Sotileza/XVIII
XVIII
Ir por lana...
Por primera vez en su vida anduvo Andrés, con una perseverancia que a él mismo le repugnaba algo, en acecho de una ocasión para verse a solas con Sotileza; y también por primera vez en su vida, tan pronto como logró sus intentos, engañó a Tolín con un pretexto inventado para faltar dos horas del escritorio.
Aconteció esto a media mañana, en un día en que tío Mechelín estaba a maganos con su barquía, y tía Sidora a la plaza. Sotileza trajinaba en la bodega, en su habitual arreo doméstico: limpio, corto y ligerísimo, según se ha descrito en otra parte, y con el cual se admiraba mejor que con el de los domingos el lujo escultural de la hermosa callealtera. Bien observado lo tenía Andrés. Por eso se alegró mucho de hallarla así, aunque ya contaba con ello.
-Tengo que hablarte -la dijo por entrar, y no muy seguro de voz.
La joven notó el desconcierto de Andrés, y le preguntó sobresaltada:
-¿Y por qué vienes a estas horas y en esta ocasión?
-Porque..., porque lo que tengo que decirte no debe oírlo nadie más que tú. Siéntate y escucha.
Andrés se sentó en una silla, y arrimó otra muy cerca de ella. Pero Sotileza no quiso ocuparla. Permaneció de pie, apoyado el desnudo brazo derecho, redondo y blanco, sobre la cómoda, mientras su seno marcaba la interna agitación que le movía, y respondió en voz firme y con mirada valiente:
-Acuérdate de lo que te dije el domingo en la arboleda.
-Pues de eso mismo vengo a tratar.
-Pensé que ese punto se había rematado allí.
-No del todo; y por lo que falta, vengo ahora.
-Pues desde entonces acá más de una vez nos hemos visto. ¿Por qué te has callado hasta hoy?
-Ya te lo he dicho: porque es asunto para tratado a solas entre los dos.
-También yo te he dicho que no quiero oírte cosa alguna que no pueda decirse delante de los hombres de bien.
-Pues precisamente porque me has dicho eso, tengo que hablarte. Siéntate aquí, Silda; siéntate, por el amor de Dios, que yo te prometo no propasarme en hecho ni en palabras. No quiero más, con las que te diga, que quitarte el amargor que te dejaron otras, y quitarme yo mismo de encima un peso que me fatiga mucho.
Sotileza, algo anhelante y descolorida, plegó maquinalmente su hermoso cuerpo sobre la silla preparada por Andrés.
El cual, en cuanto la tuvo a su lado, y tan cerca que oía el sonido de su respiración, exclamó así:
-¡Y mira que se necesita toda la fuerza de los propósitos que yo traigo para no faltar a ellos viéndote tan hermosa... y en la soledad en que estamos!
Silda se alzó bruscamente de la silla, y volvió a apoyarse sobre la cómoda.
-No creas que me espanto -dijo al mismo tiempo- de verme sola contigo; que alma me sobra para meter en la ley al que falte a lo que me debe.
-Entonces -preguntó el atolondrado mozo-, ¿por qué te apartas tan allá?
-Porque no quiero oírte de cerca cosas que te pintan como yo no quisiera verte.
-Pues para que me veas a gusto, no más que para eso, he aguardado esta ocasión. Créemelo, Silda: te lo juro por éstas que son cruces.
-¡Buen camino tomabas para empezar!
-Todo ello no era más que un decir... Empeño de no callarte ni siquiera un pensamiento, para que llegaras a verme el corazón como en la palma de la mano. Pero si esas franquezas te ofenden, no volverás a oírlas de mi boca... Te lo juro, Silda... Y vuelve a sentarte aquí... y amárrame las manos, si piensas que puedo llegar a ofenderte con ellas... Y si después de oírme te parece que mis palabras te agraviaron, arráncame la lengua con que las diga...; pero siéntate aquí y escúchame.
Sotileza volvió a sentarse, pero maquinalmente, muy pálida, y entre fiera y conmovida; porque en todo aquello que le estaba pasando había tanta novedad y tan extraño interés para ella, que se imponía a la braveza de su carácter.
Andrés, que siempre la había visto fría e impasible, dueña y señora de sus impenetrables sentimientos, asombróse de aquel trastorno súbito e inesperado de tanta fortaleza, tradújole a su gusto, y vio que la de sus propósitos se conmovía también. ¡Pícara fragilidad humana!... Pero acababa de jurar que su proceder sería honrado; y armándose de voluntad para cumplirlo, comenzó por hablar de esta manera:
-Silda, aquella tarde te dije palabras y me propasé a cosas que me valieron una reprensión tuya, dura, ¡muy dura!... Así, de pronto, la falta que cometí confieso que merecía esa pena. Yo no te había acostumbrado, en tantos años que llevamos de conocernos, a que sospecharas de mis intenciones por una mala palabra ni por las señales de un mal pensamiento. En esta casa todos, y la primera tú, me hubierais entregado una honra dormida para que yo la velara. ¿Harías otro tanto desde esa tarde acá? Dilo francamente, Silda.
