El brazalete de rubíes: Novelas (1920)
de Aleksandr Kuprín
traducción de Nicolás Tasín
El pan ajeno

EL PAN AJENO


—Acusado: con arreglo a la ley, tiene usted la palabra—dijo el presidente del tribunal, con tono indiferente, entornados los ojos por el cansancio ¿Qué puede usted decir para justificar o explicar su crimen?

El acusado se estremeció y se asió de un modo nervioso a la baranda que separaba del público el banquillo.

Era un hombrecillo delgado, de movimientos tímidos y ojos medrosos. Sus cabellos ralos, muy rubios, y sus cejas, casi blancas, le daban a su rostro un aspecto enfermizo y anémico.

Se le acusaba de que, viviendo en casa de su pariente lejano el conde Vencepolski, había prendido intencionadamente fuego, la noche del 23 al 24 de enero, lo que había originado un incendio. Los forenses declararon que estaba en plena posesión de sus facultades mentales. Sólo observaron en él cierta excitabilidad y una sensibilidad exagerada, unidas a una atonía general del sistema nervioso y a una marcada predisposición al llanto, nada, de lo cual impidió que se le declarase responsable de sus actos.

Hasta aquel momento, el acusado se había mostrado indiferente y no había manifestado casi ningún interés por su proceso. El conjunto solemne, casi abrumador, de la sala; los uniformes dorados de los jueces, el tapete rojo de la mesa del tribunal, las enormes ventanas, los majestuosos retratos de las paredes, el público agolpado ante la baranda, los ujieres severos, los jurados conscientes de su dignidad y graves en extremo, ab.itían e intimidaban al pobre hombre, que se sentía como bajo las ruedas de una máquina gigantesca e implacable, cuya marcha vertiginosa no pudiera interrumpir ninguna fuerza humana.

No pocas veces, durante el discurso de su defensor, hubiera gritado: "¡No es eso, señor abɔgado! Sucedió de otro modo. Cállese usted, y déjeme contar a mí la historia de mi crimen." ¡Oh, él habría podido contar, en términos claros y conmovedores, cuanto había sentido y pensado!

Pero la máquina judicial seguía su curso rápido, regular, y parecía inútil toda resistencia a aquel monstruo frío e implacable.

Sin embargo, las últimas palabras del presidente despertaron en el corazón del acusado la energía desesperada que suelen mostrar algunos hombres en los momentos más graves de su vida y que hace luchar al condenado a muerte con el verdugo que le anuda la soga al cuello.

Y con voz suplicante gritó:

—Sí, señor presidente! En nombre de Dios Todopoderoso, escúcheme usted... Permítame contárselo todo, Los jurados simularon una gran atención; los jueces se pusieron a dibujar, en las hojas de papel que había ante ellos, cabezas de mujeres y de animales; el público guardó un silencio expectante.

El acusado comenzó a hablar.

—Cuando llegué, a principios del año pasado, a esta ciudad, no había decidido nada respecto a mi porvenir. Nunca había tenido suerte: se diría que había nacido desgraciado. No había tenido níngún éxito, y a la edad de cuarenta años era tan impotente y falto de sentido práctico como en mi juventud.

Me dirigí al conde Vencepolsky, rogándole que me buscase un empleo cualquiera. El conde era pariente lejano de mi madre, muerta hace muchos años, lo que me movió a dirigirme a él. Hombre desprendido y generoso, como no pudiese er.contrar nada, por el momento, para mí, me ofreció, mientras mis asuntos no se arreglasen, la hospitalidad en su casa.

Acepté. Al principio, tuvo para mí algunas atenciones; pero no tardó en cansarse de mi presencia y dejó en absoluto de hacerme caso. Me miraba como se mira un mueble que se ha adquirido la costumbre de tener siempre ante los ojos.

Entonces comenzó para mí una vida de parásito llena de las humillaciones más amargas, de cólera impotente, de palabras halagadores y de sonrisas falsas.

