XVIII

Inmediatamente Teresa le escribió a Roberto rogándole que difiriese el presentarse en su casa, a fin de evitar una escena desagradable entre su padre y él, y motivó su ruego, refiriéndole puntualmente la borrascosa conferencia y repitiéndole que sus sentimientos serían siempre los mismos hacia él.

«Su carta, amiga adorada -le contestó Roberto-, me ha hecho mucha impresión. Apenas sabía que mi madre se llamaba Teresa (pero nunca se me dijo de qué familia era) y que había sido muy desgraciada... Vine al mundo cuando mi padre estaba agonizando, y mi madre, en su angustia, creyendo que no se salvaría, se dejó morir. La tristeza rodeó mi cuna, nací en medio de lágrimas y desesperación; pero ignoraba, que, en parte, por culpa del padre de usted había quedado huérfano... La Providencia ha querido al fin reparar estas injusticias de la suerte si el señor Santa Rosa persiguió a mis padres, su hija, cual un ángel piadoso, ha venido con su bendito amor a llenar mi vida de esperanza y de dicha... No; que no piense el señor Santa Rosa que quiero entrar a su casa; creería yo que los manes de sus víctimas se levantaban para maldecirme. Teresa, rica y rodeada de lujo, no puede ser la esposa de un desheredado como yo; pero Teresa pobre y amante, sin más brillo que el de su belleza, ni más riqueza que la de sus virtudes, será la compañera y el consuelo de un desdichado que ella ha enaltecido con su amor.

No recibamos nada de su padre de usted; ¡yo trabajaré, trabajaré sin descanso, y cuando pueda obtener algunas comodidades... entonces reclamaré el ídolo de mis ensueños!...»



Aunque rara vez podían verse, Teresa vivía feliz con la seguridad de ser amada, conviniendo en que con sus relaciones y sus esperanzas serían un secreto para todos. Los pasajeros del vapor que los acompañaron en su viaje, habían esparcido, sin embargo, algunos rumores acerca de la intimidad con que se trataban, pero nadie había hecho caso al ver que Roberto no visitaba la casa y que rara vez los veían hablarse.



«Me pregunta usted -le escribió Roberto algunos días después-, por qué manifiesto tanta, satisfacción al hablar del estado de mis negocios: usted (como en todo lo que es dichoso en mi vida) ha tenido parte en abrirme un camino que nos conducirá a la felicidad futura, proporcionándome algunos fondos con qué empezar a trabajar. ¿No me comprende, no es verdad? Recuerda usted que me dijo que mi madre tenía un hermano en Arequipa. Supe por una casualidad que él tenía en su poder una suma de dinero que perteneció a mi madre, y le escribí explicándole mi posición, y enviándole mi fe de bautismo. Inmediatamente me contestó con bastante cariño y me hizo devolver lo que me pertenecía. Apenas son algunos miles de pesos, pero con ellos tengo esperanzas de llegar pronto a poseer una posición ventajosa en los negocios..., y dentro de dos años podré ofrecerle públicamente un hogar, si no rico a lo menos soportable, feliz tal vez, porque el amor lo embellece todo.»

Otro día Roberto le escribió:

«Cuando la veo en la calle, en el teatro, en los paseos, cubierta de ricas telas, rodeada de admiradores que aman tanto su riqueza como su hermosura, entonces siento que mi corazón late lleno de orgullo.

Ellos tienen la dicha de oír su voz y contemplar de cerca su belleza, me digo, pero yo, pobre y oscuro soy dueño de ese corazón que ellos no podrán obtener, ¡y al través de la multitud su mirada sólo busca la mía! ¡Oh, querida mía: no envidio la suerte de ninguna de esas brillantes mariposas que la rodean!..., tengo mi tesoro oculto que hace toda mi dicha...»



Una noche, al salir del teatro, Roberto logró acercarse a Teresa, y recibió de ella un billetito en que le avisaba que su padre había descubierto la correspondencia que sostenían, sorprendiendo al criado de Roberto y al suyo, y quedando concertados que en lo sucesivo le entregarían las cartas de que fueran portadores.

«Por una casualidad -decía-, he descubierto esto; me lo dijo Rosita, en quien mi padre tiene mucha confianza, según parece. Aunque ella se dice amiga nuestra, no tengo fe en su amistad. Preferiría no verlo a usted sino muy rara vez, a encontrarlo en casa de Rosa, cuya redoblada, amabilidad y protestas de cariño me alarman y me disgustan no sé por qué. Serán caprichos mujeriles, pero hay presentimientos que no engañan...»

