El brazalete de rubíes: Novelas (1920)
de Aleksandr Kuprín
traducción de Nicolás Tasín
Un capricho

UN CAPRICHO



I

El enorme salón de conferencias de la Universidad parecía mundado por un mar de luces. En un extremo se alzaba un vasto estrado, engalanado con banderas y plantas. Sobre él había un piano con la tapa levantada.

Aunque parecía que no quedaba ya ni un sole sitio libre, olas de espectadores penetraban sircesar en el enorme salón por la puerta de entrada. La vista se perdía en aquel agitado mar de cabezas, de tocados, de fracs negros, de uniformes militares, de claras "toilettes", de mujeres, de abanicos inquietos, de brazos finos calzados con largos guantes blancos, de gestos y sonrisas llenos de coquetería.

Un gentil cantante subió al estrado. Con paso seguro, casi orgulloso, avanzó desde la escalinata. Vestía de frac y llevaba una rosa roja en el oja! de la solapa. Siguiéndole como su sombra, subió también, casi inadvertido, su acompañante, que se sentó al piano. Llevaba una larga melena que iе caía sobre los hombros.

Inmediatamente reinó el silencio.

Varios estudiantes pertenecientes a la junta organizadora del concierto, en señal de lo que llevaban unas cintitas en el pecho, iban y venían impacientes por el vestíbulo, por entre los abrigos y las pieles, esperando la llegada de la señorita Enriqueta Ducroix, primadona de la ópera de Pa rís, que invernaba en la ciudad. Aunque la célebre cantatriz había recibido a la comisión de estudiantes con suma amabilidad y había asegurado que sería para ella un gran honor cantar en su concierto, la tercera parte, en la que figuraba su nombre en el programa, había comenzado ya, y ella no parecía.

"Será posible que no venga?", se preguntaban con inquietud los organizadores, mirando ansiosamente por las ventanas y tratando de sondear las tinieblas de la noche. La señorita Ducroix, que cobraba carísimos los billetes para sus conciertos, era el "clou" de la fiesta, y su nombre había atraído a la mayoría del público.

Afortunadamente, al cabo de un cuarto de hora se oyó rodar un coche, y por las ventanas se vieron acercarse dos linternas. Los organizadore corrieron a la puerta, tropezando unos con otrus y visiblemente conmovidos.

Era, en efecto, la señorita Ducroix, que entró en el vestíbulo sonriendo a los estudiantes y señalándose con la mano a la garganta, envue¹ta en pieles costosísimas. Aquel ademán quería decir que estaba dispuesta a explicar su retraso, pero que no se atrevía a hablar en el frío vestíbulo.

II

Como la señorita Ducroix se había hecho esperar tanto, y el público estaba seguro de que ya no iría, su aparición repentina en el estrado produjo una magnífica impresión de sorpresa. Varios centenares de robustas gargantas, cuyas voces se mezclaban con formidables aplausos, le hicieron una ovación tan larga y calurosa, que aquella mujer mimada por la gloria no pudo menos de sentirse conmovida y halagada. De pie junto a la escalinata, ligeramente inclinada hacia el público, paseaba sus grandes ojos negros y sonrientes por las filas de espectadores. Vestía un traje blanco de seda resplandeciente, cuyo corpiño sostenían sobre sus hombros unas cintitas. Sus bellos brazos desnudos, su pecho alto y muy descotado, y su cuello torneado y altivo, parecían esculpidos en un mármol cálido y aterciopelado.

Se acercó al piano varias veces para cantar; pero siempre una nueva salva de aplausos la ob gaba a volver junto a la escalinata y a saludar al público. Por fin, con una sonrisa encantadora, señaló al piano de una manera suplicante. Los gritos y los aplausos cesaron. El público la contemplaba con mirada amorosa, y en medio de un silencio profundo, pero vivo y atento, la artista comenzó a cantar una romanza de Saint—Saëns.

