando la primera cortina que hallaron a mano junto al altar escalaron la pared. Como bocas hambrientas que hallan pan, clavaron sus voraces dientes en la vieja madera de los altares; de un soplo devoraron el apolillado tisú y las secas flores que adornaban las imágenes; subieron más culebreando; de una manotada hicieron estallar todos los vidrios, entraron fuertes corrientes de aire, y entonces engordando súbitamente los horribles dragones de fuego estrecharon en sus mil brazos ondulantes las vigas de la techumbre.

Por otra parte, la sacristía que era centro y raíz principal del incendio, enviaba llamas por el pasillo que conducía al locutorio, mientras el fuego que salía de las crujías bajas del ala izquierda trepaba a las galerías incendiando las celdas altas. Felizmente la escalera estaba libre y, aunque muy cargada de humo, permitía a las monjas bajar al claustro. La invasión de la sacristía por el fuego no permitía tocar la campana; pero los vecinos de Solsona vieron pronto aquella claridad horrible y la columna de humo que coronaba a San Salomó como una aureola infernal. Todas las campanas de la ciudad se desgañitaban y se levantaron los habitantes todos, para correr en auxilio de las madres dominicas.

El incendio era de esos que no habrían cedido ante los aparatos modernos, formidable artillería de agua que servida por los bomberos suele abatir baluartes de fuego en las ciudades de hoy. ¿Qué podrían hacer contra aquel infierno los diligentes vecinos y los guerrilleros navarros llevando cubos de agua? Pronto se conoció que serían inútiles todos los esfuerzos para salvar la fundación del señor marqués de San Salomó y no hubo más que un pensamiento: salvar a las pobres madres.

No se sabe por dónde entraron los primeros que fueron a auxiliar a la comunidad; lo cierto es que cuando algunos vecinos rompieron a hachazos la puerta del locutorio y entraron en el claustro, vieron que dentro del convento había ya gente ocupada en salvar lo que se podía. Sin duda aquellos hombres habían entrado antes que el fuego imposibilitase el paso de la sacristía al claustro.

El aspecto de este y del patio era espantoso. Bajaban llorando las pobres monjas, y no hubo santo alguno que no fuera invocado entre gritos, lamentos, congojas, interjecciones de horror. Veíanse las blanquinegras figuras corriendo y bajando al claustro, como rebaño de ovejas acosadas por el lobo. Algunas habían salido de sus celdas sin acabar de vestirse, porque el fuego no les había dado tiempo para más. Ponían otras gran empeño en salvar su ajuar, y hacían subir a los vecinos o trataban ellas mismas de arrostrar la atmósfera de humo para sacar algunos objetos. Otras más filosóficas, creían que después de perdida la casa, nada merecía ser salvado.

Los hombres a quienes la catástrofe había abierto las puertas del sagrado asilo, sacaron de las celdas lo que se podía salvar y lo arrojaban desde la galería alta. Las llamas avanzaban y no fue posible continuar en aquella tarea. Un calor horroroso, suficiente a dar idea perfecta de las penas del Infierno, impedía a todo ser vivo permanecer más tiempo en el claustro y aun en la huerta. Era preciso salir, abandonar para siempre aquellos benditos muros que el Demonio había tomado para sí expulsando a las esposas de Jesucristo. Había monja a quien esta idea afligía más que el peligro de morir asada. Dos de aquellas infelices que estaban enfermas en cama fueron sacadas en brazos y en una de ellas pudo tanto el miedo que expiró en el claustro.

La confusión crecía. Había allí hombres diversos, paisanos y militares, yendo y viniendo sin entenderse. Todos mandaban, nadie obedecía. Cada cual obraba según su valor, su generosidad o su iniciativa. Hubo quien se echó a cuestas a dos monjas y quiso salir con ellas cuando aún no habían bajado todas. Hubo quien propuso un premio al que entrara en la iglesia para salvar de las llamas el símbolo de la Eucaristía, sin que apareciese un héroe decidido a afrontar la muerte por empresa tan santa. Hubo quien intentó salir por la puerta del locutorio; pero esto era imposible. Las llamas se habían extendido ya por el pasillo y el humo era tan denso que no había medio de dar un paso en el locutorio.

Las monjas se llamaban unas a otras como para reconocerse y recontarse.

-Madre Transfiguración, ¿está usted ahí?

-Sí, el Señor me ha dejado vivir, ¿y Sor Melitona de San Francisco?

-La he visto hace un momento... ¿Se ha salvado la Madre Rosa de San Pedro Regalado?...

-Sí, ahí está...

-Sor Ana, ¿está usted aquí?... Sor Ana.

-Allá está... Se ha empeñado en salvar sus colchones, y por tales pingajos han estado a punto de perecer dos hombres.

-Hay personas muy imprudentes.

-¿Y la madre Montserrat?

-Aquí estoy, hija, más muerta que viva -repuso la voz cavernosa que salía al parecer de una calavera-. Por más que me vuelvo loca no puedo averiguar dónde está Sor Teodora de Aransis.

La flaca monja entraba y salía de grupo en grupo, como una serpiente que culebrea resbalando entre la yerba.

-¿Está Sor Teodora de Aransis?

-Repito que no lo sé... No está aquí, ni allí, ni allá.

-¡Jesús Sacramentado! ¿Si se habrá quedado en su celda...?

-¡Calle usted, tonta!... ¡por las sagradas llagas!... ¡Si hemos subido y hemos encontrado la celda vacía!... y los restos de un festín. ¡Es particular!... ¡Y el incendio ha sido intencionado! ¡Aquel hombre!... no me queda duda de que él, él...