En la parte baja de la casa de Teresa (pues ella y su padre ocupaban una casa entera) había una pieza, rara vez ocupada, con reja hacia la calle, de la que determinaron los dos amantes aprovecharse para su futura comunicación. Cuando todos se retiraban en la casa, Teresa bajaba como una sombra y poniendo su carta en la ventanilla recibía la de Roberto. El espíritu de aventura y el romanticismo que hacia el fondo de aquel se habían exaltado en Teresa, y las misivas misteriosas y el aspecto novelesco que habían tomado sus relaciones con Roberto la interesaba y llenaba de encanto.

Todas las mañanas se renovaban en el saloncito de Teresa las preciosas flores compañeras infalibles del billete nocturno, que con frecuencia, como el siguiente, la inundaba de gozo, porque creía encontrar en su autor un corazón tan constante y entusiasta como el suyo propio:

«Amada mía: acepte esas rosas que le envía su Roberto. Todo el día han estado sobre mi mesa y mañana ocuparán la de usted.

Guárdelas secas, se lo suplico, como un recuerdo de las tres cualidades que sostienen a su amante: amor, esperanza y fe... ¡Ah! ¡yo no podría vivir sin este amor que me da fuerza, la esperanza de que usted no me olvidará nunca, y la fe en lo porvenir!... ¡Oh! Amada Teresa: puedo jurar ante Dios, a quien tomo por testigo, que su recuerdo es lo más querido que he tenido y que tengo en el mundo. ¿Usted también piensa del mismo modo respecto de mí, no es cierto? ¡Dígamelo, repítamelo, por Dios! Repítame que nunca olvidará a su Roberto, que desde que la conoce sólo ha vivido por usted y le ha consagrado toda su alma... No dude nunca de mí; aunque viva lejos, aunque no me vea, crea siempre que todos mis pensamientos, todos los latidos de mi corazón son únicamente para mi adorada. Cuando comprendo y profundizo la completa satisfacción que me produce este sentimiento que ha endulzado mi vida, me causa pena considerar que la vida es tan corta...»

Si en las cartas de Teresa había menos protestas, en cambio eran más naturales y su estilo más sencillo. Se leía en ellas una sinceridad completa y una confianza profunda en el que amaba.

«Una idea me preocupa -le escribía una vez-: usted me ha dicho, amigo mío, que a veces mis pensamientos y expresiones lo entristecen, por cierto fondo de desconfianza que encuentra... ¡desconfianza en los demás, es probable, pero en usted jamás! Como se lo he dicho muchas veces... ¿Será acaso que usted me creía mejor de lo que soy y al levantar una punta del velo que encubre mi alma la encuentra muy defectuosa?... Sin embargo, bajo su influencia he procurado mejorar mi carácter, corregir mis defectos... Cuando su sombra pasó por primera vez en mi vida, yo llevaba una existencia de vacío e indiferencia; en medio de la necia vanidad de los que me rodeaban había perdido mis más dulces y sagradas ilusiones, y con terror veía desvanecerse la fe en los sentimientos que hasta entonces habían sido mi consuelo... Después, el recuerdo de usted empezó a embellecer mi vida, y cuando lo conocí mejor, sus nobles ideas, sus virtuosas aspiraciones y su consoladora simpatía fortificaron mi corazón... Veo el sol más brillante y más puro en el cielo, y en la tierra la humanidad me parece mejor y más digna de aprecio. Comprendo que sí existen almas elevadas, virtuosas y desinteresadas, como las que había ideado, y siento con indecible gozo latir el corazón que creí muerto y que usted ha reanimado.



¡Oh! ¡benéfica influencia de una noble simpatía! Le escribía otra vez; nunca imaginé que mis pensamientos pudieran tener alguna utilidad, ni menos que sirvieran de consuelo a otro. ¡Oh, puro amor de dos corazones del mismo temple, de dos espíritus que armonizan perfectamente! Nos comprendemos con el silencio mismo, nuestras almas comunican a pesar de la distancia...; y al encontrarnos, basta una mirada para adivinar cuál ha sido nuestro mutuo pensamiento... Cuando en una hermosa noche estrellada levantó los ojos al cielo, veo allí la imagen de mi afecto: el fondo es oscuro y triste; pero lo hermosean mil luceros refulgentes, con los que me gozo en dibujar su nombre con caracteres misteriosos...»



