XV
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XVI - Un día de pesca
XVII

XVI

Un día de pesca



Andrés madrugó al día siguiente más que el sol, y fue a la misa primera que decía en San Francisco el padre Apolinar para los pescadores de la calle Alta. Muergo, que había ido a llamarle, llevaba los aparejos y la cesta con las provisiones de boca para todo el día; provisiones que la capitana había preparado por la noche, según lo tenía por costumbre cada vez que su hijo iba de pesca. ¡Era de oír a la mujer de don Pedro Colindres cuando, delante de su hijo, acomodaba en la cesta cada cosa!

-Dos, cuatro, siete..., diez... Una docena justa de huevos duros te he puesto. ¿Tendréis bastante? En este envoltorio de papel van rajas de merluza frita: dos libras y media. Por supuesto, que si dejas meter las manazas a esa gente, no te queda a ti para probarla... ¡No comieran rejones atravesados! ¡Hijo, yo no sé cuándo has de perder esa condenada afición tan peligrosa! Y todo, para venir abrasado del sol y del viento, y apestando la casa a esas inmundicias...; y lo peor es que el mejor día, si no te quedas allá, coges un tabardillo que te lleva... Vamos, no te amosques, que por tu bien te lo digo... Aquí va una empanada de jamón con pollo... Éstas son salchichas..., tres docenas. Procura que se harten con ellas esos hambrones, para que te quede a ti más de lo otro. Para cinco he puesto. Si no son más, porque a ti se te pega siempre medio Cabildo, que coman clavos o que se arreglen con lo que haya. ¡Dará gusto ver a tu amigo Muergo chuparse los dedazos y relamerse los hocicos de cerdo!... ¡Buena educación y buenos modales aprenderás a su lado! ¡Hijo, qué gustos más arrastrados tienes, y qué rabia me da no poder arrancártelos de cuajo!... Pero la culpa la tiene tu padre, que te los consiente, si es que no te los aplaude. ¡Sí, sí, Andrés! ¡Te lo digo como lo siento!; y tienes que oírmelo, porque eso es lo menos a que estás obligado... Una ración buena de pasta de guayaba, para ti solo; medio queso de Flandes y dos libras de galletas dulces, para todos... Seis libras de pan... ¿Cuántas botellas de vino pongo? ¿Tendréis bastante con cuatro? Vamos, te pondré seis; porque esa gente ¡tiene un saque!... La servilleta fina. ¡Cuidado con que les consientas limpiarse las manazas con ella! Para eso van estas dos rodillas grandes. El vaso para ti... y otro para ellos. Tenedores, cuchillos... Fortuna que la cesta no es chica, que si no... Ya estás aviado de lo principal... Sobre la cama te pondré el vestido de mar y el abrigo, por si el Nordeste refresca... ¡Y por el amor de Dios, hijo mío!, no salgas muy afuera ni vuelvas tarde; ¡porque tú no sabes lo que yo me consumo pensando en lo que podrá sucederte! ¡Qué misa de tres se va a cantar en San Francisco el día en que esa condenada afición se te acabe... y vayan las cosas por donde deban ir!

Andrés, al salir de misa, vio que también la habían oído Mechelín y Sotileza; lo cual le demostró que los dos iban a ser de la partida. Había acontecido esto en varias ocasiones, porque Sotileza se perecía por ello; y como no gustaba de otras diversiones y en su casa la mimaban en extremo, y Andrés, cuando fue consultado sobre el particular, despachó la pretensión encareciendo mucho lo que le complacía, no puso tía Sidora otro estorbo a los deseos de la hermosa muchacha que la condición de que, por el bien parecer, no fuera nunca a esos holgorios sin la compañía de tío Mechelín. Desde entonces, siempre que la salud de éste le permitía ir en su barco a pescar con Andrés, les acompañó Sotileza.

