- IV - editar

Para festejar debidamente la entrada del nuevo año se ha embellecido, por espléndida manera, con banderolas, arcos, lazos, gallardetes, juegos de luz e hileras maravillosas de farolillos de mil colores, la Plaza Central de Villabrava.

Aquello está que arde.

La alegría estrecha las distancias y anuncia y despierta en todas las almas idénticas sensaciones de placer, porque aristocracia y pueblo se confunden, se amontonan, se estrujan y desfilan, furiosamente apiñados, bajo una granizada de tropicales notas que impunemente les dispara desde su doble trinchera de atriles la atronadora banda municipal.

El vocerío es extraordinario; los fuegos artificiales no cesan; la muchedumbre crece... Numerosas y respetables familias se autorizan el mágico placer de admirar desde sus asientos, colocados a derecha e izquierda del paseo, aquel compacto desfile; y apuestos, elegantísimos mancebos, que con el sombrero ladeado y el bastón empuñado al revés, en señal de distinción, cruzan de punta a punta la revuelta plaza, se arrancan de vez en cuando el supradicho sombrero para saludar heroicamente a las damas que encuentran al paso.

Uno de estos heroicos saludantes es Teodorito Cuevas, más conocido por Teodoro de las Cuevas y del Milagro de la Concha, condiscípulo de Julián ayer, y hoy figurín inmarcesible, terror de casadas y solteras, orgullo de la Plaza y pasmo de la arrebatadora cursilería villabravense quien a fuerza de imitar la flamante indumentaria al «elegante» joven, porque había llegado de París en esos días, acabó por plagiarle definitivamente, no sólo las corbatas, los pantalones, los sombreros y los zapatos de punta afilada y primorosa, y sobre todo esto un idioma especial, exclusivamente de Teodoro, y el cual idioma consistía en intercalar en toda conversación palabras exóticas y mal aprendidas en el trote del boulevard.

Teodoro saluda en este momento a una enmarañada, deliciosísima selva de plumas, sombreros, encajes, cintas e inverosímiles volantes que se destacan en primera fila y que pertenecen a las esposas e hijas respectivas del doctor Pérez Linaza y del general León Tasajo, famosos caballeros éstos por su inquebrantable amistad y por el prodigioso número de muchachas casaderas que ofrecían a la juventud villabravense.

No se concebía en Villabrava a una Pérez Linaza sin una Tasajo al lado, como no era posible ver al general sin su inseparable amigo; de tal suerte que la malicia, tan diestra en averiguar vidas ajenas, principió por saber cosas muy feas entre las señoras y señoritas mencionadas, terminando por colgar otras más feas aún al ardoroso afecto del valiente general y del perínclito doctor Linaza.

Las hijas de Tasajo eran tres; cuatro las de Pérez, distinguiéndose entre éstas la menor de edad, pero la mayor y más robusta de cuerpo. La llamaban Providencia, y era, en efecto, una providencia monstruosa, colosal, abundante de pechos, sobrada de espaldar, rolliza de cintura, con unas caderas tan abultadas y violentas, que, vista por detrás, Providencia parecía una de esas poderosas yeguas normandas, cuyo trote reposado y lento semeja a veces el pensativo andar de una persona.

Y esta yegua, decíamos, esta mujer inconmensurable, amaba; y el amor, no lo creerán ustedes, el amor la había hecho romántica, hasta el punto de producirle los ardores, inquietudes y ansias propias de las grandes pasiones, unos tan architerribles ataques de nervios, que la dejaban desmayada y tonta para muchos días.

El privilegiado mortal causa y objeto de esta fogosa pasión, era Florindo Álvarez, poeta acreditado de pindárico y «protorrayo», no sólo por sus robustas estrofas, sino por la extraordinaria delgadez y altura corporales con que el cielo premiara al ennoblecido vate, para completar su fachada de ente original. Pasaba como hombre bueno a los ojos de todo el mundo y era el mozo de más mala índole que había en la población.

Es él quien hace el gasto a la sazón en la enmarañada tertulia, derramando sobre ella las más frescas flores de su numen.