-¡Sor Teodora! ¡Sor Teodora!...

-Es preciso salir al momento, no puede perderse un minuto. A fuera, señoras -gritó un hombre moreno, bien plantado, con uniforme militar, el cual había logrado a fuerza de golpes, bramidos y empellones imponer su voluntad en medio del gran tumulto.

¡Gracias a Dios, al fin había alguien que mandara en aquel desconcierto!

-¡Que se cae la pared del claustro! -gritó una voz terrible y de agonía.

-¡A fuera, a fuera!

Fue preciso abrir con grandísimo trabajo un boquete en la tapia de la huerta, con espacio suficiente para dar salida a la comunidad, siempre que esto se hiciera con orden. El hombre moreno, coronel de ejército y jefe de los voluntarios navarros y aragoneses, designó un plazo para aquella operación y la hizo ejecutar a sablazos. Trabajaban con ardorosa fiebre picoteando el ladrillo con azadones, palas, barras, clavos; con cuanto había. No había concluido la obra importante, cuando el coronel sintió que le sacudían fuertemente el brazo. Volviose y vio una monja que no parecía sino la estampa de la muerte.

-Señor coronel -dijo el espectro-. Señor coronel, el incendio ha sido intencionado. Yo sé quién es el perverso que ha hecho esta gran bellaquería.

-¿Quién?... ¿Dónde está?

El espectro extendió su brazo blanco que parecía un bastón metido en la funda de una almohada y señaló a un hombre vestido de payés y con un brazo vendado, el cual en aquel instante arrojaba una herramienta de las que habían servido para abrir el boquete y se deslizaba por él, ávido de poner sus pies en la calle.

Dando un rugido, Carlos Navarro gritó:

-¡A ese... ese... que se escapa!... ¡Zugarramundi... ahí va... cuidado... es él!...

La roja claridad que iluminaba las caras, daba a esta escena un aspecto de extraordinario pavor.

La gritería que fuera sonaba no permitió conocer lo que pasó; pero sin duda los deseos del jefe quedaron satisfechos, porque se abalanzó a la tronera y retirose después diciendo:

-Muy bien, compañeros... No pensé que Dios me lo depararía esta noche... Bien decía yo que se había metido aquí... ¿Con que también incendiario? ¡Horrible conjunto de crímenes!... Ahora, señoras, salgamos. Mucho orden... digo que mucho orden... Esta noche le voy a romper la cabeza a uno.

Colocó un grupo fuera de la tronera y otro grupo dentro. No eran como dos ejércitos, sino como dos partidas de juego de pelota. Los de dentro cogían en brazos una dominica y por el boquete la entregaban en los brazos de los que estaban fuera. Parecía que echaban niños en el torno de una casa de expósitos. Nunca falta un bufón en las más terribles escenas de la vida, y allí hubo uno que al echar fuera una monja, decía: «Ahí va otra carta al correo».

Pocas hubo que hicieran dengues y repulgos al verse entre brazos de hombres; pero el susto, el horror, el peligro, no permitieron a las más de ellas entretenerse en gazmoñerías. Cuando todas estuvieron fuera, se reunieron en apretado grupo; no sabían andar, no sabían a dónde ir. La más tranquila era la muerta, a quien echaron fuera como un saco. Aunque se incendiase el mundo todo, aquella nada podría decir. Unas se arrojaban sin aliento en el suelo; otras lloraban a lágrima viva, otras hablaban todas a un tiempo, haciéndose preguntas, expresando con una observación breve, con un vocablo suelto, con una articulación indefinible el pánico, el azoramiento, la turbación de aquel instante.

-¿Estamos todas?

-Una, dos, tres, cuatro...

-¿Y a mí no me cuentan? También estoy aquí.

-Tengo una mano abrasada... ¡Jesús mío, qué dolor tan vivo!

-Mirad cómo está mi hábito; y gracias que la Santísima Virgen me libró de morir achicharrada.

-Estuvo en un tris que me quedase en la escalera hecha carbón.

-Ya sabéis que no gusto de enredos. Por la salvación de mi alma, que cuando subimos había en la celda restos de un festín... pero de un festín opíparo.

-Contemos otra vez... dos, tres...

-Pues sí que falta una.

-Su celda estaba vacía, vacía, vacía... La luz apagada... Yo le había visto antes, y su cara se me quedó en la memoria ¡qué terror! Tenía el brazo vendado y la manga subida.

-El único zapato que pude ponerme se me perdió en la huerta...

-Yo dormía profundamente, cuando sentí un ruido infernal, abrí los ojos, vi la claridad... ¡El divino Jesús nos valga!

-Ya no queda duda. Con la muerta somos veintiuna; con las cuatro criadas veinte y cinco.

-¡Falta una, falta una!

-¿Sería yo capaz de decir una cosa por otra?... Un hombre, un hombre. ¡Horripilante suceso! ¿Por qué nos quemaría nuestra casa ese malvado?

-Yo también digo que el convento ha sido incendiado por una mano alevosa.

-¡Falta una!

-¡Qué horrible aspecto presenta nuestra casa!... Adiós, San Salomó, vivienda querida, vivienda adorada, adiós para siempre.

-Adiós, San Salomó. Señor, Padre Nuestro, pues tú lo has querido, sea. Pobres debemos ser y pobres seremos.

-¡Bendito sea el poder de Dios!

-No puedo mirar a San Salomó... Me muero de aflicción.

-Ánimo, hermanas mías. El Señor lo ha querido así; tengamos resignación.

-Yo le vi, yo le vi.

-¿A dónde vamos?

-¿Estamos todas?

-No, no, que falta una.

-Falta una.

-Una.