Alejo Sumilov, estudiante de medicina de segundo año, en pie, apoyado en una columna próxima al piano, escuchaba, con los ojos cerrados, el canto apasionado y tierno. Amaba la música con un amor extraordinario, profundo, casi morboso; la sentía con todo su cuerpo, con sus nervios, con su alma. Y cada vibración de la admirable voz de la artista penetraba en lo hondo de su ser y provocaba en él dulces estremecimientos.

A veces se le antojaba al joven que aquella voz brotaba de su propio pecho.

Cuando, después de cada romanza, el público estallaba en aplausos y en bravos frenéticos, Sumilov experimentaba un dolor casi físico y miraba al público con expresión de espanto, de súplica y de sufrimiento. Pero la señorita Ducroix empezaba una nueva canción, y Sumilov cerraba de nuevo los ojos y se abandonaba al encanto de la música, cuyas ondas cálidas le mecían como las del mar. Sentía un deseo apasionado de escuchar eternamente aquella voz divina, apoyado en la 20lumna, con los ojos cerrados. El público le hizo repetir a la señorita Ducroix lo menos diez veces.

No la dejaron tranquila hasta que, iluminado el rostro por su sonrisa encantadora, se señaló con la mano a la garganta, dando a entender que lc lamentaba, pero que no podía cantar más.

En cuanto abandonó el estrado, ocupó su sitio un actor de rostro ruboso, que llevaba un frac pasado de moda, y comenzó a recitar un trozo de sainete.

Sumilov suspiró profundamente, como si despertase de un sueño de amor.

JII Bajaba la escalera, invadida por un público clamoroso, procurando no pisar los vestidos de las señoras. Alguien le tocó por detrás en el hombro. Sumilov se volvió y reconoció al estudiante de derecho Biber, hijo de un famoso millonario y compañero suyo de liceo.

Biber estaba muy contento. Abrazó a su amigo por la cintura, y, apretándole contra sí, le dijc al oído:

—Ha aceptado... No tardarán los "troika"... He enviado por ellos...

—¿Quién ha aceptado?—preguntó Sumilov.

—¡Pues ella..., la señorita Ducroix! Hemos encargado una cena al hotel de Europa... Al principio se negaba obstinadamente; pero al cabo ha cedido... Iremos todos... ¿Tú vendrás también, claro?...

— Yo? No, no iré.

Sumilov no había pertenecido nunca al círculo de Biber, formado por la juventud dorada de la Universidad: hijos de grandes terratenientes, de banqueros y de ricos comerciantes. Biber, aunque lo comprendía, se hallaba en ese estado de entusiasmo en que se siente la necesidad de hacer algo agradable para los demás.

¡No digas tonterías!—protestó—. Tienes que venir con nosotros. ¿Por qué no quieres?

Sumilov se echó a reír.

( 3 Porque... porque... Sencillamente porque mis recursos..., ya lo sabes...

—¡Bueno, bueno! ¡Enterado!—interrumpió Biber, arrastrando a su compañero—. ¡Vamos!

A la puerta estaban ya los "troika". Los caballos relinchaban en la obscuridad y sacudían la cabeza, haciendo sonar los cascabeles. Los estudiantes se acomodaron en los trineos, turbando con su algarabía el silencio de la noche invernal.

Sumilov se sentó al lado de Biber. Seguía todavía bajo la impresión de la música. Mientras los trineos recorrían las calles desiertas, se entregaba a una ilusión extraña. El silbido del viento, el ruido de la nieve bajo los trineos, los gritos de los estudiantes y el continuo tintineo de los cascabeles sonaban en su oído mezclados en una melodía encantadora. A veces se abstraía hasta el punto de no recordar dónde se hallaba y adónde iba.