Así pasaron algunos meses; meses de encanto para Teresa que se había entregado completamente a pensar en Roberto, a esperar verlo en todas partes y recibir sus cartas diarias. Pero pronto se enturbió esta atmósfera de tranquilidad: Roberto empezó a mostrarse inquieto y poco satisfecho con su suerte, alarmando a Teresa con sus quejas o impacientándose al contemplar que su unión no se haría tan pronto como había esperado. ¿Qué hacer? Ella procuraba calmarlo, manifestándose cada vez más afectuosa y multiplicando las ocasiones de encontrarse con él. Pero era en vano; aunque Roberto procuraba encubrir lo que sufría, ella no podía menos que llenarse de pena al encontrar un cambio en él que no podía explicarse.

Una vez recibió con algunas flores el siguiente billetito, que tuvo consecuencias más graves de lo que su autor podía haber previsto:

«Teresa, demasiado amada: tengo que confesarle al fin mi debilidad; manifestarle todo lo que pasa en mi corazón y hacerle comprender cuánto es mi sufrimiento. Usted me decía el otro día, tal vez con justicia, que puesto que había vivido durante los años trascurridos sin desesperarme, cuando no sabía siquiera si usted se había fijado en mí ¿cómo ahora que estoy cierto de ello, ahora que debería vivir gozoso, me dejo llevar por la más cobarde tristeza?... En verdad mi abatimiento parece inexplicable, pero así es frecuentemente lo que procede del corazón. Por otra parte, usted para mí, antes de tratarla, era lila, bien un delicioso ideal, que una mujer adorada, y no sé por qué tenía el presentimiento de que usted comprendería al fin que sólo yo podía amarla tanto. Después vino la persuasión de que algún día esa visión no sería un sueño sino una dichosa realidad, y viví algún tiempo tranquilo alimentándome con esperanzas. Mas ya esto sólo no satisface mi corazón, y para colmo de mal, los celos, los celos que dormían, se han despertado frenéticos..., me devoran y me hacen sufrir horriblemente. La veo siempre tan rodeada, tan cortejada, tan admirada; veo con rabia que en torno suyo se agrupan adoradores que pueden hablarle libremente, mientras que yo tengo que alejarme de su lado y fingir indiferencia, ¡y no soy dueño de los impulsos que me arrastran a querer abofetear allí mismo a cuantos reciben una sonrisa de usted o una mirada!

Comprendo que mis expresiones le van a causar pena, que soy injusto; pero, ¿qué quiere usted? ¡estoy casi demente y la amo tanto! ¿Me lo perdona?... Si yo no la siguiese a todas partes, si no pasara horas enteras contemplándola de lejos y tratando de adivinar lo que le dicen y lo que contesta, no tendría tanto que sufrir. En la ausencia se forja uno las imágenes que desea y no lo hiere la realidad que siempre desconsuela...»



Esta carta impresionó mucho a Teresa. ¿Cómo evitar que el que ella amaba padeciera el tormento de los celos, aunque injustos para ambos?

Le ofreció alejarse de la sociedad y abandonar todo sitio en que hubiera de encontrarse con otras personas; pero esto no lo satisfizo. «¡Cómo! -le decía-; ¿entonces él también tendría que dejarla de ver, y lo privaría del amargo consuelo de contemplarla de lejos?» Teresa se entristeció mucho, notando que el carácter de Roberto presentaba una faz que ella no conocía. Aún no había aprendido, a su costa, que los hombres son esencialmente egoístas y que hay días en que nada puede satisfacerlos.

En estas circunstancias el señor Santa Rosa anunció que tenía que ir a Chile y convidó a Teresa a que lo acompañara, puesto que el viaje apenas duraría algunos meses. Aceptó la invitación, esperanzada en que esta ausencia sería benéfica tanto para ella como para Roberto, pues dejaría de atormentarse y atormentarla, y podría dedicarse con mayor ánimo a sus negocios.

Cuando le anunció este proyecto se mostró desesperado, pero al fin convino en que tenía razón. En cuanto a Teresa, era tal la confianza que tenía en Roberto, que ni por un segundo pensó en que podría variar jamás, lo que la libraba de abrigar celos, amando con ternura porque estimaba profundamente, pues al dejar de estimar también cesaría de amar.

Partió, pues, despidiéndose de Roberto en casa de Rosita, de quien siempre desconfiaba, no obstante sus manifestaciones de amistad, y que Roberto se empeñaba en juzgar sincera, agradecido como estaba porque aquella casa era la única en que podían verse con alguna libertad.