Para comprender todo el horror de semejante vida es necesaria la experiencia personal. La gente independiente y altiva cree que la costumbre de vivir como parásito y de comer el pan ajeno mata en el hombre el amor propio. Es un error.

En mi vida he sido tan sensible a las palabras en que veía alusiones a mi condición miserable. En mi alma sangraba una terrible herida, y cada nuevo insulto era para mí como el contacto de un hierro candente.

Pero cuanto más. tiempo pasaba, con menɔs fuerzas me sentía para poner término a situación tan humillante. Siempre he sido débil de carácter, tímido, indeciso. La vida en casa del conde paralizó completamente mi voluntad, anuló mi escasa energía. A veces, por la noche, pasando revista, en la cama, a todas las humillaciones del día, me ahogaba de ira y me decía: "¡Mañana pondré fin a todo esto! Mañana me iré, después de decirle ai conde la verdad. Más vale vivir hambriento, tener frío y sufrir todas las privaciones, que continuar esta innoble existencia." Pues bien: llegaba el día siguiente y no quedaba nada de mi decisión de la víspera. De nuevo miraba al conde con una sonrisa baja y ruin; de nuevo no me atrevía, durante la comida, a poner las manos sobre la mesa:

de nuevo me sentía ridículo y torpe. Cuando me decidía a recordarle su promesa de buscarme un empleo, el conde me contestaba con tono señoril:

—¿Qué prisa tiene usted, querido? ¿No está usted bien en mi casa? Viva usted aquí por ahora; después, ya veremos.

Y yo callaba.

A veces el conde me regalaba uno de sus trajes usados, y yo no me atrevía a rehusarlo. Los trajes eran elegantes, pero me estaban anchos. Un amigo del conde, un sinvergüenza y un rastacuera), me gritó una vez, riendo cínicamente:

—Señor Fedorov, veo que le viste a usted el mismo sastre que al conde.

Ninguno de los concurrentes asiduos a la casa me llamaba nunca por mi patronímico. El conde se olvidaba siempre de presentarme a sus invitados, la mayoría de los cuales vivían, como yo, de su generosidad; pero sabían darse tono y le trataban de igual a igual, mientras que yo, por culpa de mi timidez, me veía siempre en un plano inferior. Me odiaban con un odio de gente vil, no queriendo que otro gozase, como ellos, del favor del amo.

La servidumbre me trataba con la altiva insulencia que caracteriza a casi todos los lacayos En la mesa se distraía con frecuencia y no me servía algunos platos. En sus palabras y miradas yo advertía el profundo desprecio de los que trabajan por los parásitos. No me atrevía nunca a decirles que arreglasen mi cuarto ni que cepilla.sen mi ropa.

Por la noche solía jugarse a las cartas en casa del conde. Cuando faltaba un contendiente, el conde me invitaba a jugar también. Aunque no tenía nunca un cuarto, aceptaba la invitación, de.seando con toda mi alma ganar. Jugaba con avidez, calculando, arriesgándome, a veces hasta implorando mentalmente la ayuda de Dios. Como sucede casi siempre en casos semejantes, perdía en lugar de ganar, y perdía más que todos los otros.

Cuando se acababa el juego y los jugadores arreglaban las cuentas, yo no osaba levantar los ojos, rojo de vergüenza. Cuando ya no era posible guardar silencio, decía, esforzándome en dar a ni voz una expresión de indiferencia:

—Conde... haga el favor... en este momento me encuentro sin dinero... Tenga la bondad de pagar por mí... mañana le devolveré...

Naturalmente, nadie tomaba en serio la prome sa: todos sabían que ni mañana ni pasado ma ñana podría yo pagar la deuda.

Ocurría a veces que el conde y sus amigos se iban por la noche a un "restaurant" y luego a un prostíbulo. Me invitaban por mera fórmula, haciéndome comprender bien claro que lo mejor sería que me quedara en casa. Aunque no me cabía duda de que, si rehusaba, no repetirían su invitación, no tenía bastante voluntad para decir:

"No voy". Y lo que era más grave, corría antes que nadie al recibidor a ponerme. el gabán, como si temiese que se fueran sin mí.