¡Qué ganas se le pasaban a Cleto de echar un memorial al campechano mozo para que se le diera una plaza en la barquía en la que iban tantas cosas que le arrastraban a él hacia allá! Por de pronto, Sotileza, que era, como quien dice, su propia entraña; después, Muergo, que no merecía ni debía ir solo tan cerca de quien iba; y, por último, aquella pitanza, tan abundante y sabrosa, que llevaba Andrés para regodearse todos al mediodía. Y su memorial hubiera sido bien despachado, seguramente; y lo fío yo con los propósitos que tuvo Andrés, en una ocasión, de anticiparse a los deseos de Cleto. Pero a Cleto le detenían las mismas razones que expuso a Andrés tía Sidora para que no intentara llevarle consigo en la barquía, lo más odiado en casa de Mocejón de todo lo perteneciente a la bodega, donde había tantas cosas aborrecibles para las mujeres del quinto piso. Cleto no tenía agallas bastantes para arrostrar las tempestades domésticas que le aguardaban, sentándose a remar en la barquía de su vecino, ni éste ni la gente de su casa querían tener con las de arriba más pleitos que los pendientes... ¡que no eran pocos!

Por eso Cleto no acompañaba a Andrés en la barquía de tío Mechelín, y se conformaba con ver, desde lejos, embarcarse a los expedicionarios cuando Sotileza iba entre ellos.

-Por suerte, va Andrés con ella -exclamaba para sí en tales casos, si Muergo se embarcaba también.

Y eso mismo hizo y dijo en aquel día de fiesta, encaramado en lo alto del Paredón, mientras se embarcaban el viejo Mechelín, Muergo, Cole y Sotileza, cuando empezaba el sol a dorar los contornos del hermoso panorama de la bahía, y a saltar la luz en manojos de centellas al quebrarse en el terso cristal de las aguas. Reinaba en la naturaleza una calma absoluta y algo bochornosa, y había nubes purpúreas sobre el horizonte, alrededor del astro.

Aunque se izó la vela, fue por entonces inútil, por falta de aire. Muergo y Cole armaron los remos; tío Mechelín, a proa, armó también el suyo, porque no dijeran que ya no servía el pobre hombre para nada; y buscando la contracorriente, porque la marea empezaba a apuntar en aquel instante, bogaron hacia la boca del puerto.

Andrés y Sotileza, sentados a popa, disponían y encarnaban los aparejos entre dichos harto inocentes y alegres carcajadas. Porque es de advertirse que Sotileza, tan sobria de frases y de sonrisas en tierra, era animadísima en estos lances de la mar; y como hacía mucho tiempo ya que Andrés no seguía aquel sistema de disimulos a que espontáneamente se condenó, porque fue persuadiéndose poco a poco de que era innecesario, puesto que nadie se acordaría de los motivos que se le aconsejaron, no desperdiciaba estas y otras prodigalidades que de vez en cuando brindaba a su genio retozón y alegre el más retraído y seco de su amiga.

Esta, con todos sus andariveles domingueros, no valía tanto, aunque ella creía lo contrario, como en sus cortos y escasos trapillos domésticos; pero, no obstante, iba muy guapa en la barquía, con su pañuelo de seda encarnado encima del negro y ceñido jubón; su saya azul oscura; bien calzada, y con el profuso moño y la mitad de su cabeza ocultos por el gracioso pañuelo a la cofia.

Muergo se sentaba dos bancos más a proa que ella, y estribaba en el inmediato con sus piezazos negros y callosos. Cubría su torso hercúleo una ceñida y vieja camiseta blanca con rayas azules; y estos colores daban extraordinario realce al bronceado matiz de su pellejo reluciente. La sonrisa estúpida de siempre se dibujaba entre las dos cordilleras de sus labios, y a través de los mechones de greña que colgaban frente abajo, fulguraban los cruzados rayos de sus ojos bizcos.

Andrés se complacía en cotejar las frescas, finas y juveniles facciones de la linda muchacha, con los detalles de la cabezona del remero. Admirando estaba mentalmente el contraste que formaban las dos caras, cuando le dijo Sotileza al oído:

-¡Nunca le he visto más feo que hoy!

-¡Muy feo está! -respondió Andrés coincidiendo con Sotileza en un mismo pensamiento.

-¡Da gusto mirarle! -añadió la muchacha, con expresión codiciosa, hundiendo al mismo tiempo toda la fuerza de su mirada en las tenebrosas escabrosidades de la cara de Muergo.

