Todo un pueblo/X
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editarHabla Julián Hidalgo:
-Lo que yo voy a decir, bien o mal dicho, está en la conciencia de todos vosotros. Todo es vuestro; todo me lo dais hecho: ideas e impresiones, sofismas y verdades, frases dolorosas y coléricas protestas... Alma, vida, corazón y nervios que se os escapan de los labios a todas horas y en todas partes; palabras y comentarios que se oyen igualmente en los alfombrados salones del poderoso y en los desolados cuartuchos del pobre; en los revueltos pasillos de los teatros y en las hirvientes reuniones del café; en los despachos y en las redacciones donde ponéis vehemencias y corajes que no os atrevéis luego a verter con la misma fe y con el mismo vigor sobre un puñado de cuartillas.
No es raro ni nuevo vuestro caso.
«La Verdad» en familia, la verdad entre amigos; la verdad envilecida por el montón anónimo o vulgarizada por la muchedumbre en cuadrilla grande, como si necesitara de muchos valedores juntos para ser creída, no levantará jamás rumores de indignación ni de protesta. Es irresponsable y es impune.
Pero la verdad, proclamada en nombre de eternos y sagrados derechos en un periódico, os asusta; y la verdad austera, valerosa, pujante, inexorable, de pie, en la tribuna, «saliendo del espíritu humano rápida y segura, como el proyectil de la entrada del cañón», os espanta.
No la queréis íntegra, sino a retazos; no la queréis sobria, sino con perplejidades y tanteos de frases lisonjeras; no la queréis desnuda, hermosa, inmutable, como es ella, sino disfrazada, diluida en los convencionalismos sociales.
Por eso la practicáis a diario en la tertulia sin consecuencias, lamentando con monjiles aspavientos nuestro espantoso estado sociológico. ¡Moralidad de cascarilla y de buen tono, pero moralidad incapaz de una abnegación ni de un sacrificio a tiempo! ¡Pactar, transigir, cerrar los ojos, hablar mucho y no hacer nada: ese es vuestro lema!
Faltaba en Villabrava un hombre osado que repitiera en público lo que vosotros comentáis en privado. Yo sé que esto os indigna: no importa. Así como toda religión tuvo sus mártires, toda revolución debe tener sus víctimas. Yo sé que al repetirlo en el mismo desenfadado lenguaje que vosotros usáis, gozando de inaudita inmunidad, caeré abrumado por vuestra intolerancia. Sabré caer como el titán de la fábula que cantó el poeta: «estremeciendo al mundo con el estrépito de mi caída».
En consecuencia, vengo a deciros: Señores: Villabrava ofrece hoy a los ojos del mundo el espectáculo más doloroso de los tiempos presentes. Villabrava es un pueblo enfermo, y la enfermedad es tan cruel, tan impenitente, tan tenaz, que está pidiendo el experimento y el diagnóstico inmediatos de los más despiadados alienistas del espíritu.
El mal tuvo su génesis allá en las brumosas lejanías de un gran crimen. Naciendo del pecado, natural era que a su desarrollo se incluyeran otros muchos para dar una sombría y desconsoladora resultante.
Y así fue. La Naturaleza contribuyó a su engrandecimiento agregando sus disturbios; la incuria propagó la infección; el vicio dejó caer su gota de virus; la maldad, su grano de odio; la ambición vino y clavó sus dientes; la envidia, sus garras; los hombres políticos pusieron sus enconos; los engreimientos de clase, sus injusticias irritantes; el fanatismo, sus sombras; la miseria, su dolor; el dolor, sus lágrimas; la infamia, sus calumnias; el alcohol, su veneno, y hasta el aire mismo que se respira su anarquía.
¡Ah!, sí; el mal viene de atrás, de muy atrás, de la Historia arriba, y vosotros conocéis la Historia.
¡Villabrava era colonia!...
Perezosa, letárgica, entregada a la holganza en medio de una fonda gigantesca; gozando del amor al arrullo de los pájaros, al olfateo casi lujurioso de sus flores; sesteando a la hora en que la tierra, encendida por el sol, fluía de sus entrañas hálitos de caliente bochorno; extática ante la quimera azul de un cielo siempre limpio, o aletargada siempre por el fuego de los trópicos; Villabrava revelaba a todas horas la honda y profundísima tristeza de las «razas vencidas». Colonia sin aspiraciones, sin entusiasmos, sin fe; colonia olvidada de la alegría universal, humillada por la opresión, injuriada por tres siglos de látigo... Eso era Villabrava.
