XVI
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XVII - La noche de aquel día
XVIII

XVII

La noche de aquel día


Andrés durmió mal aquella noche, ¡muy mal! En el paso imprudente que había dado en la arboleda de Ambojo, faltó a muchos deberes y cometió muchas inconveniencias a un tiempo. ¡Tantos años corridos en la intimidad de la pobre familia de la bodega! ¡La honrada vanidad que él fundaba en ser el paño de lágrimas de los dos viejos, que le tenían en las mismas entretelas del corazón! ¡Aquella noble confianza con que la hermosa muchacha, desde que fue niña descuidada, venía amparándose de su sombra benéfica, sin recelar del juicio de las gentes, que podía manchar su buena fama, como la habían manchado ya, como seguirían manchándola las mujeres del quinto piso! ¡Y el matrimonio de abajo, y la misma Sotileza, y hasta el huraño de Cleto le querían, le amaban, precisamente por honrado y parcialote; por humilde, por generoso... y porque le creían capaz de partir con ellos el mejor pedazo de pan, y de andar a cachetes en medio de la calle por defender la vida o el buen nombre de todos y cada uno de ellos! ¿Qué diría tía Sidora, qué su marido, si en aquel instante de vértigo le hubieran visto, o sin otros muchos le hubieran leído en la frente ciertos pensamientos que cruzaban rápidos por detrás de ella!... ¿Qué juzgaría el candoroso Cleto si lo sospechara! ¡Cleto, que le había visto tan indignado y tan noble cuando le descubrió las calumnias con que le perseguían las mujeres de su casa!... Y sobre todo, ¿en qué opinión le tendría Sotileza desde que se vio en la dura necesidad de arrojarle de su lado, altiva, dura, indignada, como se arroja lo que ofende, lo que mancha, lo que deshonra! Porque aquellos gestos, aquellos ademanes, aquellas palabras, significaban todo eso, y en manera alguna fueron artimañas femeniles, resistencias de artificios o disfraces de muy distintos propósitos. Aquello había sido una peña de mármol puesta delante de sus ímpetus, para que se estrellaran en ella; una lección terrible. ¡Y se la daba una marinera zafia, a pesar de deberle tantos favores y tantas preferencias! ¡Cuál no sería la magnitud de su imprudencia, y hasta qué extremo no estaría desprestigiado en la consideración de Sotileza!... Y, además, corrido; porque corridos quedan los hombres en esas empresas cuando les salen tan mal como a él le había salido la suya. ¡Si ya que el diablo le tentó, le hubiera ayudado a salir avante, triunfador y airoso!... ¡Pero quedarse sin el botín y con todos los coscorrones de tan inicua batalla!...

En fin, que no se podía vivir con sosiego en la situación en que él tenía las cosas desde la tarde anterior, examinadas serenamente al calorcillo de la almohada. Por tanto, procuraría verse con Sotileza, mano a mano, tan pronto como la ocasión se le presentara; hablaría con ella de lo acontecido, despacio, fría y severamente; echaría la culpa de su desliz a las tentaciones del sitio, a los arrullos del ábrego, al tufillo de la mar..., a cualquier cosa; quizá diera por motivo de su ex abrupto un oculto propósito de poner a prueba las virtudes de la moza... Esto ya lo decidiría él en su hora. Lo importante era quedar como debía y donde debía quedar... Si hablando, hablando, resultaba que su prestigio iba creciendo y agigantándose a los ojos de la buena moza, y que ésta llevaba su admiración hasta el extremo de... ¡Entonces, entonces sería ocasión de que se trocaran los papeles y recibiera Sotileza la lección que le debía!... A menos que la fuerza misma del empeño y lo palmario de la voluntad no le obligaran a ceder. Pero de este modo, ya la cosa era distinta, porque no siendo la culpa suya, él estaba libre de toda responsabilidad.

Y todo esto, con ser tanto, no era lo único que le robaba el sueño. ¡Si cuando las cavilaciones dan en eslabonarse unas con otras!...

En cuanto llegó a su casa de vuelta de la mar, sin responder una palabra a las muchas que le enderezó su madre, entre amorosa y sulfurada, por los riesgos que había corrido, el estado en que le veía, las gentes que le enamoraban, y por otro tanto más, se encerró en su gabinete, se afeitó, se lavoteó a su gusto y se mudó de pies a cabeza con el equipo fresco y dominguero que se halló preparadito al alcance de su mano. Previsiones de la capitana, que adoraba en aquel hijo, tan noblote, tan gallardo, tan hermoso..., ¡pero tan adán!... Si aquella noche no le pasa la revista acostumbrada, se le va a la calle con junquillo y sombrero de copa, pero sin corbata.