IV

La cena, a cuyo comienzo se encontraban todos, incluso la señorita Ducroix, un poco cohibidos, acabó por ofrecer un aspecto ruidoso y alegre de orgía. Los estudiantes besaban las manos de la célebre cantatriz y le echaban, en un detestable francés, flores muy atrevidas. La presencia de una mujer bella y muy descotada los emborrachaba harto más que el "champagne". En sus ojos brillaba un apetito erótico que ni siquiera trataban de disimular. La señorita Ducroix contestaba a un tiempo a media docena de estudiantes, reía a carcajadas, derribaba la cabeza sobre el res paldo del sofá de terciopelo rojo y les daba abanicazos a sus interlocutores en las manos y en los labios.

Sumilov no tenía costumbre de beber, y las dos copas que se había bebido le habían achispado un poco. Sentado en un rincón, protegiéndose con la mano los ojos contra la luz, demasiado fuerte, miraba a la señorita Ducroix con miradas entusiásticas. Estaba asombrado de la audacia de sus camaradas, que se conducían de un modo tan libre con la célebre artista. Tal audacia despertaba en él un sentimiento de envidia y de celos.

Sumilov era muy modesto, hasta tímido, tanto por naturaleza como por la educación recibida en su casa patriarcal y noble. Sus amigos le llamaban "señorita", y, en efecto, había en él una frescura de sentimientos, una candidez verdaderamente femeninas.

—¿Quién es ese señor que está en el rincón como un ratoncito ?—preguntó de pronto la señorita Ducroix, señalando a Sumilov.

—Es uno de nuestros estudiantes—contestó Biber. Se llama Sumilov.

—Debe de ser poeta... ¡Oiga, señor poeta! ¡Venga usted aquí!—gritó la cantatriz.

Sumilov se acercó, y, cohibido, se detuvo ante ella, poniéndose coloradísimo.

—¡Ay, Dios mío!—exclamó ella sonriendo—.

¡Es muy lindo nuestro poeta! Parece una colegialita. ¡Miren, miren cómo se ruboriza! ¡Jesús, qué monada!

En efecto, miraba encantada la figura esbelta y elegante de Sumilov, su delicada faz, a la sazón como un tomate; sus suaves cabellos rubios, que caían en desorden sobre su frente. De pronto, cogiéndole la mano con una gracia deliciosa, le hizo sentarse junto a ella en el sofá.

—Por qué no quería usted acercarse a mí?

¡Es usted muy orgulloso, joven! ¡No es a la mujer a quien le corresponde dar el primer paso!

El no contestaba. Uno de los estudiantes, que no le había visto nunca en su círculo, dijo con una risita insolente:

—Señorita, nuestro compañero no entiende el francés.

Tal aseveración produjo en Sumilov el efecto de un latigazo. Se volvió hacia el estudiante, y le miró fijamente a los ojos con una mirada larga y provocativa. Luego, en francés también, pero en el francés perfecto, exquisito, que en otro tiempo era el orgullo de la aristocracia rusa le dijo:

—Hace usted mal, señor, en tomarse el trabajo de hablar por mí, tanto más cuanto que ni siquiera tengo el honor de conocerle.

Mientras hablaba así, la cólera fruncía sus cejas y ponía una sombra en sus grandes ojos az!!

les de largas pestañas.

—Bravo, bravo, joven poeta!—exclamó, riendo, la señorita Ducroix, sin soltar la mano de Sumilov. ¿Cómo se llama usted, poeta mío?

Sumilov, un poco calmado, enrojeció de nuevo.

—Me llamo Alejo.

—¿Cómo? ¿Ale...

—Alejo.

—¡Ah, como entre nosotros Alexis! Bueno, señor Alexis, en castigo de no haber querido acercarse a mí, queda usted obligado a acompañarme a casa. Voy a dar un paseíto a pie; pues si ne, tendría mañana un horrible dolor de cabeza.

V

El coche se detuvo a la puerta de un hotel de primer orden. Sumilov ayudó a la señorita Ducroix a bajar y empezó a despedirse.

Ella le miró de reojo con una mirada tierna y maliciosa y le preguntó:

—¿No sube usted un momento a ver mi jaula?