Unos cuantos hombres que la Historia llama «patricios», avergonzados entonces de tanta mengua, se lanzaron a la guerra, colgaron a la cola de sus caballos la victoria y firmaron con la punta de sus espadas tinta en sangre la libertad villabravense.
Y la libertad, que debió ser origen de bienes incalculables, de orden, de paz, de igualdad, de liberalismo y democracia, empezó a trocarse a lo mejor en inesperado desorden.
¡Mudanzas singulares de los tiempos! A poco andar aquellos mismos iniciadores de la cruzada redentora hicieron traición a su historia y opusieron a las rehabilitaciones del pueblo la vanidad insensata de las clases.
De aquella raza híbrida, terriblemente amasada con lágrimas y sangre de aventureros y de indios resultó, a partir de aquel funesto día, una sociedad risible y deliciosamente dividida en castas; una sociedad sin génesis bien esclarecido, que tuvo, como las sociedades europeas, su aristocracia, su clase media y su plebe.
La primera, más anémica y por ende menos copiosa que la abundante clase media, engendró seres degenerados y enclenques, los cuales seres, creyendo a pie juntillas en su alcurniada descendencia, se proclamaron de la noche a la mañana raíces, ramas, flores y capullos de aquellos árboles egregios que fueron orgullo genealógico del pueblo que por casualidad hizo nido en las montañas de la engreída Villabrava.
Insoportables, frívolos, inútiles hasta dejarlo de sobra, no sabiendo siquiera lucir su frac y su apellido en los saraos, los nobles improvisados, a pesar de sus parentescos y enlaces con el primer monteje adinerado del país, siguieron juzgándose de origen divino, milagros de la merced celeste, concepciones supremas del rancio feudalismo.
Allá en las inconscientes profundidades de la candidez villabravense latió la idea equívoca y maleante de la tradición.
Por eso, por arrancar de aquellas lejanías, se aceptó la farsa como artículo de fe, y echó, por desgracia, hondas raíces en la conciencia nacional.
Con todos los vicios, pero con ninguna de sus virtudes, la clase recusada se crió ferozmente entre un remolino de pasiones y partidos: la prole fue fecunda, heterogénea, mestiza, fatal... Temeraria, indómita y perversa, a causa de las humillaciones recibidas, quiso que la pseudo-aristocracia bajase hasta ella, pretendiendo por descabellada manera que la promiscuidad abajo y no el enlace arriba, en la cima, eran la noción más humana y más lógica de la quimera que los hombres llaman igualdad.
De ahí vienen todas nuestras grandes desgracias.
Jamás se ha visto en parte alguna rencor más reconcentrado y perdurable que el rencor que existe en Villabrava de clase a clase. ¡La democracia es mentira; la fraternidad, mentira; mentira el patriotismo, mentira! La única verdad es el rencor: el rencor disimulado y sonriente que se tropieza a todas horas a través de las demostraciones del cariño falso.
Y así es como yernos y suegros, y primos y cuñados, y hermanos y sobrinos, y todo lo que es parentesco de familia y cruzamientos sagrados de amistad, todo está a merced de ese rencor y de esa farsa.
En el vértigo de nuestra existencia compleja y trabajosa, en lucha fiera con instintos, con ambiciones y con clases, nos parecemos a los náufragos que en esos grandes siniestros marítimos olvidan lo que fue un momento antes galantería, distinción y cultura, para reñir en el fondo del mar su derecho de vivir.
Así como suben a la superficie esos náufragos con las manos «llenas de sangre y de lodo», así también acabaremos nosotros por subir con nuestros furores y nuestros resentimientos escondidos en lo más recóndito del alma.
El destino se ha encargado de hacer lo demás. Rota la ley, violado el respeto, entronizada la impudicia, irritada la envidia, perdida la consideración social, prostituido el sentimiento, humillados los caracteres, entendiendo la civilización por el descaro del arroyo y el progreso por el aspecto exterior de las ciudades, Villabrava es un pueblo perdido para «el ideal».
La enfermedad, ya lo veis, es intensa; enfermedad de influencia trágica, de hondos y devastadores contagios. La enfermedad es moral, material e intelectual; porque el cuerpo humano en Villabrava carece de alimento, el espíritu de alegría y la conciencia pública de articulaciones.
