Todo un pueblo/V
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editarTodo cuanto hablaron y dijeron las alegres y revoltosas susodichas señoritas sobre el villano proceder de Anselmo Espinosa en su casa, absolutamente todo era verdad. Pero el odioso proceder de este energúmeno tenía una explicación: su origen.
Anselmo Espinosa nació brutalmente sobre los trapos podridos de una tienda de inmigrados; de esos inmigrados que llegan a todas partes sucios, andrajosos, maltrechos de cuerpo y de espíritu, pidiendo hospitalidad a veces y a veces trabajo, acabando por llenar de injurias y de hijos el país donde se instalan.
Los padres del muchacho, nacido por casualidad, por sorpresa, en Villabrava, fueron a labrar tierras fecundas, no muy lejos de la ciudad, y a poco andar el tiempo se hicieron dueños de las tierras fecundadas.
Repentinamente murió la mujer, según los vecinos, de una tremenda patada que le dio el hombre en plena preñez. Y el hombre, entonces, se instaló con el producto de sus economías, que no eran pocas, en un populoso barrio de la capital. El muchacho, ya crecido, fue al colegio, y el padre al comercio de menudeos y rapiñas: el comercio progresó por modo rápido, y muy pronto fue comercio «al por mayor»; luego, en el corazón de la ciudad, «alto comercio», casa grande, casa de importación y exportación, casa de banca al fin...
Muerto el laborioso y activo señor Espinosa, el afortunado Anselmo, que florecía en los treinta años, quedó dueño de aquella firma respetabilísima, de aquel crédito ilimitado, de aquel verdadero prestigio bursátil, cuyas solas operaciones producían desbarajustes y pánicos continuos en la Bolsa.
Cayó por manera furiosa sobre la banca codiciada y se aventuró en mil negocios de préstamos, hipotecas y contratos, los cuales contratos, hipotecas y préstamos, sin aumentarle el capital poco ni mucho, produjéronle, a vuelta de algunos meses, valiosas influencias entre los gobiernos de Villabrava, a quienes sabía dar dinero oportunamente.
Merced a su oro, a su juventud y a su audacia, llegó a un hermoso reinado de aventuras, de escándalos, de banquetes, de ganancias y pérdidas inverosímiles en los clubs y en las carreras; de líos de mujeres y de desórdenes, que la misma posición monetaria cubría de gloria. Y no obstante esa envidiable posición monetaria, Anselmo Espinosa, con su lujo y sus derroches, se mantenía, o lo mantenían distanciado de la sociedad escogida. Franqueaba, sí, algunas puertas y era tolerado a veces en las grandes reuniones; pero en ninguna casa de familia podía decirse que lo aceptaban con verdadero regocijo.
Inútiles fueron sus esfuerzos para mostrarse insinuante, flexible y distinguido: siempre había en él algo del padre burdo, del labrador giboso; algo de su vulgar procedencia de inmigrado.
Aquel cuerpazo, aquella cara redonda y colorada, aquel pelo siempre erizado como el de un jabalí, aquellas manos regordetas y aquellos pies enormes no habían sido hechos para seducir, ni menos para conquistar voluntades en las bizarras lides del salón. Y esto lo sabía él y le ponía fuera de sí, porque su orgullo feroz, su desmentido orgullo de hombre acaudalado y soberbio, no le permitía el rechazo de una sociedad que se consideraba superior a él.
Ese orgullo, es verdad, concluyó por imponerse en los casinos, en la calle, en las altas esferas gubernamentales; pero no logró dominar la arrogancia de ciertas damas de Villabrava que se creían descendientes directas de los más altos soberanos de la tierra. Listo, y sobre listo astuto, no se alejó de ellas. Por el contrario, se acercó aún más a las aludidas damas por todos los caminos que encontró fáciles; las halagaba a todas y a todas las defendía cuando los malos nacidos del país las herían con sus habituales inventivas.
Y lo raro del caso era que Espinosa sentía lo que decía. Atormentado por su nacimiento humilde, hubiera dado la mitad de su hacienda en cambio de un nombre sonoro, de un segundo apellido que le diera visos de nobleza. ¡Ah, lo que sufría Espinosa recordando a su padre! Nunca se vio hombre más apenado de su origen ni con más afán de borrar para siempre de su vida el recuerdo de su humilde procedencia.
Se casó con Juana Méndez Hidalgo por despecho, porque las otras no lo aceptaban y porque Juana llevaba al matrimonio, juntamente con sus atractivos, una gran dote. Pero al cabo de un mes, a raíz de la llamada luna de miel, sintió por ella toda la antipatía que un hombre acostumbrado al desenfreno puede sentir por una mujer a quien no amó de soltera.
Por otro lado, la alianza desigual y anómala del atlético banquero y de la mujer rica, pero modesta, retraída siempre y siempre quitada de los ruidos sociales, no podía dar buenos y equitativos resultados: él tenía sus pretensiones de linaje, su obsesión, su deseo de bullir, de ser traído y llevado en reuniones y casinos; su orgullo, que se alzaba cada vez con más brillo sobre la realidad de su pasado, y su gran cruz de caballero, que le concedió un Gobierno débil en cambio de un «chanchullo financista». Aquella cruz se le subió a la cabeza y le hizo concebir la esperanza, no, por cierto, muy difícil en aquella tierra, de alcanzar el mejor día el disparatado honor de la cartera de Hacienda.
A estas desaforadas aspiraciones de Espinosa, a quien la gente le había colgado ya un «don» tan campanudo y sonante como el grueso dije de su reloj, opuso su buena esposa una mansedumbre casi evangélica que la hizo mártir, desgraciada y persona inútil en menos de cinco años. Y el hogar de don Anselmo fue lo que debía ser: un infierno; pero de este infierno surgió un ángel: Isabel.
Don Anselmo empieza a actuar de hecho en esta historia a los cuarenta y cinco años. Se conserva aún robusto, fuerte; y sigue viviendo para «el gran mundo», consagrándole su existencia toda entera: sus ideas en los salones y sus alardes de hombre generoso en los bazares de caridad. Opina con arreglo a las opiniones de las personas distinguidas, viste como ellas, imita sus gustos, sus costumbres, sus aburrimientos mismos, sus modales y hasta sus gestos dondequiera que los halla.