—Señora..., tendría mucho gusto, pero no me atrevo... Es tan tarde...

—¡Arriba!—mandó ella—. Quiero castigarle a usted hasta el fin.

Mientras ella, en el tocador, se cambiaba de traje, Sumilov contemplaba la habitación. Observó que la cantatriz había sabido poner en el lujo un poco vulgar del hotel ese matiz de elegancia y de coquetería de que sólo las parisienses poseen el secreto. Por todas partes se veían tapices, flores, abanicos, "bibelots" costosos. Los muebles eran más adecuados para tenderse que para sentarse. El aire estaba impregnado de exquisitos perfumes; olía a polvos de arroz y a mujer. Aquel olor ya lo había advertido Sumilov en el coche, junto a la señorita Ducroix.

La artista no tardó en salir, envuelta en un amplio y blanco peinador bordado en oro.

Reparando en la doncella, que, sin hacer ruid:), preparaba en una mesita de mármol el te, díjole:

—Puede usted acostarse, no la necesito.

La doncella, una camarera fea y hábil como unamona, salió, después de mirar rápidamente a SuImilov con una mirada astuta e irónica.

La señorita Ducroix se sentó, a la oriental, en un canapé turco muy bajo y muy ancho, cubriéndose las piernas con los pliegues de su bata blanca, y con gesto imperioso le indicó a Sumilov un sitio junto a ella.

El joven obedeció.

—¡Más cerca, más cerca!—ordenó ella—. Más cerca aún... Así.. Y ahora vamos a charlar un poco, señor Alexis. Ante todo, ¿dónde ha aprendido usted el francés? Habla usted como un mar qués.

El le contó que había tenido desde su más tierna infancia ayos franceses, y que casi no se hablaba otro idioma en su casa.

—Entonces, usted pertenece a una familia rica ?—exclamó la señorita Ducroix.

—No; hace unos cinco años que estamos arruinados.

¡Ah, pobrecito mío! Entonces usted vive de su trabajo? Su vida será muy penosa... ¿Tiene usted amigos? Evitará usted la sociedad, ¿no?

La artista seguía haciendo nuevas preguntas a las que el joven ni siquiera tenía tiempo de contestar. De un modo inesperado le preguntó:

—Dígame, ¿ha estado usted enamorado alguna vez?

El la miró asombrado, con una sonrisa de confusión.

—Sí, cuando tenía catorce años, estuve enamorado de una prima mía.

—¿Y nada más?

—Nada más.

— Palabra de honor?

—Palabra de honor.

—Y nunca ha querido usted a una mujer "completamente"?

Comprendió él el sentido de la pregunta, y con voz turbada balbuceó:

—No, nunca.

—Y yo?—preguntó ella con voz apasionada y queda, inclinándose hacia el mancebo hasta hacerle sentir el calor de su piel. Yo le gusto?

¡Pero míreme usted a los ojos para contestarme!

Cogió la cabeza de Sumilov y la volvió hacia ella. El fuego de sus ojos asustó, en el primer momento, al joven, que no tardó en sentir arder en las suyos la llama del deseo.

La señorita Ducroix suspiró y atrajo hacia su rostro la cabeza de Sumilov. Sus labios húmedos quemaban.

VI

—¿La señorita Ducroix está en su cuarto?

—No, ha salido.

—Puede que no la haya usted visto entrar.

¿Quizá haya vuelto ya?

El grueso suizo de rostro rojo, mofletudo y sɔ ñoliento, montó en cólera.

¡Cómo no la he de ver, siendo ésa mi obligación? Y luego, ¿a qué diablos viene usted?

Hace diez días que está usted dándonos la lata ..

Se le dice que la señorita no está, la cosa me parece bien clara. No quiere verle a usted, y a eso se reduce todo...

Sumilov se apresuró a sacar su portamonedas y le tendió al suizo un rublo. El otro, entonces, cambió de humor.