Éste sintió la puñalada de luz en lo más hondo de sí mismo; conmovióse todo; relinchó como un potro cerril, y cargándose sobre el remo con todos sus bríos bestiales, dio tal estropada, cogiendo a Cole descuidado, que torció el rumbo de la barquía.

En la cara de Sotileza brilló entonces algo como relámpago de vanidad satisfecha, y al mismo tiempo se oyó la voz de Mechelín, que gritaba desde proa, detrás de la vela desmayada y lacia:

-¿Qué haces, animal?

-Na que le importe -respondió Muergo, relinchando otra vez.

En esto Andrés y Sotileza largaron los respectivos aparejos, cada cual por su banda; y cuando la barquía llegaba al promontorio de San Martín, ya había embarcado en ella más de dos libras de pescado entre panchos, mules y llubinas, trabados a la cacea.

Allí comenzaba verdaderamente la diversión proyectada.

Se bajó la inútil vela, y Andrés y Sotileza, a barco parado, echaron la primera calada debajo del Castillo; porque junto a las rocas y en lo más hondo es donde se pescan los durdos, las jarguetas y otros peces de estimación.

Después pasaron a la isla de la Torre, y luego a la playa de enfrente, porque los barbos prefieren los fondos arenosos; y más tarde, a la Peña Horadada; y así, de peñasco en peñasco, de playa en playa, pescando lo que se trataba, más porredanas, panchos y julias de manto negro, que los barbos que apetecían los pescadores, llegaron éstos, en virtud de que la mar estaba como un espejo, a la isla de Mouro, no sin que Mechelín, siguiendo la diaria costumbre de los patrones de lancha, dijera descubriéndose la cabeza en el momento de salir del puerto: «Alabado sea Dios», y rezara y mandara rezar un Credo. Sotileza, que jamás había salido mar afuera, comenzó a sentir los efectos de la casi invisible, pero constante, ondulación de las aguas.

A causa de este percance inesperado, volvió la barquía al puerto, ante cuya boca exclamó Mechelín, observando también en ello otra costumbre jamás quebrantada por los patrones en casos tales:

-¡Jesús, y adentro!

Después de rebasar del Promontorio, se prepararon las guadañetas; y dejándose llevar de la corriente la barquía, se dio principio a la pesca, o más bien al robo de los maganos.

Sotileza, aunque tenía un arte admirable para agitar con la blandura y tacto necesarios dentro del agua aquel manojo de alfileres con las puntas vueltas hacia arriba, carecía de práctica en la manera de embarcar el magano trabado sin que el chorro de tinta negra que éste larga en cuanto se siente fuera de su natural elemento, se estrelle contra el mismo pescador o los que se hallen cerca de él. Así fue que con el primer magano que trabó en su guadañeta, puso a Andrés lo mismo que si le hubieran zambullido en un tintero. Mordíase Sotileza los labios, por no reírse con el lance, que, por de pronto, arrancó a Andrés una interjección algo fuerte; y acabó por reír como una loca, cuando Andrés, pasada la primera impresión, tomó también el caso a risa. Entonces Muergo, que los miraba sin pestañear, descansando de codos sobre el ocioso remo, exclamó de pronto, al calar otra vez la muchacha su guadañeta:

-¡Puño! ¡Ahora pa mí, Sotileza!... ¡Échame toa la tinta de ese que pesques, en metá de la cara!... ¡Ju, ju, ju!

Sotileza le respondió con una mirada en que iba escrita la intención de echarle encima lo más que pudiera; y Muergo, dejando el remo, se plantó a su lado dispuesto a recibirlo. Pero salió el magano, soltó la tinta, y fue ésta a parar a la pechera de Cole, que no lo deseaba ni en nada se metía.

-¡Güena suerte tenéis! -rugió Muergo contrariado.

Mas no había acabado de decirlo, cuando ya tenía en su caraza toda la pringue del magano que acababa de sacar Andrés.

-¡No es lo mismo uno que otro, puño! -exclamaba Muergo escupiendo tinta y echando el busto fuera del carel para lavarse la cara, en la cual apenas se distinguían las manchas negras.