-No -respondió ésta sin titubear.
-Pues ése es el clavo que tengo aquí desde entonces, Sotileza. ¡Ése me punza allá dentro, y me roba el sueño de noche, y me quita el sosiego de día! Yo no quiero que nadie se recele de mí en esta casa, donde estoy acostumbrado a que se me abran todas las puertas como al sol cuando llega. A eso quiero volver, Silda: a la estimación tuya y a la confianza de todos.
-Ni la estimación mía ni la confianza de naide has perdido, Andrés. Todos saben lo que te deben, y yo lo que también te debo; y aquí no hay ingratos.
-Yo no quiero que se me estime por los favores que haga, sino por mi propio valer, y yo sé que no valgo a tus ojos hoy lo que valía poco hace.
-Y si en esa cuenta estabas, Andrés -exclamó Silda con un calor de acento desacostumbrado en ella-, ¿por qué no te la echaste en su día, para no hacer lo que hiciste?
-En la respuesta a esa pregunta está claramente la disculpa de aquel acto y de aquellos dichos; la única razón que puedo ofrecerte para volver por entero a tu estimación y a tu confianza. Y ya ves cómo esta razón no podía dártela con testigos, sin descubrir la causa de ella; lo que sería un remedio peor que la misma enfermedad.
-Yo no sé -dijo Sotileza con el acento y la expresión de la más cruda sinceridad- que pueda haber disculpa para esas cosas, en hombres de tan arriba como tú, con mujeres de tan abajo como yo.
Andrés sintió en mitad del cráneo el golpe de este argumento.
-Pues qué -respondió buscando en los falsos efectos de la voz y de las actitudes el brío que no hallaba en su razón-, ¿eres tú de las que creen que tratándose de «esas cosas» hay distancias ni jerarquías que valgan? Tu hermosura envuelta en estos cuatro trapillos, limpios como la plata, ¿no es tan hermosura como la que se adorna con sedas y diamantes? Lo que por ti experimente un mozo rudo y grosero, ¿no puede experimentarlo, y hasta con mayor fuerza, un hombre de mis condiciones?... Lo que la amenidad del campo y el influjo de la naturaleza, en todo su esplendor, puedan hacerle sentir a él, enfrente de una mujer como tú, ¿no pueden hacérmela sentir a mí también?... Y ya que de este trance hablamos, ¿qué tendría de extraño que, siendo tan propicia la ocasión y tan placentero el sitio, tratara yo de aprovechar ambas ventajas para poner a prueba tu virtud como un asalto de comedia?
Silda respondió a esta parrafada con una sonrisa fría y burlona.
-¿Es decir, que no me crees? -le dijo Andrés muy contrariado.
-No -respondió Silda con entereza.
-¿Por qué?
-Porque lo que es mentira se conoce desde lejos, hasta en el modo de venir; y aquello, no te canses, Andrés, aquello era la pura verdá... Por eso hubiera creído hoy mejor en la pena que me pintas viéndote llorarla de todo corazón, que amparándola con un embuste.
Andrés se quedó, por un momento, sin saber qué replicar a estas palabras tan crudas y terminantes. Después dijo, por decir algo:
-No basta, Silda, afirmar una cosa: hay que dar razones...
-Yo te daría, de buena gana -respondió la moza, conteniendo los ímpetus de su carácter-, una sola que valiera por muchas.
-Y ¿por qué no la das? -preguntóle Andrés, no tan valiente como parecía.
-Porque temo que te resientas.
-Te prometo no resentirme... ¿Por qué era verdad aquello?
-Porque conocía yo los malos pensamientos que te lo mandaron...
-¡Que los conocías!... ¿De qué?
-De habértelos leído muchas veces en los ojos.
-¿Cuándo?
-Desde tiempo atrás.
-¡Silda!
-Lo dicho, Andrés. ¿No querías razones? Pues ya las tienes.
Andrés se quedó desarmado, y herido en lo más hondo de su conciencia. Sotileza lo conoció y se apresuró a decirle:
-Me prometiste no ofenderte con la razón que te diera. Cúmpleme la palabra.