—Cerciórese usted, si quiere... Suba a ver; quizá esté ya en su cuarto.

Sumilov subió la escalera corriendo. Ante la puerta de la habitación de la señorita Ducroix se detuvo un instante y se llevó una mano al pecho, en el que latía furiosamente su corazón, mientras con la otra acariciaba un pequeño revólver que guardaba en el bolsillo del gabán, Luego llámo.

—Adelante—dijeron.

Con los ojos cerrados, presintiendo algo ter EL BRAZALETE SYEDICION ble, empujó la puerta. Era para él un día decisivo.

No tenía ya fuerzas para soportar los sufrimientos de su amor desdeñado y sus celos.

Cuando al día siguiente a su noche de amor con la señorita Ducroix fué a verla, estremecido aún de placer, ella le acogió con un asombro frío, como si no le conociese. Los días sucesivos se negó a recibirle. La doncella, con insolencia, le dió con in puerta en las narices. El empezó a escribirle cartas; pero la primera quedó sin respuesta, y las demás volvían sin abrir a sus manos.

Sufría terriblemente. Se puso delgado, amarills.

Noche y día le perseguían la imagen de la parisiense y el recuerdo de sus besos y de sus caricias de fuego.

La señorita Ducroix no estaba sola. Junto a ella, sentado en el sofá, había un hombrecillo gordo, que parecía griego o armenio, de ojos negros, en que se reflejaba el deseo; nariz corva y pobla to bigote.

Al ver a Sumilov, la señorita Ducroix se levantó, y, llena de cólera, dió algunos pasos hacia él, sin tenderle la mano.

¡Esto ya es demasiado!—dijo. ¡Me persigue usted por todas partes, señor!

Una oleada de sangre subió al rostro de Sumilov, y una niebla espesa cubrió sus ojos. Cogió violentamente la mano de la señorita Ducroix, y con los labios contraídos le dijo por lo bajo:

—Necesito hablarle a usted... sin testigos...

Sólo dos palabras...

Había tanta decisión en su acento y en la expresión de su semblante, que ella obedeció a su pesar.

—Bueno, sígame usted—le dijo, dirigiéndose a su tocador. Pero tenga entendido que es nuestra última entrevista.

En la semiobscuridad del tocador volvió él a cogerle la mano, que la cantatriz retiró bruscamente.

—¡La amo a usted con locura!—exclamó el joven. ¡Tenga piedad de mí!

—¿Es eso todo lo que quería usted decirme?

—Sí, eso es... O, mejor dicho, no... Ni yo mismo sé lo que hablo... Me paso las noches sin dormir...

¿Por qué hace usted eso conmigo?

Ella prorrumpió en una risa insolente, en una risa artificial de actriz consumada:

—¡Tiene gracia! ¿Ha venido usted, por lo visto, a hacerme reproches?... ¡Ja, ja, ja!

En aquel momento se oyó en el salón una tos contenida.

—¿Quién es ese señor?—preguntó brutalmente Sumilov.

—¿Acaso tengo que darle a usted cuenta de mis relaciones?—replicó la artista encogiéndose de hombros.

Sumilov sintió de repente un acceso de furia.

—Diga usted, & quién es ese señor? ¿Es su amante de usted? ¡Responda usted al punto!

Ah!, ¿quiere usted saberlo? Bueno...

La artista acercó su rostro, contraído por la cólera, al de Sumilov, y dijo con los labios pálidos y trémulos:

¡Sí, es mi amante!

Se oyó un disparo de revólver, sonó después un grito desesperado de mujer, luego sonaron otro disparo y otros gritos...

Acudió gente, presurosa.

La señorita Ducroix estaba aún viva; tendida en el suelo, en un charco de sangre, lanzaba gemidos lastimeros. Sumilov yacía junto a ella, boca abajo, con la cabeza ensangrentada sobre el borde de su vestido. El hombro izquierdo del mancebo se estremecía de cuando en cuando, como el ala de un pájaro malherido por un cazador.