En éstas y otras corrió el tiempo hasta más del mediodía: la marea estaba bajando, el calor sofocaba, y venían del Sur unas bocanadas de aire tibio que rizaban apenas la superficie de la bahía, a la vez que iban sus aguas tomando un tinte azul muy intenso.

-A comer -dijo de pronto Andrés.

-¿En ónde? -preguntó tío Mechelín.

-Donde siempre: en la arboleda de Ambojo.

-Algo lejos está -replicó el marinero-. ¿Se ha hecho usté cargo de que ya apunta el Sur, con trazas de apretar recio?

-Y eso ¿qué? -observó Andrés-. ¿Ya no hay agallas para tan poco?

-Por usté lo digo, don Andrés, y por esa muchacha, que se pueden calar algo los vestidos; que lo que toca a mí, sin cuidao me tienen estas chanfainas de badía... ¡Isa, Cole!

Y Cole, ayudado de Muergo, izó otra vez la vela, que se agitó en el aire hasta que, atesada su escota por Andrés, que también cogió la caña, quedó tersa e inmóvil, mientras la barquía comenzaba a deslizarse lentamente, porque el viento era escaso, con la proa puesta a los pies del Alisas.

Media hora después llegaba a la costa en cuya demanda iba. El viento había arreciado un poco; y como la playa es llana, la resaca la invadía un buen trecho entre el arenal descubierto y el punto en que de intenso embarrancó la barquía. Cuestión de descalzarse para saltar a tierra quien no tuviera en sus piernas el brío necesario para salvar el obstáculo de un solo brinco, o dejarse sacar los más escrupulosos en brazos del más forzado y menos aprensivo.

Por de pronto, se convino en que Cole se quedara al cuidado de la barquía para que no llegara a vararse por completo, lo cual acontecía si se tardaba mucho en resolver el punto referente al modo de desembarcar sus tripulantes y pasajeros; y sacó Andrés para él, del cesto de las provisiones, abundante ración de cuanto había. Mechelín, en gracia de sus achaques, consintió en que Muergo cargara con él hasta dejarle en seco; y mientras andaba Andrés empeñado en hacer otro tanto con Sotileza, que prefería descalzarse y ya se disponía a hacerlo, volvió Muergo del arenal, la agarró de la cintura y cargó con ella, que se dejó llevar, muerta de risa, en tanto Andrés saltaba, de un brinco prodigioso, desde el carel de la barquía a la parte enjuta de la playa, en cuyas arenas hundió los pies hasta el tobillo.

Y Muergo, que le precedía más de dos brazas, seguía corriendo sin soltar la carga, que antes parecía darle fuerzas que consumírselas; y casi tocaban ya los primeros cantos de las veredas que arrancaban de aquellos límites del arenal, y aún no daba señales de posar a la gentil moza, que, entre risas y denuestos, le machacaba la cara y le tiraba de la greña.

-¡Déjala ya, animal! -le gritó Andrés.

-¡Suéltala, piazo de bestia! -repitió tío Mechelín.

Como si callaran. Muergo corría y corría, y parecía dispuesto a no dejarla hasta la arboleda misma, a cuya sombra deseaba Andrés que se comiera.

Viendo trepar a aquel monstruo greñudo y cobrizo por los ásperos callejos y entre las matas de escajo, oprimiendo entre sus brazos nervudos las ricas formas de la garrida callealtera, había que pensar en Polifemo robando a Galatea, o siquiera en Cuasimodo corriendo a esconder a la Esmeralda en los laberintos de su campanario.

Al fin, volvió solo, echando chispas por los ojos bizcos, y agitándose en derredor de su cabezota, al impulso del viento, los mechones retorcidos de su greña montuna.

Tío Mechelín le maltrató de palabra por aquella acción que tan mal parecería a los que no conocieran el juicio de la honradísima muchacha, y Andrés también le echó un trepe gordo. Muergo no hizo caso maldito de las durezas de su tío; pero a Andrés le soltó al oído estas palabras mientras se restregaba las manos y escondía en lo más hondo de los respectivos lagrimales todo lo negro de sus ojos:

-¡Puño, qué gusto dan estas cosas!

A lo que respondió el mozo largándole un puntapié por la popa, de tal modo, que le apartó de sí más de dos varas.