Pero «las niñitas», como las calificaban sus padres, son harto alegres y revoltosas para sostener más de una hora la almibarada conversación del bardo glorioso, y cogen por los cabellos lo primero que pasa, variando así de tema y armando un zipizape por la menor majadería. Todo en aquel ardiente circulito merece un aplauso, una carcajada, un mote, un chillido argentino...

Y a medida que van ocurriendo asuntos dignos de sus vibrantes regocijos, las lenguas de aquellos angelitos no descansan y van soltando chistes a granel, y entreverando frases, y zurciendo epigramas, y narrando cuentos a propósito de tal cual suceso, motivo de escandaloso comentario.

-Pero, ¿tú no sabías nada, criatura? -dijo Providencia.

(Entiéndase por criatura a Florindo.)

¡Qué iba él a saber! Su cabeza era una olla de grillos por aquellos días. Estaba escribiendo un poema para el aniversario poético-musical de la Academia, que debía celebrarse próximamente con un certamen despampanante. Enloquecido por los tropos y los consonantes, no se había dado cuenta de lo que pasaba en la casa de don Anselmo, comidilla actual de aquella encantadora reunión.

-¡Un verdadero escándalo, Florindo, un horror! Hubo gritos, protestas y desmayos. Después que el osado Julián se fue, don Anselmo montó en cólera y de la cólera desbordada resultó un torrente de injurias para la esposa «consentidora», para la hija «imbécil», para el mozo «estrafalario». Juana salió, como siempre, en defensa de los novios, y el desbarajuste llegó al colmo. ¡Qué interjecciones más gruesas! ¡Qué ferocidad de ultrajes! No te puedes figurar. ¡Acabó aquel hombre por tirarle una botella a la cabeza!...

-¿A quién?

-¡A su mujer, Florindo, pareces tonto!

A Florindo le pareció imposible aquello. ¡Como él era así, tan cándido!

-¿Imposible? -apuntó, enfurecida, una Tasajo que parecía una flauta- ¿y un día de fiesta que pensábamos hacerle una visita a esa gente tuvimos que volvernos desde la puerta?

-¿Cómo?

-¡Cómo que había un escándalo dentro!

-Sí, es verdad -añadió la mayor de las Pérez Linaza, interrumpiendo a la que tenía la palabra-; don Anselmo le gritaba a Juana que era esto y lo otro; Juana decía que se iba a marchar de aquella casa; Isabel se echó a llorar, desesperada...

-Y los sirvientes -terminó Providencia- se asomaron, riéndose, por detrás de los visillos del comedor, para gozar a sus anchas de la pelotera.

-Eso sería una frívola discusión de familia.

-No seas majadero, Florindo. ¿Qué discusión ni qué ocho cuartos? Un desbarajuste. Parecía aquélla una perrera. Mira tú si fue grande el escándalo, que los vecinos salieron a las ventanas. ¡Y eso que el vecindario es aristocrático!...

-Si no hubiera sido en la casa de don Anselmo -concluyó por decir otra-, de seguro que interviene la Policía.

-¡Oh, oh! -exclamó el inocente poeta, que no se atrevía a censurar definitivamente a su ilustre amigo Espinosa, porque te prestaba dinero cuando le hacía falta, cosa que ocurría con frecuencia-. ¡Oh, oh!

Y aquel ¡oh! emitido tan patéticamente que conmovió a la hirviente tertulia, fue precursor de un saludo gloriosísimo, inesperado, estentóreo.

Arturito Canelón, el periodista que con Florindo Álvarez compartía en el país los dictados de «eminente joven», escritor «ígneo» y «criollo luminoso», apareció allí de repente, radiante de felicidad, rebosando satisfacción inmensa.

¡Arturito por allí, Canelón por allá!

-¡Ingrato!

Todas querían hablar a un tiempo.

-¡Perdido!

-¡Qué no se le veía a usted!

-¿Dónde estaba usted metido, hombre de Dios?

-Nos tenía usted muy enfadadas, mucho.

-Si merecía que no lo quisiéramos...

-¡Inconsecuente, inconsecuente!

