Un recuerdo (1893)
de Dimitrios Vikelas
traducción de Antonio Rubió y Lluch
I
II

HAN pasado desde entonces muchos años. Yo era muy joven y por primera vez viajaba solo. Iba á Francia pasando por Italia. En aquella época los viajes eran más difíciles, más costosos, y al mismo tiempo más largos de lo que lo son hoy día. Los vapores no surcaban los mares con la misma velocidad ni eran tan numerosos corno ahora, sino que se detenían en los distintos puntos, dando tiempo á los viajeros para visitar las ciudades por que pasaban, siempre y cuando (se comprende) tuviesen los pasaportes en regla y fuera permitida la libre comunicación. Ni tampoco los ferrocarriles, abreviando las distancias, unían todavía las ciudades de Europa. Por mar ó por tierra el viajero caminaba sin prisas, teniendo tiempo de respirar, de descansar y de satisfacer su curiosidad. ¡Y con qué curiosidad se viaja cuando uno es joven y cuando se ve por vez primera un mundo nuevo y desconocido! Todo entonces provoca la admiración y exalta la fantasía. ¡Oh! la juventud, mientras dura, todo lo embellece, pero ¡cuán presto pasa!

Tras de veinticuatro horas de permanencia en Nápoles partimos para Civitavecchia. Después de haber visto todo lo que pude de las curiosidades de la ciudad, regresé al vapor antes de que se levase el ancla. Hallé el puente lleno de gente y sólo con grandes apuros pude hallar entre la multitud á mis compañeros de viaje de Grecia que habían quedado á bordo. Como no se había dado todavía la señal de marcha no me era fácil distinguir entre aquella multitud, quienes aumentarían el número de pasajeros del buque y quienes habían venido únicamente con el objeto de despedirse de ellos. Mas á medida que la hora adelantaba, los abrazos, las despedidas y las separaciones sucesivas iban aclarando aquella concurrencia. Los vendedores de corales, de peines, de joyas, poniendo en orden sus mercancías, comenzaron á descender uno tras otro á las lanchas; los marineros se pusieron en movimiento tirando las cuerdas, cerrando las bodegas y al murmullo general se añadió el silbido de la máquina anunciando la próxima partida.

Á todo esto apenas hube vuelto á bordo en medio de la animación y confusión que reinaba, todavía pude distinguir en el rincón más apartado de la popa, tres personas sentadas, dos mujeres y un hombre, los cuales parecían haber tomado posesión desde mucho tiempo antes de aquel extremo del puente.

De las dos mujeres, la más joven, recostada en una silla-cama de paja, con almohadas que sostenían su cuerpo y su cabeza, seguía con mirada melancólica la animación del puente. Ia otra, de edad avanzada, estaba sentada detrás de ella en el banco de madera que daba la vuelta al buque. Encima un taburete, un viejo que tenía aire militar, sosteniendo con las manos un libro que no leía, seguía con atención cariñosa el menor movimiento de la joven y de vez en cuando le dirigía la palabra en voz baja.

Sin duda eran un padre que acompañaba á su hija enferma y una vieja sirvienta que la cuidaba y le hacía las veces de madre.