Muergo recibió el agasajo con un estremecimiento bestial, dos zancadas al aire y un relincho.

Después cogió la cesta de las provisiones y una gran jarra vacía que llevaba tío Mechelín, y siguieron todos hacia la arboleda, a cuya entrada aguardaba Sotileza, mientras Cole, después de haber desatracado la barquía, no sin mucho esfuerzo, y de haberse fondeado con el rizón donde no corría peligro de vararse otra vez, daba comienzo a su particular banquete, al suave arrullo de la resaca y al dulce balanceo de la barquía sobre los blandos lomos del oleaje que el viento agitaba lentamente.

¡Sabrosísima, y bien glosada además, fue la comida de los cuatro comensales de la arboleda! Y por lo que toca a Muergo, hubo que ponerle a raya, según costumbre, porque no tenía calo, particularmente en el beber. Andrés y Sotileza apenas bebían otra cosa que el agua fresca que se había traído del manantial cercano; y, por acuerdo de ambos, se guardó de todo lo mejor que se comía una buena ración para tía Sidora, con harta pesadumbre de Muergo, que hubiera devorado también las rebañaduras. Tío Mechelín agradeció en el alma esta cariñosa atención consagrada a su mujer, como en otros lances idénticos; y con este motivo, amén de sentirse él bien confortado y bajo el saludable influjo de la amenidad del sitio, y de las caricias del aire, despertósele aquella locuacidad tan suya, que sólo la tiranía de los años y de los achaques había sido capaz de ir adormeciendo poco a poco, y empezó a entonar panegíricos de su vieja compañera. Cantó, una a una, sus virtudes y sus habilidades; después retrocedió con la memoria a los tiempos de su propia mocedad, y pintó sus castos amores y sus alegres bodas; y en seguida su felicidad de casado y sus desventuras de pescador; y luego sus lances de hombre maduro; y, por último, los achaques de su vejez, sin reparar que desde la mitad de su relato, que fue larguísimo, Muergo roncaba tendido boca arriba y Sotileza y Andrés no le escuchaban, por estar más atentos que a su palabra a las que a media voz y con mucho disimulo se decían mutuamente los dos mozos. El mismo Mechelín se fue rindiendo a los asaltos del sueño, y acabó por tenderse en el suelo y por roncar tan de firme como su sobrino.

Andrés y Sotileza se miraron entonces, sin saber por qué; y quizá sin conocer tampoco la razón de ello, pasearon después la vista en derredor del sitio que ocupaban, y todo lo vieron desierto y sin otros rumores que los que el viento producía entre las ramas de los árboles.

Sotileza, con el bochorno de la tarde y los vapores de la comida, estaba muy encendida de color, y como ya se ha dicho que a merced de tales jolgorios era más animada y habladora que de costumbre, este exceso de animación se revelaba en la luz de sus ojos valientes y en la sonrisa de su boca fresca. Con esto y el fuego de sus mejillas, Andrés la vio, sobre el fondo solitario y arrullador de aquel cuadro, como nunca la había visto. Se acordó, con indignación, de la calumnia de marras; y para enmendarlo, comenzó a convertir en frases terminantes las medias palabras que usó mientras tío Mechelín relataba sus aventuras. Y aquellas frases eran requiebros netos. Y Sotileza, que no los había oído jamás en tales labios, entre la sorpresa que le producían y el efecto de otra especie que le causaban, no acertaba a responder lo que quería. Esta lucha interior le saltaba a la cara en una expresión difícil de interpretar para unos ojos serenos; mas no para los de Andrés, que, ofuscado en aquel instante por los relámpagos de su interna tempestad, todo lo convertía en sustancia. Alucinado así, tomó con su diestra una mano que Sotileza tenía abandonada sobre su falda, y con el brazo izquierdo le ciñó la cintura, mientras su boca murmuraba frases ponderativas y fogosas. La moza entonces, como si se viera enredada en los anillos de una serpiente, deshizo los blandos con que la sujetaba Andrés con una brusca sacudida, lanzando al mismo tiempo sus ojos tales destellos y transformándose la expresión de su cara de tal modo, que Andrés se apartó un gran trecho de ella, y sintió que se le disipaba el entusiasmo, como si acabaran de echarle un jarro de agua por la cabeza abajo.

