II
Un recuerdo (1893)
de Dimitrios Vikelas
traducción de Antonio Rubió y Lluch
III
IV

CUANDO el buque salió del puerto y el fresco de la brisa del mar comenzó á hacerse más sensible, la vieja criada con cariñoso cuidado echó encima de los pies y de las espaldas de la joven recostada algunos abrigos. El tiempo era magnífico, aun cuando por la parte de poniente el horizonte ennegrecido anunciaba que aquella calma no continuaría; pero la amenaza que aquellas nubes ocultaban era lejana todavía, y el vapor rasgaba un mar sin olas, rizado apenas por el soplo de una ligera brisa. Sólo las dos ruedas, turbando la calma de las aguas, señalaban detrás de nosotros la superficie del mar con una doble línea de espumas escalonadas.

¡Oh! y como hubiera deseado acercarme á la paciente, dirigirle algunas pocas frases de simpatía, extender el abrigo hasta el extremo del piececito, que, desde lejos veía descubierto, sostener su almohada cuando volvía la cabeza hacia la tierra que se alejaba para contemplar el cráter del volcan coronado de humo! El taburete en que acababa de sentarse el médico estaba vacío junto á ella, pero no me atrevía á acercarme.

El tiempo transcurría lentamente, el sol se acercaba á su ocaso v el aire por momentos iba refrescando. La criada se levantó, se inclinó hacia la joven y le murmuró al oído algunas palabras con aire de humilde ternura. La enferma volvió hacia ella lentamente su mirada. No dijo una sola palabra, pero la expresión de sus ojos parecía decir: «¡Déjame aquí: quiero ver todavía el mar, el cielo y el sol poniente!» El padre tomó afectuosamente su mano entre las suyas y le habló con acentos suaves que tenían tono de súplica.

Entonces la joven se levantó penosamente, haciendo un esfuerzo, sin poder moverse por sí sola. La sostuvieron por ambos lados el viejo y la criada ayudaron sus pasos vacilantes sobre el puente.

Mientras se levantaba, uno de sus guantes cayó inadvertidamente de los pliegues de su vestido. Me incliné, lo recogí y adelantándome se lo di á la sirvienta. La enferma me vió é inclinando graciosamente la cabeza, con dulce sonrisa en sus descoloridos labios, me dió las gracias en italiano y empezó de nuevo á toser. Me retiré conmovido.

La fatiga que le produjeron aquellos pocos pasos, suspendida casi del brazo de su padre, su tos seca y sorda manifestaban todavía más que su palidez el grado de su debilidad. La enfermedad estaba adelantada, mu y adelantada. En vano su desgraciado padre la había llevado desde su país del Norte para recobrar la salud bajo el sol del medio día; la vida dejaba gradualmente aquel gracioso cuerpo. ¿Mas por qué dejaban Nápoles para dirigirse de nuevo al Norte? ¡Tal vez el viejo, perdida toda esperanza, quería devolver su hija, viva todavía, á los brazos de una madre que la aguardaba con angustia en su lejano hogar, ó deseaba quizás verla morir allí donde su madre había muerto y enterrarla cerca de su esposa, en la misma tumba en que él quería descansar!