- XI - editar

La sala entera, como sacudida por una descarga eléctrica, estalló en formidable protesta de patriotismo agudo.

Y era lógico. Hallándose allí reunidos los más nobles y bizarros valedores de los fueros nacionales, aquella protesta se formuló en nombre de sus santísimos principios y por manera enérgica, es decir, por medio de golpes de bastón sobre las sillas, y por el más elocuente aún del insulto y del chillido. -¡Ha ultrajado a la Historia! -vociferaban, estremecidos de irresistible pujanza. -¡La sociedad pide reparo inmediato! -¡Matemos al infame! -¡Es un miserable! -¡Un impío! -¡Sacrilegio! -¡Bribón! -¡Canalla!...

Y se alzaban puños amenazadores y crispados, y había bocas llenas de espuma, y en cada uno de los calificativos enderezados al audaz detractor ponían los vengadores de la patria una cantidad tal de impudicias, tal cúmulo de desvergüenzas, juramentos... y cebollas, que había para salir corriendo con los oídos tapados. ¡Dijéranse las Furias del Olimpo desencadenadas y metidas a villabravenses... belicosos! Porque ya se sabe, cuando los dioses querían castigar a un mal nacido, desencadenaban sobre él las Furias inexorables; y éstas, a fuerza de chillidos y juramentos, sembraban el espanto en el corazón del impío y lo precipitaban luego de cabeza por un abismo insondable.

Así se explica que los villabravenses de procedencia casi mitológica y divina, parientes del dios del rayo y hermanos del dios de la guerra, valerosos y sublimes guardianes de aquella sociedad que se juzgaba propietaria de la merced celeste, no se contentaran esa tarde con jurar y «repartir» desvergüenzas, sino en poner en práctica el bárbaro proceder de sus ascendientes, tirando a Julián Hidalgo de cabeza por la tribuna abajo.

Para el caso había allí dioses de la talla de Arturo Canción, que hacia de Mercurio; de Francisco Berza, representante de Minerva; de Teodoro Cuevas, que pretendiendo ser Plutón, resultó Véspero, lucero de la tarde; un Véspero francés de polainas, corbata azul y gardenia en el ojal de la jaquette.

Al general León Tasajo le venía de perlas el papel de Júpiter Tonante; pero Júpiter desapareció, ¡oh mengua del militarismo villabravense!, al empezar la refriega.

Entre tantos dioses mayores, amén de los secundarios que formaban montonera, no podía faltar el rubio Apolo, y Florindo Álvarez hizo sus veces.

Pero este Apolo furioso dijo cosas tan brutales y de tal modo las dijo, que se oyeron perfectamente en la calle, dando lugar a que muchos transeúntes, ajenos al suceso, se detuvieran a la puerta del local y tomaran parte en el escándalo.

Excitada por este súbito refuerzo, aquella denodada juventud sintió circular por sus venas la hirviente sangre de los héroes, próceres y mártires de su gloriosa independencia, y se preparó a cobrar de una vez la afrenta recibida.

Los revólveres, dagas, estoques, puñales y otros alfileres de muerte que completan y resumen a todo villabravense de coraje, salieron de sus respectivas bolsas, vainas, fundas y bolsillos, convirtiendo el salón en un verdadero parque «criollo», cuyo número de instrumentos cortantes y explosivos contribuyeron a encender en todos los pechos el ardor de que ya estaban poseídos. Quién más, quién menos, respiró allí exterminio y mostró trémula y vibrátil la nariz al olfateo casi voluptuoso de la sangre que se iba a derramar.

Julián Hidalgo no tenía por qué hacerse ilusiones; su muerte estaba decretada.

En vano apareció sereno queriendo crecerse ante el peligro; en vano Luis Acosta hacia furiosos molinetes con aquel terrible y nudoso garrote tan conocido en Villabrava por las palizas que oportunamente administró; en vano unos cuantos amigos generosos protegían con sus débiles cuerpos al insolente mozo. No había nadie capaz de detener el empuje de los intrépidos vengadores de la patria.

Pero estábale reservado a un señor menos patriota, y por ende más práctico que todos aquellos señores, poner cese al alboroto. Y fue él Juan Coriolano, el coronel Coriolano Bravo, jefe de la furiosa cuanto calumniada Policía villabravense, quien los metió en cintura. Detrás de la Policía venía Júpiter, es decir, León Tasajo, que, no pudiendo disponer del rayo, dispuso de sus piernas al comienzo del motín, como hemos visto, aunque con el plausible y magnánimo propósito de evitar un conflicto, dicho sea en su honor de militar, que nuestra ligereza le había regateado.