-¡Que con la estampa que tienes no te haya dado el Señor, para ser una persona decente, el arte que te ha dado el demonio para aventajar al marinerazo más arlote!

Así le dijo la capitana mientras le hacía el nudo de la corbata, que ella misma le había pasado bajo el cuello de la camisa con la necesaria destreza para no arrugarle. Después, y mientras le estiraba los faldones del levisac, le sentaba los fuelles de la pechera, le pasaba el cepillo sobre los hombros y arreglaba las caídas de las perneras sobre las botas del charol con caña de tafilete encarnado, continuó expresándose de esta manera:

-Si tú fueras otro, no habría necesidad de que tu madre te diera, cada vez que te vistes de señor, un mal rato como éste que estás llevando ahora, pero como eres así tan... Hijo, ¡qué rabia me das algunas veces!... ¡Deseando estoy que tu padre acabe de llegar de su viaje y comience a cumplirnos la palabra de no volver a embarcarse jamás!... ¡A ver si, con mil diablos, teniéndote más a la vista, consigue lo que yo no he podido conseguir de ti! Bueno que una vez que otra..., pero ¡tanto, tanto y como si fuera ése tu oficio!... ¿Qué te parece? Mira qué manos... ¡hasta con callos en las palmas! ¡Póngase usted guantes ahí!... Hasta por corresponder a las atenciones que te guardan esos señores, debieras ser un poco más mirado en ciertas cosas. ¿A quién se le ocurre, sino a ti, irse todo el día de pesca, sabiendo que esta noche estás convidado al teatro con una familia tan distinguida? Pues ya veremos cómo te portas... Y cuidado con largarse a media función; espérate hasta que concluya, y acompáñalos a casa. Da el brazo a la señora o a su hija, cuando salgáis de casa para ir al teatro, y lo mismo cuando bajéis la escalera de los palcos... Porque desde aquí te irás en derechura a buscar a Tolín, que te espera en su cuarto. Así me lo dijo esta mañana saliendo de misa de once de la Compañía... ¡Ea!, ya estás en regla... ¡y bien guapetón, caramba!, ¿por qué no ha de decirse, si es cierto?

A Andrés le molestaban mucho estas incesantes chinchorrerías de su madre; las cuales, si estaban muy en su punto por lo referente a las aficiones del mozo, eran harto inmerecidas por lo tocante a lo demás. La capitana le quería elegante y distinguido a fuerza de perfiles, miramientos, discreciones y finezas; es decir, haciéndole esclavo de su vestido, de su palabra y de cuatro leyes estúpidas impuestas en salones y paseos por unos cuantos majaderos que no sirven para cosa mejor; y Andrés, con su gallardía natural, con su varonil soltura y su ingenuidad noblota, era precisamente de las pocas figuras que encajan bien en todas partes, aunque en ninguna brillen mucho.

Fuese, pues, de punta en blanco a casa de Tolín; y al atravesar el vestíbulo dirigiéndose al cuarto de su amigo, hallóse tope a tope con Luisa, emperejilada ya con todos los perifollos del teatro. Parecióle al fogoso muchacho que le caían muy bien, y así se lo espetó por todo saludo, pues le sobraba confianza para ello.

-¡Vaya, que estás guapa de veras, Luisilla! -le dijo.

-Y a ti, ¿qué te importa? -respondió Luisa, pasando de largo.

Andrés tomaba todos los dichos al pie de la letra, y por eso le dejó muy desconcertado la sequedad de Luisa.

Tanto, y tan sentido, que se quejó de ello a Tolín así que llegó a su cuarto.

-Te digo, hombre, que el mejor día la suelto una fresca. ¡Mira que es mucha tirria la que me va tomando!

-¡Qué ha de ser tirria eso! -le replicó Tolín, mientras se enceraba las desmayadas guías de su bigote ralo.

-Pues si no es tirria, ¿qué es?

-Gana de divertirse contigo. ¡Como hay tanta confianza entre vosotros!...

-¡Pues me gusta la diversión!

-Sí, hombre, sí; no es más que eso... o algún resentimiento que podrá tener...