-Y la cumplo -dijo Andrés, más con los labios que con el corazón-, y ni siquiera he de porfiar sobre el engaño de tus ojos cuando leían en los míos. Pero dime, Sotileza: ¿por qué cuando creíste descubrir en mí esos malos pensamientos no me lo dijiste, siquiera por lo que te ofendían?
-Porque, si no me engañaba el mirar, a ti te tocaba dejarlos fuera de esta casa, no a mí el echarlos de ella.
Otra estocada al pecho. Andrés no sabía ya de qué lado ponerse en aquella lucha sin una sola ventaja para él. Acudió a los consejos del amor propio, que era lo que con mayor fuerza se le iba quejando allá dentro, y dijo a la tenaz agresora:
-Luego ¿no te amedrentaban esos pensamientos míos?
-Yo temía que los descubrieran las personas que los hubieran llorado como una desgracia para todos.
-Pero tú, por ti misma, ¿no los temías?
-¿Y por qué había de temerlos? Sentí mucho verlos donde los vi; pero no más.
-¿Y por qué lo sentiste?
-Porque podía llegar la hora... que ha llegado ya...
-¿La de darme una lección como la que me estás dando?
-Yo no sé tanto como para eso, Andrés; y harto haré con responder al caso para defenderme, como es ley de Dios.
-Pero tú misma me has dicho que, una vez descubiertos mis malos pensamientos, no te tocaba a ti echarlos de esta casa.
-Sí que lo dije.
-Luego debo echarlos yo; es decir, largarme de aquí para siempre, puesto que los llevo conmigo.
-O venir sin ellos, que no es igual.
-¿Y qué he de hacer yo para que creas que no los traigo?
-No traerlos. Con eso basta.
Andrés, por respeto a sí propio, no quería mentir insistiendo en que Sotileza se equivocaba en cuanto decía de sus malas intenciones. Como éstas, por lo que iba oyendo, se le transparentaban demasiado, insistir en negarlas era desmerecer más y más a los ojos de aquella ruda virtud, que más le quería arrepentido pecador que falso virtuoso. Pero consideraba, al mismo tiempo, que aquellas malas ideas, tan aborrecidas en él por Sotileza, quizá en otro cerebro no le espantarían tanto, y hasta se acordaba del regocijo con que la escrupulosa callealtera se dejaba estrujar, en la playa de Ambojo, por los brazos del estúpido Muergo; de Muergo, en cuyos ojos al mirar a Silda, había él leído torpezas de tal calibre, que no podían haber pasado inadvertidas para ella. Luego lo que en Muergo, sucio y feo, no era ni siquiera una falta, en él, mozo gentil y culto, era un delito que podía llegar a cerrarle las puertas de aquella casa. ¿Valía él menos a los ojos de Sotileza que aquel animal monstruoso? Esto era increíble, y sería una verdadera insensatez manifestar allí dudas siquiera de ello. Pero el hecho de la preferencia existía; lo cual demostraba que Sotileza escrupulizaba, más que en los pensamientos de esa clase, en las personas que eran movidas de ellos. No amenguaba este fenómeno la honradez de Silda a los ojos de Andrés, puesto que no ignoraba lo que influye en la significación de ciertos actos la condición de la persona que los ejecuta o que los consiente; pero en la falsa posición en que se hallaba él en aquellos instantes, el hecho le ofrecía una salida, y tal vez podía aprovecharla para huir siquiera de la que Silda le presentaba con sus tremendas razones. Salir por esta puerta, es decir, ajustarse a las condiciones de Silda, era obligarse a no volver más a la bodega, pues hombre que había jurado lo que él, todo debía sacrificarlo a la buena fama de la mujer que se quejaba de sus malas intenciones; y no volver a la bodega era empresa superior a las fuerzas del ánimo de Andrés, particularmente desde que había dado motivos para ellos y acababa de convencerse de que aquel trastorno moral, que tanto le había chocado en Silda al empezar a hablar con ella, no era la realidad de sus tan acariciadas esperanzas de que llegaran a trocarse entre ambos los papeles del paso que pasó; en la arboleda de Ambojo... ¡Y fuéranle a preguntar, sin embargo, qué tal andaba en aquel instante de alteza y fidalguía de pensamientos! Ni los de Amadís en su peñasco, que pudieran igualárseles. ¡Poder del amor propio resentido!
Todo esto, que tan largo es de contar aquí (¡y ojalá no haya resultado ocioso!), se lo barajó Andrés en la mollera en los pocos instantes de silencio que siguieron a las últimas palabras de Sotileza.
