UN IDILIO



I

Hace ya... me parece a veces que hace lo menos trescientos años; tantos acaecimientos, rostros, ciudades, éxitos, fracasos, alegrías y dolcres separan aquel tiempo de éste.

Yo vivía entonces en Kiev, en una fonda que ostentaba el pretencioso título de "La Bahía del Dnieper", y cuyo propietario era un antiguo cocinero de barco despedido por borracho y casado con una mujer pérfida, ávida y malévola como una hiena.

Los huéspedes estables éramos seis, todos solteros. La habitación número 1 estaba ocupada por el más antiguo de todos, que hacía muchos años había sido comerciante y poseído un almacén ortopédico, perdiendo después en el juego, al que se entregó por completo, toda su fortuna. Durante algún tiempo había sido comisionista; pero su pasión por el juego le había hecho perder el empleo. A la sazón vivía de un modo estúpido e insensato; dormía todo el día y pasaba la noche en los garitos que tanto abundan en la orilla del Dnieper, cerca del puerto. Como todos los jugadores que juegan por vicio y no para lucrarse, era generoso, cortés y un poco fatalista.

Ocupaba la habitación número 3 el ingeniero Butkovsky. Según contaba, había estudiado la carrera de ingeniero de Minas y la de ingeniero de Caminos, y había estudiado también en el institutagrícola y en el tecnológico y en una escuela superior del extranjero. En efecto, estaba abarrotado de conocimientos de todas clases. Era, en este respecto, una especie de salchichón, o, más bien, una a manera de maleta demasiado llena y muy difícil de cerrar, de la cual, al abrirla, sale en desorden todo lo que contiene. Sin el menor esfuerzo, aunque no se le invitase a ello, hablaba, como un libro, de aviación, de botánica, de estadística, de política, de los ictiosauros, de astronomía, de fortificaciones, del análisis espectral, de avicultura, de riegos, de la conservación de los bosques, de la canalización.

Todos los meses, durante algunos días, se entregaba de un modo desenfrenado al alcoholismo.

Entonces sólo hablaba en francés, y también en francés les escribía breves cartas a sus antiguos compañeros de carrera, solicitando préstamos pecuniarios. Después, durante cinco días, no salía de su cuarto, donde permanecía acostado bajo su capa azul. No hacía absolutamente nada, salvo escribir a los periódicos una enorme cantidad de cartas sobre todo género de asuntos: sobre las . marismas de Pinsk, sobre el descubrimiento de 46 una estrella, sobre los pozos artesianos. Cuando tenía dinero, lo colocaba entre las hojas de algunos libros que guardaba en su armario, y luego era para él una grata sorpresa encontrarlo. A veces me decía, pronunciando nasalmente las erres:

—Queguido amigo, tenga usted la bondad de cogeg del agmaguio el cuagto tomo de Eliseo Gueclu... Entgue las páginas 200 y 300 deben estag los cinco gublos que le debo a usted.

Era completamente calvo y llevaba cortada en forma de abanico la larga barba blanca.

La habitación número 8 la ocupaba yo. La nabitación número 7, un estudiante grueso y lan:piño, siempre irreprochable, que llegó con el tiempo a ser un abogado de gran reputación. La habitación número ó estaba habitada por el alemán Karl, un buen hombre, gordo, que ingería cerveza en cantidades inverosímiles. En fin, la habitacion número 5 la habitaba una prostituta llamada Zoya, a quien la patrona estimaba más que a los otros huéspedes. Había hartas razones para ello; por de pronto, pagaba más que nosotros; además pagaba adelantado, y, en fin, no hacía nunca ruido.

Sólo raras veces llevaba hombres a su cuarto, y siempre eran hombres serios, respetables, maduros, enemigos de los escándalos. La mayoría de las noches las pasaba fuera. El carácter de las relaciones entre los huéspedes era un poco extraño:

nos conocíamos y no nos conocíamos. Nos prestábamos de cuando en cuando unos a otros un poco de te, una aguja, agua caliente, un periódico, tinta, sobres, papel, y a eso se reducía todo.

Había en la fonda nueve habitaciones; las tres libres solían ocuparlas de noche parejas amorosas. A nosotros no nos importaba. Estábamos acostumbrados a todo.

II

La primavera meridional, muy efímera, había llegado. El hielo que cubría el Dnieper durante el invierno se había fundido; el río sin trabas parecía un mar y había inundado todas las llanuras de la margen izquierda.

Las noches eran muy obscuras y calurosas. De cuando en cuando caían breves pero copiosas lluvias. La naturaleza renacía con una rapidez milagrosa; los árboles que al anochecer no tenían sino botones, amanecían cubiertos de hojas verdes y tiernas.

