XIV
Sotileza (1888) de José María de Pereda
XV - El paño de lágrimas
XVI

XV

El paño de lágrimas


El pobre Cleto andaba, andaba, calle arriba y calle abajo; del Paredón al portal, del portal al Paredón, diciéndose al comienzo de cada subida: «De esta vez entro»; y llegaba junto a la puerta y no entraba..., y vuelta hacia el Paredón, y siempre con aquel clavo roñoso adentro, que se le hundía en lo más dolorido del pecho a cada paso que daba. Y aquel clavo era Muergo y el considerar que si había de echarle de la bodega para siempre a fuerza de bofetadas, con lo necio y lo forzudo que el monstruo era, ya tenía campaña para rato; y si, al fin de ella, suponiendo que la campaña tuviera fin, resultaba que le cerraban la puerta a él por lo mismo que había tratado de barrerla de aquel modo, ¡lucida era la recompensa que obtenía por su empeño! ¡Si él tuviera amigos a quienes pedir un consejo! ¡Personas de formalidad y de palabra, que le creyeran todo lo que él les contara de aquellas cosas que sentía despierto y soñando, a modo de «jirvor» que le salía de la entraña, y rompía como una mar del Noroeste, tan pronto contra la tapa de los sesos como contra las paredes del arca, en cuanto ponía los pensamientos en Sotileza... (y no la apartaba un punto de su memoria); y aquel cosquilleo que le entraba con sólo pensar en lo que él sería, arrimado para siempre a la bodega, y lo que temía llegar a ser si, después de haber conocido cosa mejor, no le sacaban pronto del quinto piso, o no se resolvía a tirarse una noche por el balcón abajo! Bien apurada la materia, él no podía vivir sin lo uno ni con lo otro. Se acordó de Andrés, en cuya influencia entre las gentes de la bodega había pensado también otras veces para salir de sus ahogos; pero Andrés era protector de Muergo, y no se prestaría a ayudarle en un empeño que perjudicaba a aquel animalote. Ir derechamente con sus cuitas a los interesados en ellas, era aventurarse demasiado, porque, tras de no conocer bien las intenciones de aquellas gentes, él fiaba poco en la torpeza de su palabra y en la cortedad de su genio para pintar a lo vivo las «rompientes» consabidas de sus «jirvores», y la fuerza y significación de los otros cosquilleos que le atormentaban. Y así discurriendo, andaba ya, sin darse de ello la menor cuenta, calle de Rúa-Mayor abajo; y llegó a la Pescadería, desierta a aquella hora, y continuó hacia la Ribera..., y allí se encontró, tope a tope, con el padre Apolinar. ¡Nadie como aquel buen señor para oírle con caridad y apuntarle con un buen consejo!

Le detuvo, saludándole gorro en mano, y le suplicó que le escuchara dos palabras que tenía que decirle.

-Si no son más que dos -díjole el fraile, al cabo de un rato que invirtió en recoger con las manos, puestas de canto sobre las cejas, la luz del farol más próximo, para conocer con sus ojos enfermos al suplicante-, ya me las estás diciendo. Si son muchas, ve soltándolas según andemos, o dímelas en llegando a casa, porque estoy muy de prisa y no puedo perder el tiempo en la calle...

-Pus le diré en casa lo que tengo que decirle -contestó Cleto virando de bordo y poniéndose al costado del fraile.

Éste vivía a la sazón en una de las casitas bajas de la Alameda de Becedo; de modo que, siguiéndole los pasos, tuvo Cleto que atravesar la ciudad por la cuesta de la Ribera y calle de San Francisco; precisamente la arteria más llena de los jugos vitales del Santander de entonces. Marejadas de señorío y tiendas y más tiendas llenas de cosas y de luz, a babor y a estribor. Cleto no recordaba haber pasado por allí en todos los días de su vida, y tanto le sorprendieron el ruido y las maravillas del cuadro, que a pique estuvo de olvidar con ellos sus «jirvores» y hormigueos.