-¿De qué?

-¡Qué sé yo! De todas maneras, no vale un pito la cosa.

-Para ti, no; pero para mí...

-Y para ti, ¿por qué?

-Me parece, Tolín, que entrar todos los días en una casa donde se le recibe a uno así... Porque, desde algún tiempo acá, todos los días me pasa algo de esto.

-Hombre, eso, si bien se mira, hasta revela cariño y estimación... Pues si quisiese echarte a la calle de una vez... ¡apenas tiene despabiladeras la niña!

-¡Ya lo voy viendo, ya!

-¡Qué has de ver tú, hombre; qué has de ver tú!... Lo que hay que ver es lo que hace con los que le estorban de verdad. Mira que ya me da hasta compasión de ese pobre Calandrias.

-¡Calandrias!... ¿Quién es Calandrias?

-¿No te recuerdas que llamábamos así a Pachín Regatucos, el hijo de don Juan de los Regatucos? Pues ese elegantón se bebe los vientos por ella, y pasea el Muelle arriba y abajo todo el santo día de Dios; ¡y ella le da cada sofión y cada portazo!... ¡y le pone unas caras!... En el baile campestre del día de San Juan, se negó a bailar con él, ¡con unos modos!... Te digo que no sé cómo ese hombre tiene humos... ni vergüenza para seguir todavía paseando la calle a mi hermana. Pues como ése hay varios; porque ella es hija de don Venancio Liencres... ¡ya se ve! Y a todos los trata por igual... ¡Más seca y más...! Y lo peor es que todas sus familias son visitas de casa..., ¡como que son de lo mejor!... Mamá está que trina con esas geniadas... Y con muchísima razón... ¡Mira tú, hombre, qué cosa mejor puede apetecer ella, a la edad que tiene, que tantos y tan buenos partidos para escoger el que más le agrade! Pues nada.... como una peña...Te digo que como una peña... Conque ahora quéjate tú... Y por supuesto, que todas esas cosas te las cuento yo no más que para gobierno tuyo y en la confianza de la amistad que tenemos. ¿Estás?

En esto se oyeron dos golpes recios a la puerta de la habitación, y la voz de Luisa que decía:

-¡Que nos vamos!...

Andrés abrió en seguida; y como ya su amigo había terminado sus faenas de tocador, salieron ambos al pasillo, donde tuvo Andrés que saludar a la señora de don Venancio, que, aunque vieja ya y bastante acartonada, iba tan elegante como su hija, pero mucho más fastidiosa. Don Venancio andaba perorando en el Círculo de Recreo, y se daría una vuelta por el teatro a última hora, si otros particulares más interesantes no se lo estorbaban. Tolín se anticipó a dar el brazo a su madre para bajar la escalera, y Andrés ofreció el suyo a Luisa con grandes recelos de recibir un desaire.

Pero no le recibió, afortunadamente. Eso sí, al precio de una mirada de aire colado, y de estas palabras, que dejaron al pobre chico atarugado y sudando:

-Pero no me rompas el vestido, como la otra vez...

De camino, llamaron a la puerta de don Silverio Trigueras, comerciante bien metido en harina; y bajó, calzándose los guantes y con la cabeza hecha un borlón de colgajos relucientes, la señorita de la casa, la elegante Angustias, afamada beldad por quien el hijo de don Venancio Liencres suspiraba en sus soledades y se engomaba las puntas del bigote. Despepitóse con ella a fuerza de saludos; recibió la joven los de costumbre de las otras dos señoras, y de Andrés los mejores que supo hacer el pobre mocetón; y continuaron todos juntos hacia el teatro.

Ya en el palco, Tolín se sentó detrás de la joven por quien suspiraba. Andrés, muy cerquita de Luisa, para dejar mayor espacio a su madre; y como por haber madrugado más que el sol y bregado tanto durante el día, se pasó durmiendo la mayor parte de cada acto, y en los intermedios se salía a fumar en los pasillos, de todo lo ocurrido allí sólo recordaba después que a mitad de la función había llegado don Venancio Liencres, preguntando si aquello estaba en prosa o en verso.

-Creo que en verso -había respondido Andrés-; digo, no, puede que sea en prosa.

-Es igual -había replicado el elocuente don Venancio-. ¡Para lo bien que lo hacen y el jugo que se saca de ello!...

Después, la salida. Vuelta a ofrecer el brazo a Luisa, porque don Venancio había cargado con lo que en justicia le correspondía, y a Tolín no le apartaba nadie, ni con agua hirviendo, de la mujer por quien suspiraba hondo y se enceraba las guías del bigote.

Ya en la calle, la consabida ringlera de farolones de mano en las de las doncellas que aguardaban a sus respectivas señoras. Porque todavía en aquel tiempo, y no obstante haberse estrenado el gas el año anterior, quedaban bastantes restos de aquella antiquísima vanidad de clase, expresada en un gran farol de cuatro cristales, dos de ellos amplísimos y todos muy altos, y tres medias velas, cuando no cuatro, entre arandelas y bajo lambrequines, arcos o laberintos de papel rizado, de veinticinco colores, para andar los pudientes por las calles a las altas horas de la noche. Esta observación acerca de los faroles no fue de Andrés, que ni siquiera reparó en ellos, por estar bien acostumbrado a verlos allí en casos tales: es mía, y la apunto aquí porque no estorba, como nota expresiva del cuadro de aquellos tiempos.

Lo que Andrés observó entonces fue que el viento, encalmado desde que él había salido de casa para ir a la de don Venancio Liencres, había vuelto a arreciar, y mucho; y como sabía que en las bocacalles del Muelle soplaba con mayor fuerza que en ninguna otra parte de la población, se atrevió a aconsejar a Luisa que continuara apoyada en su brazo hasta llegar a casa. Tampoco esta vez fue desairado; y teniendo los demás por muy cuerdo el parecer, observáronle al pie de la letra. Quiero decir que don Venancio no soltó a su señora, ni Tolín a la señorita de sus amorosos pensamientos. Luisa y Andrés iban delante de todos, menos del farol empapelado, que les precedía algunas varas, zarandeándose en la diestra de la doncella de la casa. Al enfilar la calle de los Mártires, comenzaron a oírse los silbidos del viento enredado entre la jarcia de la patachería de la Dársena, y su rebramar furibundo en las encrucijadas próximas; llegaron algunas ráfagas pasajeras que hicieron crujir la seda del vestido de Luisa, zarandeando los pliegues de su falda, y Luisa entonces, muerta de miedo, se agarró al brazo de Andrés, fuerte, e inmoble como la rama de una encina.

-Agárrate de firme y sin miedo -le decía Andrés-, que a mí no me lleva por mucho que sople.

Y Luisa se agarraba a dos manos; y con tal ansia se arrimaba a la encina, que Andrés, a no serlo tanto en ciertos casos, hubiera podido sentir en su brazo derecho los latidos del corazón de su amiga; especialmente en el no muy breve rato que permanecieron en el Muelle, mientras abrían en casa de don Silverio Trigueras y se quedaba Tolín sin el arrimo de su linda acompañada.

Andrés, en cuanto volvió a verse en el relativo sosiego de la calle trasera, dijo a Luisa, como para tranquilizarla, y, sobre todo, por hablar de algo:

-Si me apuras un poco, más soplaba esta tarde.

A lo que respondió Luisa inmediatamente y sin el menor dejo de broma:

-Pues si yo llego a ser aire esta tarde, buena zambullida te llevas... Yo te lo aseguro.

Andrés sintió una marejada de fuego que le abrasaba la cara. Se acordó de que una cosa muy parecida había dicho él a Sotileza cuando los dos se amparaban contra las olas de la bahía bajo un mismo capote. No temió que Luisa le hubiera oído..., pero pudo muy bien haberlo visto.

-¡Vaya una entraña, mujer! -respondió, atarugado, a la estocada de su amiga.

-No hay que tener mala entraña para hacer esas cosas, que son escarmientos necesarios... y hasta obras de caridad, si me apuras.

-¡Escarmientos!..., ¡obras de caridad! -exclamó Andrés, más dueño ya de sí mismo, porque le iba llevando Luisa al terreno de las impertinencias que tanto le molestaban-. Pues ¿qué he hecho yo de malo esta tarde?

-Hombre -respondió Luisa muy resuelta-, a punto fijo no lo sé, porque la vela tapaba la mitad, hacia allá, de la lancha; y no vi en la de acá más que tres bultos remojados que daban asco.

-Yo iba gobernando el timón -saltó Andrés, resignado a pasar por uno de los bultos «que daban asco», siempre que Luisa se convenciera de que él no ocupaba la parte invisible de la barquía, donde iba el contrabando.

La desengañada hija de don Venancio Liencres, sin dar muestras visibles de atención a estas palabras, añadió:

-Pero si no lo has hecho esta tarde, bastante hiciste por la mañana.

-¡Por la mañana!...

-¡Sí, señor, por la mañana! Pues qué, ¿piensas que no te han visto ahí enfrente, arriba y abajo, las horas de Dios, con esos marinerazos... y una mujerona?

-¡Una mujerona!...

-Eso mismo: una mujerona... ¿Te parece que eso está bien? ¿Qué dirán las gentes que lo hayan notado?

-¿Y qué han de decir?

-Pestes, y no será mucho.

-¿Y por qué lo miran, si tan malo es?

-¿Y por qué te pones tú con esas cosas en el mismo sitio a que está una mirando? Porque una mira allí, porque lo tiene delante de casa, y tiene también buenos gemelos para mirar.

-Sí, y ganas de meterse en lo que no importa.

-¡En lo que no me importa! -exclamó Luisa, con un sacudimiento que Andrés no estaba en disposición de apreciar, así por el enojo que ya le cosquilleaba en los nervios, como por los embates y refregones que recibía del viento a cada instante.

-En lo que no te importa, sí -respondió Andrés con entereza-, puesto que en ello no ofendo a nadie, y en lo demás cumplo con mi deber.

-Pues me importa -remachó Luisa con voz algo alterada y nerviosa-, y me importa mucho, porque eres un amigo de la casa y un compañero de mi hermano; y no me gusta que digan las gentes que Tolín tiene amigos que andan a todas horas de Dios con hombrones de la Zanguina y con marinerotas puercas y desvergonzadas. Por eso, y no más que por eso. Y si me apuras un poco, se lo contaré a papá, para que se lo cuente al tuyo cuando venga y te saque de esa mala vida. Y ahora, ya no quiero tu brazo... ni que me saludes siquiera.

Y en el acto desprendió el suyo del de Andrés. Verdad es que esto sucedía después de haber pasado a remolque de éste la última bocacalle, y en el momento de arrimarse muy pegadita al vano de la puerta de su casa, mientras la doncella, que se había anticipado algunas varas más, daba, por segunda vez, dos tremendos aldabonazos, que retumbaban en el hueco de la escalera y hacían estremecer el barrote de hierro ajustado por dentro a la puerta, la primera de las tres que guardaban la repleta caja del comerciante don Venancio.

El recuerdo fresquísimo de estos sucesos era el segundo tema de las cavilaciones que le quitaban el sueño a Andrés a las altas horas de la mencionada noche.

Jamás la hermana de Tolín se le había manifestado tan entremetida, tan impertinente y tan dura. Por primera vez había oído de sus labios la amenaza de irle a su mismo padre con el cuento, para que se lo refiriera después al capitán. Y la mimada y consentida joven era muy capaz de cumplir lo que ofrecía. El caso denunciable no era, ciertamente, cosa del otro jueves; pero ¡vaya usted a saber cómo le contaría ella, y de qué colores le revestiría, en su afán de salirse con su empeño! Don Venancio era un señor muy pagado de la formalidad y del buen viso de las personas de su trato; los humos de su señora bien a la vista estaban, tanto como el modo de pensar de la capitana, y el capitán no era ya aquel Bitadura impresionable y alegrote, con cuya indulgencia podía contarse siempre sabiendo buscarle las cosquillas de sus flaquezas de muchacho impenitente; últimamente tenía humores, algo más de medio siglo encima de su alma, estaba gordo y era rico. Por todo lo cual se le había agriado bastante el genio. El mismo Andrés no contaba ya con fuerzas suficientes para someterse en silencio a ciertas imposiciones caprichosas, y no sabía hasta qué extremos podía arrastrarle una conspiración así, tramada por una chiquilla fisgona, contra sus honrados procederes.

Con elementos tales, ¿qué salsa no podría hacer el diablo, metido por unos cuantos días en el cuerpo de la tesonuda hija de don Venancio Liencres?

Pero, al fin, todo esto era una suposición: estaba por ver, daba tiempo; se vería venir, podía combatirse desde lejos... ¡Lo otro, lo otro era lo grave, lo apremiante, lo apurado para él!...

Y así batallaba, hasta que, al cabo de las horas, volvióse del otro lado y se quedó dormido.