- IX -

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En un viejo y vasto local que, a pesar de ser vasto y viejo, resultó estrecho para la gente que acudió, curiosa de lo que allí iba a decirse, decidió al fin Julián Hidalgo celebrar su primera conferencia.

Componíase el mueblaje de un centenar de sillas para los asistentes y de una mesa, colocada a cierta altura en el fondo del salón, para el conferenciante.

Los rezagados no encontraron asiento, y más de cincuenta personas quedaron en pie, obstruyendo las puertas. Hasta las señoritas Pérez Linaza y la generala Tasajo, que andaban siempre buscando dónde había escándalos, para tener oportunidad de desmayarse, solicitaron entrar, y no les fue posible satisfacer su deseo.

Y excepción hecha de don Anselmo Espinosa, a quien un violento ataque de bilis postró en cama, honraban con su presencia el acto todos nuestros más conocidos personajes, a saber: Florindo Álvarez, en calidad de poeta épico; Arturo Canelón, con su carácter de periodista, orador y revistero luminoso; el general León Tasajo, acompañado de tres militares más; Jorge de la Cueva, cuyo traje arrebatador anonadaba al concurso; Francisco Berza, como monopolizador de la sabiduría, y Luis Acosta, que fue a sentarse muy cerca de la mesa, en el fondo del salón.

Mientras, para matar el tiempo, los mencionados caballeros entablaban de silla a silla diálogos vivísimos, y algunos graciosos -que nunca faltaban en esas reuniones-, empezaron a dar muestras de mal reprimida impaciencia, golpeando las sillas con los bastones.

En este caldeado momento entró Julián Hidalgo, y a su entrada sucedió un silencio repentino, luego un murmullo indefinible, casi hostil.

Sin los aparatosos exordios que usan los oradores castelarinos para decir cuatro majaderías en un discurso de mil páginas, el joven conferenciante, después de un reposado «Señores», que vibró en sus labios como promesa de algo nuevo, entró con inesperada valentía por caminos no trillados, y así como repartió elogios señaló defectos, esbozó horizontes, nutrió de citas su doctrina, y puesta a censurar, su crítica sangró al contacto de la realidad y fue cruel, pesimista, despiadada, no hallando medio más eficaz para extirpar tantos males arraigados en su patria, que algo así como una terrible, gigantesca segadora, que cortando a través de los extensos campos villabravenses, preparase sobre el lecho rasurado los gérmenes sedientos de aire y de luz de una nueva vegetación.

Mas como no queremos ser cómplices de tan descabellada pretensión, dejamos al audaz conferenciante toda la responsabilidad de sus ideas, cediéndole en absoluto la palabra.