-Hay que hacerse a todo, Cleto, a todo, a todo, hijo, a todo -decíale el padre Apolinar, reparando cómo se embobaba el mozo con lo que iba contemplando, y cómo tropezaba con los transeúntes-. Pero sois bonitos de mar, y en cuanto salís a tierra y os veis entre gentes racionales y de mundo, ya os falta la respiración. Y lo peor es que esto se pega, porque has de saberte que si vivo un año más en aquella escalera de la calle de la Mar, con ser quien soy y con tratar a tantos terrestres como yo he tratado siempre, salgo, cuerno, tan tonina como vosotros. ¡Mira que solamente con aquellas crías que me mandaban a casa para escamarlas siquiera lo mayor, había para perder el modo de hablar! No es decir esto que yo los haya abandonado, que a mi casa van algunas todavía, y no van más, porque les parece largo el camino, si es que no les espanta como a ti. Pero siquiera se ventilan un poco en él, y cuando llegan a mí, ya no huelen tan mal. También los tengo terrestres, que hijos de Dios son como cualquiera y tan necesitados, como los más perdidos, del pan de la inteligencia y de la palabra divina. ¡Cuerno, qué peces hay entre ellos! Pero, con todo, hombre, yo no he tenido discípulo ni espero tenerle, por mucho que viva, tan sucio ni tan feo ni tan torpe como ese Muergo...

Esta palabra sacó instantáneamente al hijo de Mocejón del atolondramiento en que iba sumido. Estremeciéndose todo, echó un terno de los más redondos y sintiéndose poseído, repleto, de todos los resquemores que de ordinario le consumían, dijo con nerviosa vehemencia:

-Vamos a rema ligera, pae Polinar, pa que alleguemos cuanti más antes.

-¿Qué te ha dado tan de pronto, recuerno?

-Esas pampurrias, ¡paño!, que me anadan en la bodega.

Poco después, alumbrados malamente por la luz de una cerilla que echó; pae Polinar, subían ambos la escalera de la casa de éste, les abría la puerta la vieja ama de gobierno del exclaustrado, y, por último, se encerraban en un mezquino gabinete, sobre cuya mesa, bien conocida del lector, comenzaba a lucir, ensanchándose y alzándose poco a poco, la llama perezosa de un cabo de vela, embutido en una palmatoria, también inventariada más atrás.

Al hallarnos nuevamente con el padre Apolinar, y después de examinarle un instante de pies a cabeza, bien pudiéramos decir que no pasaba día por él. La misma cara y los propios hábitos; ni una arruga ni una costra más, ni un lamparón ni un recosido menos. El mismo pae Polinar de siempre, con sus párpados en carne viva, su cabeza gacha y sus talares transparentes y resobados.

-Mira, hijo, mira, ¡mira si tienes ojos para ver! -exclamó de pronto el fraile, apuntándole con el gesto unos libracos y unos papelotes que había sobre una mesa, por tener ocupadas las manos en quitarse la teja y el manteo-. Míralo y dime si pae Polinar, con esta tarea entre manos, tendrá tiempo de sobra para andarse de pingo por las calles.

Y como Cleto le miraba en demanda de una explicación más comprensible, añadió el exclaustrado:

-Eso es canela, hijo...; digo, canela, no, mejor es rescoldo que me consume el discurso y la salud y la poca vista que me queda. Porque has de saberte ahora que esto es un sermón que se me ha encargado para el día de los santos Mártires, en la capilla de Miranda... ¡El día de la fiesta del Cabildo de Abajo!... ¡Como quien no dice nada!... ¡Échame allí señores de Ayuntamiento, todos los mareantes y medio Santander, con la boca abierta, escuchando al padre Apolinar! ¿Te parece que es esto para que uno se duerma y se vaya a aquella cátedra con lo que salga a la buena de Dios?