Hijo natural de un notable hombre público y de una lavandera, que murió, para su dicha, siendo él niño, Arturito Canelón le cayó en gracia a la familia legítima de su padre, y allí obtuvo todo y más de lo que necesitaba: mesa, educación y apellido. Al apellido le agregó la maldad un apodo: el de Longinos ilustrado, porque en una Jerusalén casera, el famoso Arturito representó el triste papel de ciego bíblico, no sólo para darle una lanzada a Jesucristo, sino para darse la satisfacción de pronunciar un discurso antes del hecho. Era el lado débil del flamígero joven. Y no perdía ocasión de demostrarlo en distribuciones de premios, en todas las fiestas benéficas y en todos los actos más o menos públicos que se celebraban con harta frecuencia, casi semanalmente, en Villabrava.

El público, al principio, se rió del aturdido y petulante jovenzuelo; pero éste, adivinando de qué pie cojeaba aquel público reacio, acabó por adularle desde la tribuna con tales y tan deslumbradoras frases, con tan patéticos y bizarros ademanes, que la sociedad entera se rindió; la fiera estaba domada. ¿Cómo no? Canelón tenía en cada discurso frases hipnóticas, bellas, épicas delirantes para los poetas, para los periodistas para los sabios, para los pintores y para los héroes de la gentil ciudad.

Una turba de imágenes radiosas fluía siempre de sus labios, y aquellas imágenes tenían el color de las flores de Villabrava, el brillo de su cielo, la frescura de su brisa y el reflejo de su sol. Las mujeres, sobre todo, se volvían locas oyéndolo: oyendo aquellas cosas tan seductoras, tan liliales, tan estupendas, que les decía Canelón. Ya no eran frases, sino sinfonías de frases, aquéllas de sus discursos repujados de «fulgores de ojos negros», de «mejillas tempranas», de «senos ebúrneos», de cabelleras «clásicas», de talles «aéreos»...

Y las damas, temblando de emoción y de placer, agitaban desde sus asientos los pañuelos y los pintados abanicos, sacrificando los quilates más o menos subidos de su emperifollada nobleza en aras de la fraseología estrepitosa de aquel Canelón.

Empingorotado de esta guisa y bañado por la protectora luz que irradia, a veces, la improvisada gente de buen tono, se presentaba el joven Canelón en todo sitio público con aire de conquistador favorecido y luminoso, como podemos ver por el recibimiento que acaban de hacerle las Pérez y las Tasajo juntamente.

El radiante joven no salía de su apoteosis, y aceptó con admirable valentía aquel chaparrón de simpáticas injurias, repartiendo, en cambio, sendos aterciopelados, blanquísimos jazmines, que traía ocultos debajo de la levita, entre sus adorables detractoras. Después se acercó a Florindo y le sopló al oído un secreto, del cual secreto pescó parte de la reunión el nombre de Julián Hidalgo.

-¡Hemos oído!... ¡Hemos oído!... -gritaron, aplaudiendo, entusiasmadas de su propia perspicacia, dos de las siete señoritas.

-¡A ver, que se diga! -prorrumpieron las otras-. ¡Que se diga inmediatamente!

-¡Aquí no se permiten secretos!

Canelón, acosado, abrió la boca. Pero al instante se la cerró un formidable disparo, seguido de atronador vocerío, y de un gran estrépito de campanas echadas a vuelo.

El nuevo año, precursor de dichas imaginarias, anunciaba ruidosamente su presencia a los humanos. Por lo cual, las señoritas Pérez Linaza y Tasajo se lanzaron frenéticas sobre sus dos amigos para estrechar contra sus respectivos pechos las manos que ellos, también emocionados, se apresuraron a ofrecerles.

Cuando cesó aquel ruido espantoso, Florindo lanzó al espacio un grito de inspiración intraducible, y Arturo lamentó no tener a mano un puñado de cuartillas para pintar con relampagueantes y milagrosas frases, aquella explosión de vítores y abrazos, de besos, de risas «sonoras», de músicas vibrantes y de vibrantes repiques de campana, que, en medio de un tributo de luces de púrpura y de oro, ofrendaba la heroica Villabrava al Bienvenido.