Ni el primer Coriolano produjo entre sus asustados conciudadanos el efecto que este otro Coriolano tropical a la puerta del hirviente salón.

No venía al frente de un ejército invasor, pero sí a la cabeza de un piquete de gendarmes de muy mala catadura. Por lo cual se explica que a la algarabía de un minuto antes sucediera allí de repente uno de esos súbitos, profundos e inverosímiles silencios que las reuniones de hombres heroicos adoptan para dar pruebas inequívocas de su presencia de ánimo.

No obstante esta actitud, digna de consideración y de respeto, el coronel, que tenía ojos de lince, vio cómo algunos muchachos azorados se guardaban en los bolsillos precipitadamente las armas «mortíferas» de marras, y quitándose de ruidos, dando una formidable arremetida, cogió por el cuello al primer patriotero, y le gritó:

-¡Marche pa lante!

-¡Pa lante, pa lante! -repitieron los oficiales, superando a su jefe y atropellando a todo patriota que encontraban.

-«Pa lante» le he dicho, amigo. ¿Usted no entiende lo que es «pa lante»? -y se cimbraban, haciendo vibrar en sus manos la justiciera maceta que portaban, símbolo de su tremenda e inflexible autoridad.

Los villabravenses sí entendían aquel elocuentísimo «pa lante», aquel delicioso idioma de su no menos deliciosa Policía; pero como eran tan valientes, tan capaces de resistencias hazañosas, semejantes a las muchas que habían cometido sus padres en muchos gloriosos campos de batalla, se arremolinaban aquí, se detenían más allá, e iban saliendo poco a poco, amontonándose en la puerta, no sin lanzar centelleantes miradas de odio y de venganza a los miserables que, sin respeto alguno a sus nombres y prosapias, los empujaban de aquella suerte.

Y prueba de esto fue que, ya en la calle, cuando vieron que Julián, protegido por el coronel y sus «esbirros», entraba en un coche y partía a escape, volvió el indómito coraje a sus inflamados pechos, por lo cual partieron también, frenéticos, detrás del vehículo, gritando:

-¡Para! ¡Para, sinvergüenza, para! Pero el «sinvergüenza» no paró; los caballos iban como desbocados; el auriga sonaba y repiqueteaba terriblemente la fusta; el coche desaparecía entre una nube de polvo, y los belicosos perseguidores, irritados por no haber podido «beberse» la sangre de aquel rebelde, lanzaron unas cuantas piedras, acompañadas de otros cuantos tiros, sobre el coche escapado. Al oír los disparos, los gritos y las amenazas, en medio de aquella desatentada carrera, la gente corría despavorida. Se cerraron con estrépito algunas tiendas de comercio, y un señor que no las tenía todas consigo entró, pálido y sin sombrero, a una casa de familia, pidiendo que lo escondieran en cualquier sitio, porque acababa de entrar a la ciudad el general Comején, con su ejército de lanceros. (Un general muy tremendo que andaba por aquellos días con sus bravos de a caballo por las afueras de la población, lanceando y degollando terneras, porque le habían quitado el ministerio de la Guerra.)

Huelga decir que la villa entera, ignorando lo que en realidad ocurría, estuvo rezando y poniéndole velas a la virgen de los Desamparados, en espera de la entrada de Comején; hasta que El Temporal, periódico de gran circulación, volvió la calina a las sobresaltadas familias, narrando el suceso con todos sus pelos y señales, no sin elogiar de paso el acto heroico y «sin segundo» realizado por la juventud. ¡Hermosa, noble y hazañosa proeza! -añadía el periódico que en su página más bella había de registrar mañana la historia de este pueblo, ungido para las magnas luchas.

No le fue en zaga a El Temporal el periódico tenido en la localidad por moderado: El Augusto, donde colaboraban Álvarez, Berza y Canelón. Después de un valiente artículo de fondo, redactado por el mismo director, venía un «rondel» de Florindo Álvarez, titulado: ¡Maldito seas!, al que servía de epígrafe el último verso del famoso soneto «A Voltaire», de Núñez de Arce; luego seguía un estudio antropológico de Berza, y, por último, un ¡Epopéyico! de Canelón, donde se hablaba de proezas de luchadores medievales y otras archipujantes tonterías, todo ello enderezado a condenar la conferencia de Hidalgo. Y no contento Arturo con este desahogo metafórico, saliéndose de sus casillas y tal vez mal aconsejado por Florindo, que era de los que tiraban la piedra y escondían la mano, fue y «se metió» con Luis Acosta, dispensándole una sangrienta alusión a propósito de su «valiente actitud».

Esta imprudencia del luminoso articulista dio más tarde motivo a muy inesperados y trágicos acontecimientos.