Ocurriósele a Cleto contar por los dedos el tiempo que faltaba hasta el 30 de agosto; vio que era mes y medio bien cumplido, y así se lo dijo al fraile.

El cual se volvió rápidamente hacia el sencillote mozo (pues andaba pasando la manga de su chaqueta al pelo del sombrero, para atusarle un poco antes de ponerle sobre la cama), y le habló así:

-Echa tres..., que más de otro tanto de lo que falta llevo sobre esta mesa, dale que le das a libros y tintero... Echa cuatro, que bien pueden echarse. ¿Y qué? ¿Te parece a ti que escribir un sermón para los Mártires es añadir un pernal a un aparejo? ¡Aquí se ven los hombres, Cleto! ¡Aquí sudan el quilo los más guapos..., los más guapos, rejinojo! Y si algún predicador te dice otra cosa distinta, no te dice la verdad, ¡cuerno! ¡Buen chanfaina de predicador estaría él! ¡Bueno, bueno, bueno de veras! En fin, ya lo verás tú ese día, si vas por la ermita.

-¡Yo! -exclamó Cleto con el más sincero de los asombros-. ¡Como no vaiga yo a eso!...

-Es verdad, que tú eres del Cabildo de Arriba... Pero otros del de Abajo me oirán, y ya llegarás a saber si aquello que yo les diga se aprende en un par de meses... ¡Vaya con estos muchachos que nacen enseñados y con la palabra de Dios, verbum Dei, entre los labios!... Y ahora dime: ¿qué tripa se te ha roto? ¿Qué me quieres? ¿Por qué me buscas, et quare conturbas me?

Cleto, que estaba de prisa, no hizo esperar mucho la respuesta, si respuesta puede llamarse aquella marejada de sonidos guturales, de frases oscuras y descosidas, de interjecciones fulminantes, restregones de pies, bamboleos de espaldas y cabeza y crujidos de la silla.

-Bueno está todo eso -dijo el padre Apolinar, hombre muy ducho en descifrar tan rara especie de enigmas-. Pero ¿por qué me lo cuentas a mí?

-Pus pa que me dé un consejo, y si es caso, arrime el hombro también -respondió Cleto.

-¡Claro! -repuso el fraile retorciéndose dentro de sus ropas-. Esa ya me la temía yo aquí..., en cuanto rompiste a hablar..., en cuanto te sentaste en esa silla..., en cuanto me paraste en la Ribera, ¡cuerno!... Además, eso que te pasa tenía que suceder, porque la mano de Dios alcanza a todas partes, y la que se hace se paga, y en teniendo vosotros algo que pagar, ya estoy yo, como el otro que dice, aflojando la peseta. ¡Recuerno con la lotería! Y dime, zoquete de jinojo, ¿por qué asomaste tú la jeta en aquella casa? ¿Qué falta hacías allí?

-Ella me pegó un botón una vez.

-Ya, ya; ya me has enterado de ello, con todo lo que se siguió a esa pegadura; pero después, cuando viste lo que te pasaba por adentro, ¿por qué no hiciste bota arriba a la banda? Porque yo, al hallarte en la bodega alguna de las veces que he ido por allá, siempre entendí que no se trataba más, por tu parte, que de echar un párrafo y una punta, para pasar aquel rato de menos en tu casa.

-Así fue al escomienzo; pero endimpués... ¡Paño!... ¿No le he dicho ya cómo me iba entrando, entrando ello solo?

-¡Pues entonces, Cleto, entonces debió ser la retirada, sabiendo, como sabes, que entre el quinto piso y la bodega no puede haber amaños ni conciertos!... Pero, vamos a ver, ¿sabe ella algo de lo que te pasa por los adentros?

-Yo no se lo he dicho.

-¿Lo sabe Mechelín?

-Ni jota.

-¿Lo sabe su mujer?

-Lo mesmo que el marido.

-¿Qué tal cara te ponen?

-Los viejos, tal cual; ella... me paice que no tan güena... ¡Paño! Mejor se la pone a Muergo, y esto es lo que me desguarne.