-Desde ahí -le dijo fieramente la indignada moza-, todo lo que quieras..., no siendo hablarme como me has hablado... No digo de ti, que estás tan alto; pero ni de los de mi parigual debo de oír yo cosa que no pueda decirse delante de ese venturao (y señalaba a tío Mechelín).

Andrés sintió en mitad del pecho la fuerza de esta brusca lección, y respondió a Sotileza:

-Tienes razón que te sobra. He hecho una barbaridad, porque... ¡no sé por qué! Perdónamela.

Pero, aunque así se expresaba, otra le quedaba adentro. En descalabros tales es donde más padece la vanidad de los buenos mozos; y la de Andrés había quedado muy herida, tanto por el descalabro en sí, cuanto por venir éste de mujer que, aun resuelta a rechazarle a él, estaba obligada a hacerlo de otro modo menos brutal; y porque no se compaginaban fácilmente su cruda esquivez con un mozo tan gallardo, y el regocijo con que la esquiva se dejaba llevar poco antes entre los brazos del monstruoso Muergo.

La alusión al pobre y honrado marinero dormido a su lado, también le había llegado al alma, no por inmerecida, sino porque la ocurrencia de Sotileza debió haberla tenido él antes; y así se hubiera evitado que le recordaran los labios de una marinera ruda lo que más le estaba mordiendo la conciencia. En fin, que al verse corrido en aquel trance, obra de las circunstancias, pensaba y sentía lo que sintiera y pensara cualquier nieto de Adán, tan honradote, tan mozo, tan sano y tan irreflexivo como él, en idéntica situación.

En tanto, Sotileza, sin señales ya de su enojo, se puso a levantar manteles y a acomodar en la cesta los avíos y las sobras de la comida. De paso, despertó a los dormidos: al «venturao», sacudiéndole blandamente; y a Muergo arrojándole a la cabeza el agua que había quedado en la jarra. Enderezóse éste lanzando un bramido, mientras se incorporaba el otro bostezando y restregándose los ojos; y como los celajes se oscurecían y el Sur iba apretando, diéronse prisa todos y volvieron a la playa, bien corrida ya la media tarde.

Nadie se había acordado de Cole, el cual, como si contara con ello, se había tendido a dormir, tan guapamente, sobre la vela plegada en el panel de la barquía, en cuyo fondo se zarandeaba, a medio flotar en el agua, de intento vertida allí, la pesca de la mañana. Costó muchas y recias voces desde la playa el trabajo de despertar a Cole; pero al fin despertó: haló el arpón para adentro, y atracó la barquía, que no fue mucho, pues la resaca era mayor que por la mañana, porque el viento era más fuerte y la marea subía ya. Como no era tan fácil saltar desde el arenal al barco como desde el barco al arenal, Andrés no tuvo otro remedio que dejarse embarcar en brazos de Muergo, y resignarse a ver otra vez entre ellos, sin pizca de protesta, a la que tan duras se las había hecho a él por menos estrujones.

Ya todos en la barquía, tío Mechelín reclamó el gobierno de ella para sí, como más viejo en el oficio, y en virtud de «lo que pudiera tomar», porque el viento arreciaba por instantes. Sometióse Andrés, sin réplica, a los mandatos del experto marinero: sentóse éste a proa; agarró la caña, e izada ya la vela, templó la escota a su gusto. Crujió la lona, tersa y sonora como el parche de un pandero, y el barco se puso en rumbo, encabritándose sobre las olas que le batían de proa, como caballo fogoso que encuentra una barrera en su camino. Como era de esperar, la barquía, ciñendo el viento, tumbó sobre el costado y comenzó a navegar de bolina; pero derivaba mucho por ceñir demasiado, y Mechelín remedó la deriva mandando echar la orza a sotavento (una sencilla tabla colgada del carel). Andrés y Sotileza se sentaron en el costado opuesto, para repartir mejor la carga de la barquía, que volaba sobre la hirviente superficie. Embestía las olas con ímpetu loco; y al estrecharse con ellas, embarcaba los chorros de espuma en que las dejaba partidas.

Andrés se había echado su capote impermeable sobre la espalda; pero Sotileza llevaba la suya sin un amparo, porque no había consentido que tío Mechelín, viejo y achacoso, le diera el sueste y el chaquetón embreados con que se cubría para no mojarse, y que a prevención había llevado a la pesca. Los dos marineros mozos no tenían más ropa que la puesta al salir de casa. Así es que, para no calarse ni perderse el vestido bueno, bastante mojado ya, Sotileza no tuvo otro remedio que aceptar el medio capote que con insistencia le ofrecía Andrés.

Viose, pues, la hermosa pareja guarecida bajo una misma envoltura de pocas varas de paño, y muy arropadita por la cabeza y por los costados; porque contra el agua que sin cesar saltaba por aquella banda, toda prevención era poca. Andrés, recordando lo pasado, procuraba molestar a su compañera lo menos que podía; pero dejar de arrimarse a ella por alguna parte le era imposible, porque el capote no daba para tanto lujo.

Muergo y Cole achicaban a cada momento el agua que iba embarcándose. Tío Mechelín no apartaba la vista del rumbo y del aparejo. Y la barquía, volando, atropellaba a las olas, y caía en sus senos, y se alzaba en sus crestas; y a veces, sólo un punto de su quilla tocaba el agua espumosa. Chorros de ellas corrían por las caras de Cole y de Muergo, y los mechones de la greña de éste goteaban como bardal después de la cellisca.

De pronto dijo Andrés a Sotileza, y por lo bajo:

-En este mismo sitio zozobró mi bote una tarde, con un viento como el de hoy.

-¡Vaya un consuelo para mí! -respondió la otra, en la misma tessitura.

-Es que me empeñé yo en tomar todo el viento de costado sin mover la escota... Una barbaridad.

-¿Y cómo salistes?

-Me cogió una lancha que venía detrás, y remolcó también el bote.

Volvieron a callar el uno y la otra, hasta que al hallarse la barquía enfrente de la Monja y próxima a los primeros barcos, volvió a decir Andrés, bajito también:

-Aquí me puso al Céfiro quilla arriba una racha de vendaval.

-¿Y tú? -preguntó Sotileza.

-Yo me aguanté agarrado al bote, hasta que me cogió uno de un barco. Aquel día me vi mal, porque caí debajo; y, además, hacía mucho frío.

-Dos zambullidas... Bastante es para lo mozo que eres.

-Dos, ¿eh? ¡Y también siete llevo ya!... ¡Y ojalá contara hoy la de ocho!

-¡Vaya una intención, Andrés!

-No es tan mala como tú piensas, Sotileza; porque quisiera hallarme en un lance en que dieras a los brazos míos tanto valor... siquiera, como a los de Muergo.

-¡Mira con qué coplas sales!

-¿Te ofendes de ellas también?

-Porque no vienen al caso.

-Pues nunca vendrán mejor.

-Señal de que no están en ley.

En esto les inundó una cascada que saltó a bordo al entrar la barquía en un verdadero callejón de naves fondeadas, donde el viento era más impetuoso y los maretazos más fuertes. Tío Mechelín, en vista de lo que esto prometía para más adelante, propuso a Andrés enmendar el rumbo para desembarcar al socaire del Paredón del Muelle-Anaos, en lugar de seguir hasta el de la calle Alta, como aquél deseaba.

Y así se hizo, con magistral destreza de Mechelín y beneplácito de todos.

Dijo Andrés qué pescado de lo cogido por la mañana quería para su casa y la de don Venancio Liencres, dejando el resto en beneficio del barco; despidióse de todos muy campechano, y de Sotileza entre cariñoso y resentido; y tomó el rumbo de su casa, mientras la gente de la barquía la desvalijaba de todo lo movible y manducable, y después de dejarla bien amarrada, cargaba con ello y se encaminaba a la calle Alta por la de Somorrostro arriba..., seguida, a lo lejos, del taciturno Cleto, que había presenciado, sin ser visto, la atracada y el desembarco, diciendo para las honduras de su bodega:

-Mientras Andrés la ampare, no me importa.