No tardaron en llegar las Pascuas con su hermosa y alegre noche. Yo no estaba invitado a pasarla en ninguna parte, y vagué a través de la ciudad, visité las iglesias, me distraje con el epectáculo de las procesiones religiosas, la iluminación de las calles, los suaves rostros de mujere y niños, alumbrados por el resplandor de las velas. Resonaban solemnemente las campanas y se oían cánticos religiosos. Todo aquello me conmovía hasta hacerme llorar, me oprimía dulcemente el corazón, evocaba en mí los recuerdos de mi pureza perdida, de mi infancia blanca y luminosa.

Al volver a mi habitación en la fonda me encontré en la escalera con Vaska, el mozuelo travieso de nariz respingada, sirviente de la casa.

Cambiamos un beso (1). Enseñando al sonreír no sólo los dientes, sino también las encías, Vaska me dijo:

—La señorita del número cinco le ruega a usted que pase a su cuarto.

Yo experimenté cierto asombro; no tenía el honor de tratar a aquella "señorita".

—Le ha escrito a usted cuatro letras continuó Vaska; las encontrará usted en su cuarto, encima de la mesa.

En efecto, encontré en mi cuarto un pedacito de papel, probablemente arrancado de un "carnet"y bajo la palabra impresa "entradas" leí la misiva siguiente:

"Muy distinguido número 8: Si nada se lo impide a usted y no le desagrada, tenga la bondad de venir a mi cuarto para comer la sagrada torta de Pascuas, Su vecina, Zoya Kramarenkova." Llamé a la puerta del ingeniero para pedirle consejo en situación tan delicada. Estaba de pie (1) En Rusia, durante la fiesta de Pascuas, todos sin excepción, señores y campesinos, amos y criados, hasta los jefes de prisión y los prisioneros, cambian besos diciendo: "Cristo ha resueitado." ante el espejo y trataba obstinadamente de alisarse un poco con los dedos los rebeldes cabellos.

Vestía una levita que debía de haber adquirido un gran conocimiento del mundo en su larga existencia, y lucía una corbata blanca anudada a un cuello viejísimo.

Me dijo que también acababa de recibir la invitación de Zoya.

Nos dirigimos juntos a su cuarto.

Nos recibió en la puerta, excusándose y poniéndose colorada.

Tenía una cara muy vulgar, la cara típica de una ramera rusa: labios gruesos, delatores de una voluntad débil; nariz apatatada, ojos grises casi sin cejas. Pero nos acogió con una sonrisa confusa, muy natural y dulce, una verdadera sonrisa de mujer, y su cara, por un instante, se tornó encantadora.

Ante la mesa estaban ya sentados el viejo jugador y el alemán Karl. De modo que todos los huéspedes de "La Bahía de Dnieper", excepto del estudiante gordo, nos encontramos allí.

La habitación era también la habitación típica de una prostituta: bomboneras vacías sobre la cómoda, etiquetas de fábricas de chocolate pegadas a las paredes, fotografías descoloridas de jóvenes imberbes de pelo rizado, de actores pretenciosos, de subtenientes con el sable desnudo y e!

rostro amenazador. Sobre el enorme lecho se alzaba una montaña de almohadas con fundas de tul. Bajo el espejo había polveras y tenacillas.

Pero la mesa, que, a falta de mantel, estaba cubierta de papel recortado, se hallaba ricamente servida: había en ella una torta de Pascuas, huevos teñidos de todos los colores, un gran jamón y dos botellas de un vino misterioso.

Cambiamos con Zoya tres besos castos y ceremoniosos, y nos sentamos a la mesa.

No puede negarse que nuestra reunión era poco vulgar: cuatro hombres agotados y terriblemente maltratados por la vida; cuatro viejos jamelgos que sumábamos entre todos lo menos dos siglos, y una ramera rusa que no era ya joven, es decir, uno de los seres más desgraciados, más tontos y más impotentes de nuestro planeta.

¡Pero había que ver lo torpemente amable, hospitalaria y simpática que estaba!

—Tenga la bondad de sentarse—decía cariñosamente, ofreciéndonos a cada uno una silla—.

Siéntese usted y coma, se lo ruego. Señor número seis, ya sé que le gusta a usted más la cerveza, tómela; ahí la tiene junto a su cubierto. Y a ustedes, señores, voy a servirles vino. Es un vino muy bueno. Se llama "Tenerife". Tengo un amigo, un capitán de barco, que no bebe más que "Tenerife".

Los cuatro números no éramos ya niños, y sabíamos ya a qué atenernos, y, naturalmente, no ignorábamos cómo aquella muchacha había ganado el dinero invertido en el vino de Tenerife" y en todo lo demás. Pero nos tenía sincuidado, y nos hallábamos muy a gusto.

EL BRAZALETE 10 13Zoya nos contaba cómo había pasado la noche.

En la iglesia universitaria, donde había oído misa, se apiñaba una multitud enorme; pero ella, sin embargo, había tenido la suerte de encontrar ur buen sitio. Habían cantado muy bien. Los estudiantes habían recitado en alta voz el Evangelio.