-Y, en vista de lo que me dices, ¿qué quieres que haga yo?

-Darme un consejo.

-¿Para qué?

-Pa dir endimpués a decirla, como usté sabe decirlo, que me quiero casar con ella.

-¡Baldragazas! Pues si das por sentado que hemos de acabar por ahí, ¿para qué quieres el consejo?

-Creo que pa na. Lo otro es lo que va usté a hacer, y en el aire.

-¡Un galernazo que te barra! ¿Sabes tú lo que me pides? ¿Sabes quién es tu padre?

-Por demás.

-¿Sabes quién es tu madre?

-Mejor entodía.

-¿Sabes quién es tu hermana?

-¡Mal rayo la parta!

-¿Sabes lo que hicieron una vez conmigo?

-Sí que lo sé.

-¿Sabes que hoy es el día en que no me atrevo a poner los pies en la calle Alta si las columbro en el balcón, y que en dos ocasiones, por no haberlas distinguido bien, me dieron una corrida en pelo a todo lo largo de la acera?

-Así lo oí endimpués.

-¿Sabes que antes de verte casado con esa muchacha, serían capaces de prender fuego a la bodega, y a la casa, y a todos los de la vecindad?

-Por falta de mala entraña, no quedaría.

-Y sabiendo todas esas cosas, Cleto de los demonios, ¿me quieres meter a mí en la danza? ¿No me ves ya en el martirio? ¿No me ves atenaceado, con la saliva en la cara, las hieles en la boca y en tiras las carnes y el pellejo? ¡Cuerno, o tú me quieres mal, o no estás en tus cabales!

-¡Paño! Pero si usté se cierra a la banda, ¿qué voy a hacer yo?

-Y a mí, ¿qué me cuentas de eso? ¿Te ha parido el padre Apolinar, por si acaso? ¿Te debe el pan que come? ¿Los hábitos que viste?... ¡Nada, hijo!..., ¡lo de siempre! Los jolgorios y los tragos dulces, para vosotros solitos, y en cuanto hay una desazón o una descalabradura, a buscarme a mí para que os quite el hipo u os ponga la venda. Esas canonjías me regalaréis. ¡Suerte de las personas, ¡cuerno!; ¡suerte, y no más que suerte! Verdad que ése es mi deber, si bien se mira... Pero también es cierto que los deberes se han de cumplir con su cuenta y razón, y esto que ahora se me pide es mucho más de lo regular, y no lo haré, y no, y no. ¿Lo quieres más claro todavía, Cleto?

Cleto bamboleó la cabeza, se levantó perezosamente de la silla, dio algunas vueltas al gorro entre sus manos y murmuró sordamente palabras incomprensibles. De pronto enderezóse iracundo, y dijo al padre Apolinar, que se paseaba por la estancia:

-No sé lo que haré por mí solo en lo tocante al caso de ella; pero lo que es él, lo que es Muergo, pae Polinar, si a pura morrá no acaba, ha de fenecer de otro modo, u se me aparta de allí.

-Hombre -respondió el fraile cuadrándose delante de Cleto-, si no fuera pecado mortal, te diría que puede que hicieras una obra de caridad... ¡Ave María Purísima! ¡Qué barbaridades se le escapan a uno con estas marimorenas! No hagas caso, Cleto; no hagas caso de estos dichos al tunturuntún... ¡Pero vosotros tenéis la culpa, cuerno!... Conque vete, vete poco a poco; no tomes esas cosas tan a pechos; cálmate, duerme..., si tienes en dónde; observa por la buena, déjate de ese animal, que ningún daño puede hacerte en lo que temes; perdónale... ¡Y quién sabe hombre, quién sabe! Por lo más oscuro amanece; y, en fin, ya me daré yo unas vueltas por allá; iré palpando el terreno, y, según yo le vea..., con prudencia, se entiende, ¡con mucha prudencia!, te avisaré cuando deba avisarte. