- VII -

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Si gran día de regocijo fue aquel para los glosadores y charlatanes del mentidero, horrible día de tristeza fue, en cambio, para la desolada madre de Julián.

Susana no entendía, no quería entender nada de reformas, ni de credos, ni de religiones nuevas. ¿Qué sabía ella de algaradas democráticas, de reivindicaciones populares, de ideales que se titulan bellos, de apostolados que se llaman hermosos? ¿Qué le importaban semejantes propagandas, si jamás siguió a través de la historia de Villabrava el largo, doloroso proceso de sus sociales transformaciones? Ella no era más que una viuda honrada y una madre... «furiosamente» madre.

De aquí que, presa de mortal congoja, loca de dolor, sollozara entre los brazos del descarriado mancebo la sola frase que su insoluble pena le permitía articular:

-¡Hijo, hijo mío! ¡Cuánto me haces sufrir!

Julián, conmovido igualmente y dominado por un momentáneo abatimiento, quedó cabizbajo, silencioso, triste...

Pero no cedió. Retuvo largo rato sobre su pecho la bella y juvenil cabeza de Susana, y luego, inclinándose, le dio un prolongado y tierno beso en la frente.

Ya sabía ella lo que significaba aquel beso; a través de la caricia adivinó la resolución inquebrantable de su hijo, y le dirigió una intensa mirada, llena de lágrimas; en aquel instante veía en él, en su cara abierta y expresiva, hasta en su cicatriz y en su ceño, al indio rebelde y orgulloso que lo engendró.

Contribuyó en no pequeña parte al desasosiego del mozo la lectura de una cariñosa y melancólica carta que le escribió con súplicas de verdadero amor la inconsolable Isabel.

Arpegio de ave herida, abandonada y triste, que solicita el arrullo del compañero ausente: «¡Ven! Si no vienes me muero... ¡He sufrido tanto, me han dicho tantas cosas! ¡No sabes, no puedes saberlo!... ¡Un martirio! Y todo porque dice la gente que si vas o no vas a hablar de cosas santas... Y ¿qué tienen que ver esas cosas con mi cariño, con el tuyo, con nuestro amor, que vale más que todo eso?... Papá dijo a gritos, en el patio, esta mañana, que si tú das esas conferencias se rompe definitivamente el parentesco; dijo más: que si vuelvo a hablar contigo me mata; y si no me mata me lleva lejos de Villabrava, muy lejos, donde no sepas de mí, porque él no puede tener un yerno que confiese públicamente sus ideas... ¡Ves tú, Julián, lo que has hecho!»

Aún le faltaba a Julián la última prueba. Y de esta prueba se encargó su imprudente amigo Acosta, quien, sintiéndose mentor, aquel día se levantó más temprano que de costumbre, enderezó los pasos hacia la casa de Susana, y entrándose en ella de rondón, fue sin parar hasta la misma alcoba donde dormía el cuitado un no muy tranquilo sueño de criminal en capilla, y lo despertó a grandes voces, no sin derribar antes una mecedora que encontró al paso y hacer añicos un vaso que tropezó sobre una mesa.

El ruido que hizo, el rayo de luz que se coló vivamente por la puerta de la habitación y los gritos de: «¡Levántate, levántate haragán, que son las ocho de la mañana», fueron bastantes y sobrados para que Julián se sentara de un salto en la cama.

-¿Quién es, quién es? -exclamó, todo asustado, restregándose los ojos con singular encarnizamiento.

-¡Soy yo, hombre, no te asustes!

-Debía figurármelo. ¡Caramba!, y ¿qué te trae por aquí a estas horas? Nada bueno, de seguro. A ver, echa lo que llevas dentro antes que te ahogues.

Las intenciones de Luis no podían ser, aquella mañana, mejores ni más santas. Venia a decirle a su amigo que era un grandísimo majadero.

-Sí, un grandísimo majadero. No me mires con esos ojazos de espanto. Cuando me leíste tus cuatro conferencias no me participaste que las ibas a hacer públicas.

-Y ¿para qué las escribí entonces?

-¡Hombre, para ti solo!

-No seas tonto, Luis.

-Por tonto no arreglo yo el mundo como tú. ¿Sabes que eso tiene la mar de gracia?... ¡Arreglar el mundo! Yo no sé dónde demonio has sacado que Villabrava se regenera con palabras y buenos deseos. ¿Qué piensas tú que van a hacer los villabravenses en cuanto les vayas con tus clamores sociológicos? ¿Reírte la gracia? No, chico, no. Te matan, ya lo verás, te matan... Y bien mirado, tienen razón -agregó, adoptando su magnífica actitud de mentor, un si es no es despatarrado-. Si Dios hizo a los villabravenses de esta o de aquella manera, ¿a ti qué te importa? Le vas a decir a Dios: «Ea, amigo, aquí se equivocó usted; no es de ese modo sino del otro, que debe hacerse esto.» Deja a Villabrava que se la lleve el diablo y que se arregle como pueda. ¿Te parece bien la vida así, en constante zozobra, trayendo la intranquilidad a tu hogar y arrancando a diario el llanto a los ojos de tu novia; sufriendo el insulto de los periódicos y el comentario del Club; provocando la risa de la calle y el odio de una sociedad que se encoleriza contigo, cuando ni siquiera supo ruborizarse el día que la mano de hierro de un hombre que la conocía mucho la abofeteó despiadadamente? ¿Crees tú que predicando se corrige? ¡Pues crees mal! Villabrava seguirá lo mismo que la hicieron... los que tuvieron el mal gusto de hacerla: con sus calles torcidas como sus conciencias; con sus orgullos estúpidos, con sus dolencias públicas, con sus chismes, con sus infamias, con sus apodos soeces, con sus delitos sin castigo, con sus mismos hombres y con sus mismas vergüenzas. Yo no estoy por las amenazas, sino por el cumplimiento inmediato de esas amenazas. Hechos y no palabras. Cárceles, guillotinas, fusilamientos... Eso es; muchos fusilamientos. Y cuando haga falta, tú ya conoces mi manera de pensar: muchas bombas de dinamita. ¡Fabricar pueblos nuevos sobre montañas de cadáveres y escombros!...

Después de esta incoherente y espantosa parrafada, capaz de poner los pelos de punta al más feroz enemigo de la Humanidad, Luis Acosta se reclinó, se acostó casi a lo largo de la mecedora, tan tranquilo, tan satisfecho, que no parecía el mismo que un momento antes soltara aquel montón de frases estrafalarias, con las cuales creyó él no sólo aturdir sino anonadar de una vez para siempre a su callado amigo.

Pero las dichas estrafalarias frases produjeron en Julián un efecto contrario, afianzándole aún más en sus extraviadas ideas de reformador lírico... Para saber hasta qué punto tenía derecho al sacrificio de aquel mozo el pueblo en cuestión, vamos a abrir al lector sus puertas de par en par.