- VI -

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Casi absurdo, pero cierto y con vistas al escándalo, transformado en sensacional noticia periodística, cayó de plano en el Club Criollo el secreto que el esplendoroso Arturito sopló al oído de Florindo Álvarez la noche de Año Nuevo en la Plaza Central.

Y como a las cinco de aquella tarde, que calificó de «delirante» el pindárico poeta, rebosara de socios tertulianos el bullicioso Círculo, voló de labio en labio, sin tropezar siquiera en una duda confortante, el pavoroso secreto.

Julián Hidalgo, el rebelde, el osado, el criminal Julián se atrevía a anunciar, sin la aquiescencia de los sabios de Villabrava, una serie de conferencias que, sobrepujando al socialismo reinante, iban enderezadas a proclamar la anarquía ravacholesca en todas las esferas.

A suceso de tan extraordinaria especie y magnitud correspondía el prejuicio terminante del Club entero. Mas sólo hubo allí, entre los comentaristas al uso, un solo grupo patriótico que tomara a pechos y con verdadero calor el espeluznante proyecto. Este grupo, es claro, lo formaban, junto con el indispensable Arturo, el sublime Florindo, el perfumado Teodoro y el eminente Francisquito, prodigio de saber, pozo de ciencia, que empleaba en las conversaciones más corrientes toda la espantosa erudición que extraía de las enciclopedias baratas y de las revistas europeas.

Este insigne Berza no había podido ir a Europa, por más que solicitó un Consulado que le permitiese vivir en París, Londres o Berlín, leyendo a Hegel; pero hablaba de aquellos países como si hubiese nacido en ellos, gracias a las guías, mapas y catálogos que constantemente se hacía mandar por sus amigos.

La gente, sin embargo, acabó por creer en la erudición de Francisco el sabio, y rodando, rodando, aquella fama creció como una bola de nieve, y se llegaron a respetar sus juicios y conceptos como se respetaban los puños de Luis Acosta en todas partes.

Bien es verdad que de las cosas de Berza nadie sacó nada, mientras que de los terribles puños de Luis ofrecían muestras harto ostensibles algunas narices rotas y muchas bocas que cometieron la imprudencia de provocarlos.

Así se explica que en el Círculo, donde acabamos de entrar, se tropiecen ustedes, no ya con los puños, sino con los impúdicos pies de Luis Acosta, tendidos sobre una mesa, haciendo alarde, con esta desfachatada postura, de un desprecio sin ejemplo por toda aquella respetable concurrencia de jóvenes distinguidos, que solicitaban y encontraban allí la manera de aburrirse lo más cómodamente posible.

No muy lejos del sitio en que se encuentra Luis tirado a la bartola y haciendo furiosos molinetes con su nudoso garrote de bandido elegante, reñían su habitual partida de ajedrez el doctor Pérez Linaza y el general Tasajo.

Dadas sus excepcionales condiciones de valeroso militar, el perínclito Tasajo no permitía que nadie le interrumpiera con charlas y disputas sus transcendentales combinaciones de tablero; y cuando esto ocurría empezaba a dirigir iracundas miradas a los irrespetuosos charlatanes, acabando éstas por unos tan horribles resoplidos de cólera, que ponían en verdadera consternación a los que, junto a él, se atrevían a levantar una voz más alta que otra.

Las fulgurantes miradas del general caían en el presente instante sobre el corro donde manoteaban, gesticulaban y aullaban más de la cuenta nuestros ya conocidos y mencionados comentaristas.

-Yo creo con Florindo -exclamó Arturo, adoptando actitudes de tribuno para rebatir una opinión científica de Berza-, yo creo que el hecho es irritante, y sobre irritante, antipatriótico.

-Esa es la palabra: antipatriótico -dijo Teodoro Cuevas.

-Sobre todo -añadió el orador, después de una gran pausa-, tratándose de un país que jamás, y por mucho que se diga nunca se repetirá bastante, jamás fue reacio a las irrupciones del progreso y de la civilización.

-Y luego que el tal Julián es un pretencioso.

-Un loco: para mí es un loco -apuntó Florindo-. ¡Cuándo el mismo don Anselmo dice que no tiene la cabeza buena! Él, que es su pariente, sabrá por qué lo dice.

El ilustre Berza hacía en tanto signos negativos; él no estaba conforme ni con las elocuentes frases de Canelón ni con las familiares expresiones de Florindo.

-Julián no es un loco -observó, al cabo de una larga y honda reflexión-. No es un loco en el sentido que generalmente se da a este vocablo en desuso.

-Y ¿qué es entonces?

-Un enfermo.

-¡Llámalo hache!

-No lo llamo hache, Florindo. Lo llamo enfermo, caso clínico; porque lo miro bajo el aspecto científico-moderno: caso patológico, si se me permite. Caso que la Antropología denomina con el nombre de influencia morbífica: resultante de un fenómeno remoto... tal vez genésico...

(Movimiento de asombro de Luis Acosta, que empieza a incorporarse en el sillón donde le dejamos tirado a la bartola.)