—Y figúrense, lo han recitado en todas las lenguas que existen en el mundo: en francés, en alemán, en griego, ¡hasta en árabe! Luego, cuando los curas han comenzado a bendecir las tortas de Pascuas en el patio de la iglesia, se ha movido un gran trastorno y ha habido unas cuantas pendencias.

Zoya se quedó pensativa, lanzó un hondo suspiro y empezó a recordar la Semana Santa en su aldea.

—Cogíamos en el campo unas flores azules muy lindas... Son las primeras flores que aperecen 80bre la tierra pasado el invierno... Con esas flores fabricábamos el tinte para colorear los huevos.

¡Dios mío, lo que nos divertíamos!

Nuestra vecina continuó, tras un corto silencio:

—Y para poner los huevos amarillos, los envolvíamos en pellejos de cebolla y los echábamos en agua hirviendo. También los coloreábamos echando en el agua retalitos de colores. Después, durante toda la semana, se chocaban los huevos unos contra otros (1). Una vez, un muchacho (1) Durante la fiesta de Pascuas, los niños y con frecuencia las personas mayores, se dedican a ese deporte especial dos jugadores chocan huevos cocidos, uno contra otro; el huevo que se rompe se considera propiedad del jugador cuyo huevo queda intacto después del choque.

compró en la ciudad un huevo de piedra, y, naturalmente, rompía los huevos de todos sus adversarios, que no sospechaban nada; pero cuando se supo en la aldea el secreto del éxito, le hicieron devolver todos los huevos que había ganado, y le dieron una paliza.

Calló de nuevo unos instantes, mirando ante si con ojos soñadores, transportada mentalmente a su aldea. Después continuó:

—Toda la Semana Santa había en el pueblo verbenas. Se instalaban en la plaza barracas, columpios, juegos. La gente se divertía, tocaba el acordeón, cantaba "Cristo ha resucitado..." ¡Oh, qué delicia!

No la interrumpíamos. No podíamos contar nada parecido. La vida nos había dado tantos y tan furiosos coscorrones, que habían acabado por huír de nuestra cabeza los recuerdos de la infancia, de la familia, de nuestras madies, de las antiguas Semanas Santas.

La noche fué pasando poco a poco, y la cortinilla de la ventana se tornó azulada al transparentar la luz del alba; luego amarillenta, y, por último, de un matiz rosa al dar paso al fulgor de los primeros rayos del sol.

—Si ustedes no tienen inconveniente, señores, voy a abrir la ventana—dijo Zoya.

Descorrió la cortina, abrió la ventana de par en par y se asomó a ella. Nosotros también nos acercamos.

Hacía una hermosa mañana, clara y fresca, y se diría que alguien, durante la noche, había acicalado cuidadosamente el cielo azul, las nubes blancas, los altos álamos llenos de vida primaveral. Ante nosotros se extendía, a una gran dis tancia, el Dnieper, azul y amenazador junto a las orillas y plateado por el centro. Todas las campanas de todas las iglesias sonaban.

De pronto oímos un ruido extraño y volvimos la cabeza: el anciano ingeniero lloraba. Apoyaba la cabeza en la ventana, y los sollozos sacudían todo su cuerpo. ¿Qué pasaba en el viejo corazón devastado y herido de aquel hombre que en la lucha de la vida sólo había conocido derrotas?

Yo no había oído hablar de su pasado sino muy vagamente: un matrimonio desgraciado con una mujer perversa y escandalosa, un lujo insostenible, la malversación de fondos del Estado, una escenas de celos con tiros al amante de su mujer, la pérdida de los hijos, que siguieron a la madre...

Zoya, apiadada, prorrumpió en una exclamación compasiva, cogió la cabeza calva del ingeniero, la colocó sobre su pecho y empezó a acariciarla suave y tiernamente.

—¡Querido, pobrecito mío!—decía—. Ya sé que vuestra vida es muy triste. Todos sois como perritos abandonados..., viejos, solitarios... Pero no os desesperéis... El buen Dios puede cambiarlo todo... Todo se arreglará, y la vida os será más fácil... Sólo necesitáis un poco de paciencia... ¡Valor, hijos míos!

Con mucho trabajo, el ingeniero se dominó y logró calmarse. Los ojos se le habían puesto colorados a causa del llanto, y la nariz, azul.

¡Diablo! Son los negvios... Los malditos negvios...dijo, evitando mirarnos.

Se advertía en su voz que las lágrimas le subían a la garganta.

Cinco minutos después nos despedimos de Zoya.

Todos le besamos respetuosamente la mano.

El ingeniero y yo salimos los últimos.

En el momento que salíamos apareció en el corredor el estudiante gordo, que volvía de la ciudad.

¡Calla, calla!—exclamó sonriendo con aire malicioso. ¡Mira de dónde salen! ¡Habrán pasado ustedes un buen rato con esa señora!

Había algo extremadamente cínico en su acento.

El ingeniero le miró de alto abajo, y tras un largo silencio dijo con un desprecio magnífico, imposible de describir:

— Badulaque!