Durante la cena se decían chistes y obscenidades. Yo me creía en el deber de reír, aunque lo hacía de tan buena gana como un perro sabio.

Si yo hubiera dicho una gracia o hubiera tenido una ocurrencia feliz, no hubiera habido nadie que me escuchase. Apenas abría yo la boca, alguno de los asistentes me interrumpía. Todos volvían la cabeza a otro lado, y en vano comenzaba yo, por décima vez, la misma frase buscando con los ojosalguien que me atendiese: todos evitaban mirarme.

El resto de la noche era aún más terrible. Yo dormía en un cuartito angosto que más bien parecía un pasillo. Un viejo canapé con el forro lleno de agujeros, una giba en medio y los muelles en un estado lastimoso me servía de cama. Como le faltaban dos patas, yo las había reemplazado con mi maleta.

¡Cómo odiaba aquel canapé! Ningún ser viviente me ha inspirado un odio tan feroz como el que me inspiraba aquel miserable y viejo mueble, que ningún chamarilero hubiera querido comprar. Conforme se acercaba la hora de acostarme, un terror insoportable se iba apoderando de mí, ante el largo insomnio que me esperaba. En cuanto me tendía en el canapé, la giba se me clavaba en la espalda y los muelles me torturaban las costillas. A los cinco minutos empezaba a sentir un dolor terrible en el espinazo y en la nuca. Mi cabeza se inflamaba y mi pobre cerebro era invadido por un tropel de pensamientos febriles. Concebía planes fantásticos para el porvenir, que durante la noche se me antojaban completamente realizables, y por la mañana comprendía que no eran sino insensateces.

Todas las impresiones del día, todas las palabras pronunciadas por mí o por los demás, todos los insultos, todas las humillaciones desfilaban por mi memoria. Yo los analizaba durante la noche con una especie de voluptuosidad de la que no es capaz sino el alma de un hombre desgraciado,humillado y despreciado. Y experimentaba por segunda vez todos los sufrimientos del día, al resucitar en mi espíritu todos los detalles terribles.

Los amigos del conde, cuando pasaban por delante de mi canapé, se complacían en bromear malévolamente. Le llamaban "el lecho de Procustes".

El día que cometí el crimen, uno de ellos, el señor Lbov, invitó al "restaurant" a todos los camaradas, para festejar una herencia con que acababa de ser favorecido. Yo me apresuré a vestirme para ir también con ellos. Cuando estábamos ya en la escalera, empujé, sin querer, con el codo al señor Lbov. Como es natural, me excusé..

—¡No tiene importancia!—contestó.

Luego añadió, de pronto:

—Además, hace usted mal en molestarse; puede usted quedarse en casa. Nadie le ha convidado....

Yo me paré en seco, abrumado por tan crueles palabras.

Los invitados bajaban la escalera con gran algarabía. Uno de ellos se volvió hacia mí y me gritó:

—Vaya usted a acostarse a su lecho de Procustes.

Otro añadió:

—Allí nadie le molestará.

Y se marcharon, riéndose a carcajadas.

Subí de nuevo a casa y me tendí en el canapé.

Abrigaba una vaga esperanza de que se arrepintieran de sus crueles palabras y enviaran a alguien en mi busca, pero no iba nadie.

Por espacio de dos o tres horas, lloré lágrimas de furia impotente. Mi lecho de Procustes me ha.cía ver las estrellas. Me levanté, al cabo, lleno de odio al endiablado canapé.

Reuní algunas cajas de sombreros vacías, las llené de periódicos viejos, que rocié de petróleo, las puse debajo del canapé y les apliqué una cerilla. Obraba como un autómata, sin darme cuenta de mis actos... Perdí el conocimiento...

Cuando volví en mí, toda la habitación estaba ya ardiendo. Lleno de horror, me puse a gritar: "¡Socorro! Lo demás lo saben ustedes, señores jurados."

FIN