-Y al decir genésico -continuó el joven sabio- digo herencia de exaltación, histerismo rabioso, que suelen transmitir los padres a los hijos, y que termina en esa ferocidad mental que algunos alienistas célebres estudian sobre el cráneo de los odiadores de impulsión.

Un aristocrático gruñido de Teodoro corroboró por manera decisiva tan profunda afirmación. Y los demás estaban ya con tamaña boca abierta, esperando los nuevos raudales de ciencia que debían brotar de aquellos privilegiados labios, cuando se incorporó del todo, bruscamente, el estrafalario Acosta, y dirigiéndose de un modo irrespetuoso a Berza, le dijo:

-Ya tú no eres un antropólogo, Paquito, sino un antropófago disparatador.

-¡Hombre! -contesta el acometido alienista-, ¡se trata de un caso!

-¿Qué caso ni qué ocho cuartos? Ustedes todo lo embrollan y lo tuercen con sus dislates fisiológicos, o como les llamen. En cuanto un hombre piensa y siente una cosa, y comete la tontería de decirla al público, ya le están aplicando ustedes malos nombres.

-Entendámonos, entendámonos, señor Acosta. No puede haber discusión posible cuando a los dictados de la razón se oponen las divagaciones de la ignorancia. (Berza hablaba sin mirar la cara a su interlocutor.) La ciencia clasifica de enfermos a los hombres exaltados. Manouvrier, Spencer y Lapouge lo confirman...

-Mira, Francisco, no me enredes ni me aturdas con tus nombres impronunciables. Yo no creo en ellos ni en «ellas».

-Ellos existen como la luz; ellas son la Biología, el más vasto ramo del saber humano; la Antropología, la Sociología...

-¿Y cómo esas ciencias, o sus propagadores -interrumpió Acosta-, no se han atrevido todavía a declarar enfermo a Jesús, que fue el más osado de los revolucionarios?

Berza le dirige una mirada de lástima al contrincante.

-Porque Jesús era un hombre sano, un hombre pacífico, un hombre...

Y allí empezó Cristo a padecer. Aquella gente, sin darse cuenta, se distanciaba del asunto y se metía en un laberinto de consecuencias y deducciones atrevidas. Siempre ocurría lo mismo: empezaban por flores y acababan por legumbres, como si con esto quisieran confirmar que en aquella tierra fecundísima la flora se daba a dos pasos de la patata.

En consecuencia, Berza disertó largamente a su modo, y Acosta replicó que Jesús no fue sólo demagogo, sino el primer apóstol del anarquismo. Algunos socios, que se habían ido acercando al fragor de la disputa, protestaron; entre ellos, con su habitual aristocrático gruñido, Teodoro Cuevas. Luis se volvió furioso y lo llamó «mameluco perfumado».

El perfumado mameluco no se dignó contestar.

Pero Canelón se encaró con el defensor.

-Según esas teorías tuyas, Ravachol, Vaillant y Pallás eran unos santos que llevaban un Jesucristo colgado al pecho.

-No lo llevaban colgado, lo llevaban dentro.

Un escalofrío de espanto recorrió los elegantes corredores del Club, y León Tasajo lanzó su segundo resoplido.

-Ravachol- continuó Acosta- no fue un asesino vulgar que profanaba los cadáveres, como dicen; fue un ser extraordinario, acaso más grande que Jesús: éste predicó el reparto, mientras él lo practicaba arrancando a un cadáver las alhajas para dar de comer a los pobres.

-¡Eso es atroz!

-¡Eso es una barbaridad!

-¡La apología del crimen! -decía Berza, paseando su mirada de sabio por todo el largo del corredor.

La disputa, como se ve, iba tomando giros peligrosos. Florindo Álvarez la detuvo con raro buen acierto, haciendo notar que se iban por los cerros de Úbeda.

-Eso es lo que yo digo -repuso Luis, calmándose-. Estamos aquí hablando de Cristo y de Ravachol para discutir a un romántico como Julián Hidalgo, que no tiene nada del primero, ni mucho menos del segundo.

-Pero que hará mucho daño al país con sus doctrinas.

-¿Y cuáles son esas doctrinas? ¿Las conocen ustedes acaso? ¿Saben ustedes las que piensa desarrollar ese mozo en sus conferencias?

-¡Doctrinas anarquistas!

-¡Mentira! ¡Quién haya dicho eso es un embustero y un sinvergüenza! (Luis no se mordía la lengua para decir estas y otras muchas atrocidades.) Julián no es un anarquista, porque no sabe serlo; porque no se atreverá ni siquiera a poner una ni cien bombas de dinamita, que hacen mucha falta en Villabrava... (Nuevos escalofríos en los corredores y entrada solemne de don Anselmo Espinosa.) Y Julián -continuó- no es más que un alucinado, un revolucionario inocente, un visionario romántico. Un abismo lo separa de la realidad. Porque no se puede ni se debe pensar en regeneraciones, ni en rejuvenecimientos, ni en cosas bellas e imposibles en un país como éste, que se lo está llevando el demonio... ¡Moral, política y socialmente hablando!