Tomando, pues, el punto de soslayo en virtud de sus mentales razonamientos, Andrés comenzó a evocar, en tono quejumbroso, los mejores años de su infancia y de la mocedad, corridos para él en la dulce intimidad de la inocente huérfana y de sus honrados protectores. Cariño, abnegación, sosiego, paz y noble confianza: todo se cantó en aquel idilio que hubiera hecho palidecer, salvo el estilo, al que inspiró a don Quijote un puñado de bellotas en la choza de los cabreros. De pronto asoma una mancha leve en el fondo risueño de aquel cuadro; sopla el aire de la sospecha; la mancha se hace nube; la nube se va extendiendo..., ¡y adiós luz y confianzas y regocijos! El amigo de siempre, el paño de lágrimas de todos, es ya el hombre malo, de quien hay que apartar las muchachas honradas, la amiga de su infancia y de su mocedad...
-Y yo no puedo resignarme a esto, Sotileza -exclamó Andrés, por remate de sus lamentaciones-. Yo no puedo salir de esta casa por ese recelo, después de haber entrado en ella como yo entré.
-Pero ¿quién te echa, Andrés? -dijo Sotileza con asombro, después de haber oído impasible sus declamaciones.
-Tú -respondió Andrés-, puesto que me dices...
-Yo no he dicho eso -replicó Silda con entereza-; yo te he dicho que no vuelvas con esos pensamientos, que han salido a relucir aquí porque tú lo has querido. ¿Es esto echarte de casa? ¿Ni quién soy yo para tanto?
-¡Siempre esos dichosos pensamientos! -exclamó el fogoso muchacho, irritado al considerar el afán con que se los ponían por delante para que se estrellara en ellos. Y luego, dejándose llevar de los impulsos de la vanidad resentida, añadió con gran vehemencia-: Y si por casualidad acertaras, Silda; si esos malos pensamientos se hubieran apoderado de mí, ¿qué habría en ello de particular? ¿No te has mirado al espejo?... ¿No sabes que eres hermosa?... ¿Y soy yo de piedra, por si acaso?
Sotileza, mientras Andrés hablaba así volvió a inmutarse; y, apartando su silla media vara de la otra, dijo, en un acento y con una expresión imposibles de pintar:
-¡Andrés!... ¡Mira que, por enmendarlo, vas a ponerlo peor!
-No sé cómo lo pongo, Silda -exclamó Andrés fuera de sí-; lo que sé es que tengo que decirte esto que te digo, porque me abrasa allá dentro si lo callo.
-¡Virgen! ¡Y con todo esto te atreverás a negar!...
-¡Yo no niego ni afirmo, Silda! Me pongo en todos los casos. ¡Ponte tú también!
-¡Pues porque me pongo en el que debo..., me matas de pesadumbre, Andrés!
Y Andrés vio entonces en los ojos de Sotileza una expresión, y como un velo de rocío, que jamás había notado en ellos.
-¿Que te mato de pesadumbre? -exclamó deslumbrado-. ¿Por qué?
-Porque no es así como yo quiero que seas para que yo te estime, sino como eras antes.
-¿Y por qué no has de estimarme siendo como yo soy ahora? -preguntó Andrés, ciego por el despecho y la vehemencia.
-Porque, porque... -y Silda, que no apartaba sus ojos de los de Andrés, se alzó rápidamente de la silla. Retrocedió dos pasos sin soltarla de la mano, y continuó así en una actitud que se imponía por la extraña mezcla de altivez y de súplica que había en ella-. ¡Por la Virgen de los Dolores, Andrés, no me preguntes más de eso... y escúchame lo que me obligas a decirte! Tú sabes, tan bien como yo, que desde que me recogiste en la calle, me dan en esta casa, por caridá, mucho más de lo que yo merezco. Desvalida y sola me vi, y aquí tengo padres y amparo... Morirme puedo, como la más moza; pero ellos son ya viejos, y en ley está que yo vuelva a verme sola otra vez en el mundo. Para valerme en él, no tengo otro caudal que la honra... ¡Por el amor de Dios, Andrés! Tú que sabes lo que vale, tú que me amparaste de inocente, ¡mira por ella más que ninguno!
-¡Robarte yo ese tesoro! -exclamó Andrés, sinceramente asombrado de la sospecha.
-Robármele, no -respondió al punto la callealtera, con gallardo brío-; eso, ni tú ni naide. Pero la apariencia basta, porque bien sabes lo que son las lenguas.
Andrés estaba ya aturdido. Su vehemente irreflexión le llevaba de descalabro en descalabro; pero su veta era noble, y siempre respondía su corazón a las llamadas de lo más hondo. Además, era de todo punto inútil el empeño de imponerse con las fuerzas del despecho a una entereza tan indomable como la de aquella mujer, nunca bien conocida de él hasta entonces.
