- III -

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Al poner el pie en aquella selva vigorosa y patente, entregada a la ciega energía de la procreación cargada de luz de sol, nutrida de aguas fecundantes, infatigable en su lujuria y magnífica en su salvajismo y en su fuerza, del pecho de Julián brotó un grito de admiración súbita.

El bosque sorprendido contestó rugiendo al saludo juvenil... Diríase que el augusto recinto, el inmenso refugio de sus mayores, reconocía en él al vástago de la vieja tribu, porque hubo como rumores de torrentes en las quebradas hondas y estremecimientos de árboles añosos, taciturnos testigos de injurias no olvidadas; y hubo también como diálogos de pájaros en huelga y palmas gigantescas que batieron sus lánguidos brazos en señal de regocijo, y un águila caudal extendió sus alas enormes y fue a cantarle en su idioma estridente de granizados al abierto espacio, la llegada del último Hidalgo a la montaña inaccesible.

Jamás un alma joven y aturdida se abrió tan rápida y espontáneamente a la regeneración como la de Julián. Salió desgarrado y triste de la ciudad, y la sola influencia, el hálito fecundo de la tierra generosa que pisaba, le volvió la vida.

Libre de la vulgaridad, de la pequeñez, de la rutina del medio ambiente que respiró su maleada juventud, una segunda juventud, sana, bella, floreciente y nueva se desprendió de la primera; recuperó su ser, casi perdido para toda cosa de provecho; se alegró de pronto su imaginación, y sus ojos adquirieron esa gozosa mirada de felicidad que puso la poesía en la pupila de Adán, cuando Adán despertó para asistir a la aurora del mundo.

Decididamente el espíritu de aquel mozo había sido hecho para la grandeza. Se asimiló el bosque como se asimilan ciertas personas, sin saberlo, las costumbres y las cosas, el idioma y el estilo del país extranjero que frecuentan; y el frecuente roce con la selva le comunicó a Julián toda su existencia: algo de su poder, mucho de su serenidad y un poco de su fiereza hermosa.

Acabó por amar todo aquello que era suyo. Abismos y vertientes y picachos, merced a sus fantásticas creaciones, se despojaban a veces de su materialidad de cosas y adquirían, según sus sueños, figuras vivientes de personas que lo amaban. Los criados de la finca, que lo vieron nacer y lo querían como a un hijo, constituyeron su hogar, y a vuelta de dos o tres años recordaba apenas de una manera vaga, a modo de confusa pesadilla, casi con horror, la ficticia alegría de su pasado.

¡Qué feliz se consideró entonces! Faltábale, no obstante, una persona a quien comunicarle aquella ruda, semibárbara felicidad, y cometió la torpeza de manifestársela en extensa carta a su imprescindible amigo Luis Acosta.

Aquella carta fue su perdición.

Luis había llegado a gozar en la sociedad de los mismos privilegios que gozó de niño en el colegio. Vivía de una cuantiosa pensión que «el maestro» le fijó, sin decirle su procedencia, y vivía bien, gastaba a manos llenas, entrando porque sí, porque le daba la gana, a todas partes, como Pedro por su casa, y tratando a todo el mundo con un desenfado inaudito, como si todo el mundo estuviera obligado a rendirle homenaje a su valor y al grueso bastón con que a veces ayudaba por modo elocuente sus habituales descaros.

Luis le contestó a Julián extensamente y le narró historias y le habló de todas aquellas rencillas y mezquindades de pueblo que él había olvidado. La correspondencia desde aquel momento fue asidua, semanal, indispensable; cuando Luis escribía sobre esta o aquella atrocidad, Julián, indignado, pedía regeneraciones inmediatas, hombres nuevos, cosas imposibles.

Y en aquel ir y venir de informaciones y juicios y protestas, acabó por formarse en su alma una prevención sorda y tenaz: no sabía contra quién; pero aquella prevención, que no halló en la selva donde posarse, tomó cuerpo al cabo, y se fijó en una parte de la Humanidad, que no trataba precisamente, cuando, urgido y solicitado por Susana, tuvo que regresar, nada menos que a enterarse del asesinato cometido en la persona de su padre.

Fue un crimen misterioso, extraño, horrible, realizado a la vuelta de una esquina. Nadie vio, nadie supo nada hasta el día siguiente, que se encontró el cadáver tirado sobre el arroyo, y junto a él un bastón roto y un puñal, cuyo mango, de plata oxidada, tenía adherido, como muestra trágica del hecho, un mechón de cabellos ensangrentados.

Primero se habló de un crimen político, después de una venganza, y, por fin, de un «acto pasional», por lo que salieron a relucir sus facultades analíticas todos los Lombrosos, Tardes y Ferés de la gentil ciudad. Todo el mundo habló del crimen como si lo hubiera presenciado, y, sin embargo, el crimen quedó impune.

Dijérase que por uno de esos raros sports de los pueblos poco socorridos de sucesos espeluznantes, quién más quién menos quería ser allí cómplice del asesinato de José Andrés.

El golpe, a pesar de la cólera de león que se traía Julián del bosque, lo anonadó; lo anonadó de tal suerte, que no se dio cuenta de que algo más siniestro, si cabe, que la muerte de su padre empezaba a flotar con temblores de deshonra sobre su desolado hogar... ¡Ignoraba todo! No sabía nada, no comprendía, no sospechaba siquiera que la por muchos títulos virtuosa Susana Pinto, la madre queridísima, la viuda infeliz, sufría en silencio unas tan brutales proposiciones amorosas de don Anselmo Espinosa, que tocaban los límites del cinismo.

Aquel hombre impúdico, codicioso, sensual, turbado por las involuntarias voluptuosidades de la viuda, en plena sazón de belleza, aguijoneado, en fin, por un repentino deseo que se le agarró a la sangre, quiso violar el respeto que debía al cercano parentesco; y Susana, temerosa del disgusto que tal relato pudiese ocasionar a su hijo, no se atrevía a decírselo.

Julián presentía, no obstante, algo inexplicable; presintió la lucha, adivinó la catástrofe de lejos, y todo ello fue en él instinto de raza, de aquella raza indómita, vencida, pero no domada, a latigazos en los laberintos mismos de su selva.

Adiestrado ya para el combate, se preparó inconscientemente y se declaró de una vez para siempre aquel carácter impetuoso, vehemente, que no conoció nunca el perdón. Al primer rozamiento del colegio, a aquella injusticia manifiesta se añadió la antipatía anticipada de la gente, y a ésta la desgracia de su padre, junto con el presagio de su deshonra.

De ahí que todo mal proceder, cualquiera cosa, nada, le lastimaba la herida, y la herida tuvo siempre una boca abierta, por donde manaba a veces sangre en abundancia.

Ni el tiempo, ni la alegría, ni el amor mismo de Isabel, triunfaron de la rebeldía insólita que se irguió desde entonces en la airada memoria de Julián Hidalgo.