Con esto, con una fulgurante mirada del general Tasajo y con tal cual término científico de Francisco el sabio, se creyó conjurado el peligro de aquella ardiente polémica, que amenazaba degenerar en escándalo.

Pero no fue así, por desgracia. Faltaba el diluvio.

El diluvio era don Anselmo Espinosa, que, como ya se ha visto, entró de pronto al Club, en el período álgido de la disputa.

En cuanto él oyó el nombre de Julián Hidalgo le dio un vuelco el corazón: ¡aquel corazón de padre ofendido, que necesitaba, por cualquier medio, desalojarse de su justa corajina!... Mientras hablaban los otros, sus encarnizados ojos le rodaban con pavorosa velocidad dentro de las órbitas, y hacía esfuerzos prodigiosos para no soltar la lengua.

Pero ésta se soltó al fin.

Porque ya se sabe: en tocándole a don Anselmo el registro sociológico, se volvía loco: dejaba de ser banquero para ser tribuno.

Aunque esto no es cosa del otro jueves en Villabrava. Así como los anarquistas, según Luis Acosta, llevan un Cristo dentro, todo villabravense que se estime lleva dentro un Demóstenes. Don Anselmo Espinosa iba a probarlo.

-Peor, peor -exclamó de repente, ahuecando la voz, hinchando las narices, poniendo a contribución todas sus energías de varón adinerado en aquel frenético «peor» que dejó atónito a todo el mundo-. Mucho peor es todo eso que pretende el señor Hidalgo, querido Acosta. Pedir reformas sociales en Villabrava, ¡qué disparate! Implantar aquí las doctrinas de Kropotkine y de Tolstoï. (Don Anselmo no conocía más que de oídas a Kropotkine y a Tolstoï; pero allí pudo soltarlos impunemente; a los demás les ocurría otro tanto de lo mismo.) ¡La conquista del pan y la conquista de la sangre! ¡Ah, señores! Yo tiemblo con sólo pensar en el desbarajuste que surgirá de semejantes perturbadoras reformas. ¡El desenfreno a las puertas de la nación!... Volveríamos a los siglos de tinieblas, a los siglos bochornosos, a los siglos lúgubres, a los siglos depravados en que las clases desapoderadas y brutales se codeaban con las clases distinguidas. Ello sería la resultante inmediata de la igualdad... Y ¿qué es la igualdad?

A esta pregunta, que puso en creciente anhelo a los congregados, contestó León Tasajo, no con un resoplido, sino con un grito:

-¡Si por su discurso me comen la reina, le pego a usted un tiro, señor Espinosa!

Pero don Anselmo, a quien no asustaban ni tiros ni cargas de fusilería cuando emprendía la defensa de la sociedad, apenas si se dio por notificado.

-La igualdad, señores, es un crimen. La igualdad es la desmoralización; la igualdad es el desprestigio, el hundimiento, la pesadumbre eterna y el eterno enemigo de la sociedad, sobre todo de la sociedad villabravense, que, por su heráldica, por su historia y por otra multitud de razones, goza del orgullo de su estirpe indiscutible, a pesar de los que protestan. Aquí no necesitamos de reformas sociales, ni políticas, ni literarias, ni siquiera materiales. Tenemos carreteras y academias (contando con los dedos), ferrocarriles y ateneos, restaurants y colegios, tiro al blanco y cervecería nacional, hipódromo y Prensa periódica, teatros y matadero alemán, catedrales romanas y tranvías modelos...

¡Quién sabe adónde habría ido a parar la prodigiosa enumeración del caballero entusiasmado si en aquel punto y hora de su discurso no se levantara furioso y vomitando ternos el general Tasajo!

-¡Por usted he perdido la reina, por su discurso de catedrales y tranvías! De los tranvías debía usted tirar -añadió el general, acercándose con no muy buenas intenciones al congresito de protestantes donde se movía Espinosa.

Aquella brusca salida dejó inmóvil, y con los cinco dedos de la mano estirados, al elocuente Demóstenes, que retrocedió un paso ante la actitud de su colérico interruptor.

Hubo un silencio expectante y harto enojoso para todos. Pero don Anselmo, como hombre de grandes resoluciones, recobró el terreno perdido; levantó la mano de los dedos contantes y ¡zas!, se la echó cariñosamente por encima de la espalda al enfurecido ajedrecista.

-¡Qué cosas tiene usted, general!

Los demás contertulios sonrieron asombrados, pero satisfechos, del desenlace: sonrió Arturo luminosamente, sonrió por manera poética Florindo; por modo circunspecto Francisco Berza, y hasta el mismo general dejó asomar por entre sus desmayados bigotes unos dientes horribles de largos y amarillos.

Sólo el descarado Luis Acosta soltó una de sus irreverentes carcajadas sobre aquellas hermosas sonrisas de paz y de amistad. Don Anselmo Espinosa le dirigió, a través del abrazo, una mirada preñada de rayos olímpicos.