-En todo me vences hoy, Sotileza -la dijo en una actitud que se acomodaba bien al tono dulce y sentido de sus palabras-, y tales cosas me dices y tales razones das, que voy cayendo en la cuenta de que, con el mejor de los deseos, he echado en esta porfía algunas veces por caminos que no usan los hombres de bien. Acuérdate de lo que te juré al entrar aquí un rato hace; eso es lo cierto, a eso venía; lo demás ha ido saliendo porque... porque el diablo enreda las ideas y tira luego de las palabras a su gusto para perdición de las gentes. Olvídate de ello, Silda... ¡Olvídalo y perdóname!
¡Entonces sí que hablaba Andrés con el corazón en los labios! ¡Muchacho más impresionable!...
Conociéndolo bien Sotileza, le dijo, acercándose más a él:
-¡Eso es hablar en verdá!... ¡Eso es ponerse en justicia, Andrés! Y, mira, ahora que eres amo y señor de ti mismo; ahora que Dios te corre la venda de los ojos, no esperes a que el demonio te la vuelva a poner... Vete, y déjame sola como estaba..., que con ello y no más te perdonaré esas cosas con todo mi corazón...
Andrés se levantó de la silla, resuelto a marcharse. Los escozores del amor propio, nuevamente irritado con las últimas palabras de la callealtera, no le impidieron conocer el peso de la razón con que ésta deseaba alejarle de allí.
-Voy a darte gusto -la dijo-. Pero ¿llega tu intención hasta cerrarme la puerta para siempre en cuanto yo salga por ella?... Porque a eso no me allano, Silda; y ahora que te he conocido, menos que nunca.
-¡No te amontones de nuevo, Andrés, por la Virgen del Carmen!... Yo no quiero cerrarte estas puertas para siempre, ni aunque quisiera, podría, porque no mando en ellas... Lo que quiero, por demás lo sabes. No está todo el mal en entrar, sino en la ocasión que se busca para ello, porque hay ojos y lenguas que no viven más que de hacer daño. Y si yo, por quien soy, no te parezco bastante para que te mires un poco en ese particular, hazlo por esos pobres viejos, que el día en que yo pierda la buena fama, se morirán ellos de vergüenza.
-¡Silda! -exclamó entonces Andrés en medio de uno de aquellos entusiasmos que le acometían tan a menudo-, ¡no valgo yo lo que tú mereces!
Y sin atreverse a mirarla, porque verdaderamente estaba tentadora en aquel instante la huérfana de Mules, salió, como disparado, de la bodega.
¡Él, que había entrado allí creyendo que iban a trocarse los papeles del paso aquél de la arboleda de Ambojo! Pero ¿de dónde mil demonios había sacado la arisca y taciturna moza aquella sensibilidad y aquellos bríos, con los cuales acababa de darle tan soberana lección? ¿Cómo era posible que una mujer tan equilibrada de juicio y de tan altos pensamientos, fuera una zarza montuna con él y con las gentes que mejor la querían, y copo dulce de algodón cardado con una bestia estúpida como el horrible Muergo? ¿A qué fenomenales inclinaciones obedecían aquellas notorias preferencias? ¿De qué barro estaba formada aquella mujer, que no tenía una amiga de intimidad en toda la calle; que no echaba de menos la compañía de ninguno; que parecía no conmoverse por nada, y que, sin embargo, era sensible e inteligente, y honrada, y agradecida, y animosa, y, al propio tiempo, solamente en un ser hediondo y abominable había depositado las únicas dulzuras destiladas voluntariamente de su corazón?
Así iba discurriendo Andrés desde que puso la planta fuera de la bodega; y tan abstraído le llevaba su discurso, que sus ojos no vieron a la sardinera Carpia, que se cruzó con él diez pasos más abajo de la puerta; ni la mirada que le enderezó, de medio lado, parándose un momento; ni a sus oídos llegaron estas palabras que aquella furia soltó de su boca, con el santo propósito de que en la calle se oyeran las que debían oírse:
-¡Caraspia!... ¡Si va que ajuma!... ¡Yo lo creo!... El uno en la mar... La otra en la plaza... La señorona en su palacio... ¡Y vengan barquías!... ¡Y allá va la vergüenza por esas barreduras!... ¡Puáa! ¡Pa ella, la grandísima puerca!... ¡Ah, caraspia! ¡Si allego a estar en casa yo! Pero otra vez será, que al cebo que te engorda has de golver... En una así quería yo cogeros, a la mesma luz del sol, pa que vos alumbre en la cara la vergüenza, por poca que tengáis... ¡Puáa!... ¡Indecenteeee!