El mal existe -aunque no lo crean los optimistas voceadores de nuestra civilización-, existe y «toca a las entrañas de la Patria, desgarrándolas», existe arriba, abajo, en todas partes: en el suelo, en la atmósfera, en la masa de la sangre villabravense.
Cuando se la esperaba erguida y magnífica, con la frente alta, con los ojos llenos de fulgores de triunfo, ávida de conquistas nobles en la Ciencia, en el Arte y en la Industria; útil y vigorosa en el trabajo, sublime en el deber, abnegada en el derecho, insólita en el honor, la encuentra uno abajo, en el abismo, hundiéndose hasta las rodillas en el fango; mezclada, confundida, hecha montón juntamente con los otros, con sus mismos odios, con iguales mezquindades, con sus idénticos y torpes procederes.
Esa clase media que ha podido salvarse, que ha podido vencer, que pudo regenerar el país, no tiene ni tendrá jamás perdón en la historia de su época.
En vez de luchar varonilmente «contra los vicios y la corrupción de su tiempo», ha utilizado ambas cosas en beneficio suyo.
¡Otra sería Villabrava si la clase media hubiera querido!
Menesterosa de orden, necesitada de consejos, sedienta de justicia, horrorizada por las turbulencias políticas y espantada de su triste estado social, esta pobre tierra apenas si pedía un esfuerzo, un solo esfuerzo impulsor de su renacimiento.
Pero, no, señores; la clase media no quería: ¡qué iba a querer! Si médicos y abogados, artistas y literatos, banqueros y negociantes, jóvenes holgazanes y viejos achacosos, industriales y artesanos, todos sin excepción casi y casi todos sin derechos justificables, han abandonado profesiones, han hollado amistades, han violado deberes, han pateado hasta lo más santo para entrar tumultuosa y desaforadamente en el desorden político; para meter los brazos hasta el hombro en las arcas nacionales; para pelearse como lobos a la vista de la presa de un cargo público cualquiera.
Así vemos cómo por una posición efímera corre el escándalo por el camino de la envidia; y se ensartan enredos, y se zurcen chismes en las altas esferas del Gobierno; y se fabrican anécdotas sobre reputaciones inholladas, y es negocio lucrativo el denuncio falso; y se atrinchera la infamia en los reductos inexpugnables del anónimo; y se traiciona al amigo y se asesina al compañero, y hace la emulación oficio de calumnia criminal; y para solaz de la opinión bastardeada, a título de venganza política, venciendo todo escrúpulo, va la imputación alevosa a sorprender la tranquilidad de los hogares: lo único inviolable, sagrado, aun en las más atrasadas naciones del globo...
Allá, en medio del horrible naufragio, resueltas a no dejar en el furioso oleaje la pureza de sus almas, formando un mundo aparte de silencio, de selección y de honor, luchan todavía heroicas, denodadas, nuestras madres, nuestras esposas, nuestras hijas. ¡Quién sabe la suerte que mañana las espera! Cuando ese mundo bueno, amurallado de virtudes, acabe de ser violado, Villabrava habrá perdido su único pudor y su última dignidad...
A un cuadro tan sombrío como el que acabo de trazar corresponde, sin duda, una protesta solemne de parte vuestra. Ya os lo he dicho: me tiene sin cuidado vuestro enojo. Bien sabe Dios cuán duro oficio es éste de predicar la verdad a los que no quieren oírla; y bien sé yo cuán mala y recia de sufrir es ella si lleva trazas de intolerante y ruda; pero no he traído yo aquí la adulación, sino la obligación: obligación que se ha considerado lícita en todas las edades y a todos los profundos analizadores de la Humanidad, cuando de males hondos y dolorosos se trata. Si en vez de conferenciante fuera yo novelista, sería como Balzac, cruel con la sociedad de su época; como Flaubert severo con las costumbres de su época; como Tolstoï, pesimista y despiadado con las arbitrariedades de su época; como Zola, censor viril y en cierto modo sublime transformador gigante de su época; y si fuera hombre de acción, francamente, señores, sería inexorable como lo fue aquel hombre a cuya expatriación, nunca bien sentida, contribuimos los jóvenes con nuestra retórica estrafalaria, con nuestros alborotos y con nuestra demagogia infantil, juzgándonos salvadores de todo un pueblo, cuando éramos sencilla, mente cómplices de un gran crimen.
(No se necesitó más para el escándalo. ¿Para qué se necesitaba más?)