IV
Un recuerdo (1893)
de Dimitrios Vikelas
traducción de Antonio Rubió y Lluch
V

No recuerdo fijamente si estaba despierto ó adormecido, cuando oí abrir de repente la puerta del camarote de enfrente. Levanté la cabeza y vi al padre de la joven, apartando el rojo cortinaje de detrás de la puerta y que, pálido y lleno de angustia, dirigía los ojos al departamento del servicio.

—¿Puedo serviros en algo? pregunté. ¿Qué queréis?

—¡El médico!... Mi niña...

Subí corriendo al puente. El camarote del doctor estaba junto á la máquina. El viento soplaba con furia; la espuma de las olas caía como una lluvia violenta; a duras penas pude llegar a la puerta, á la cual llamé repetidamente hasta que al fin se oyó mi voz.

—¿Quién hay?

—Un enfermo que os llama.

—¡Ah! ¡ya supongo! Entrad. Abrió entonces la puerta. No se había desnudado. Echó su abrigo sobre sus espaldas, tomó de encima su despacho una caja con algunos remedios y salimos, acompañándole hasta la puerta del camarote. EI viejo abrió así que nos oyó venir, cogió al médico por el brazo, le metió dentro del cuarto y aseguró bien la puerta.

Me senté en el mismo sitio y aguardé largo tiempo. El buque avanzaba sin cesar; el mar rugía y se rompía contra sus costados. Todas las maderas rechinaban y en medio del ruido espantoso é inquieto del temporal, se oía el acompasado latido de la máquina que luchaba con los elementos. Sólo en el camarote de la enferma reinaba un silencio extraordinario.

—¿Qué pasaría allí? ¿Qué sucedería? Y al pensar esto apreté mis manos con angustia.

¿Por qué mi existencia entera se reconcentraba entonces allí? ¿ Por qué mis Ojos fijaban en la imagen ausente de la pálida figura de la enferma y mi pecho se oprimía¿ ¿Qué de común había entre yo y ella?

¡Oh! Y cuánto deseaba que se calmara la tempestad. No sé lo que hubiera dado entonces por algunos momentos de calma, pero las olas continuaban sacudiendo furiosamente el buque y el movimiento no cesaba. Pasaba á todo esto el tiempo sin que pudiera saber lo que sucedía detrás de aquel ligero tabique que me separaba del lecho de la paciente y sin oir el menor ruido, ni siquiera el de su débil tos. Mas yo paraba atención con la esperanza de oírla todavía. Reinaba en el salón un silencio profundo. Los pasajeros estaban echados ó dormidos. Sólo delante de mi sabía que no había ni calma ni sueño, y sin embargo también allí el silencio era grande.

¡Por fin se abrió la puerta! Se abrió y apareció la vieja criada con el semblante bañado en lágrimas, apartando la cortina para dejar pasar al médico que tenía las cejas fruncidas y el rostro sombrío. No le dirigí una pregunta, ni pronuncié una palabra. ¡Comprendí que todo había acabado!

—¡Cómo! ¡Todavía estáis aquí! me dijo en voz baja, y me llevó á su camarote.

Á medio día entramos en el puerto de Civitavecchia. No desembarqué allí, sino que me quedé á bordo.

Hacia la tarde, el padre, llevando en sus brazos el cuerpo inanimado de su hija, como lleva una madre al hijo dormido, bajó la escalera del buque. Un largo velo blanco cubría el cadáver, envolviéndolo de los piés á la cabeza.

El viejo no lloraba, pero la expresión de su semblante marcaba un dolor muy profundo. El médico y la vieja mujer, ahogando sus sollozos, le seguían.

Encima del puente, los pocos testigos de aquel conmovedor cortejo siguieron con la vista la fúnebre lancha, hasta que la ocultaron junto al muelle los demás navíos anclados en el puerto.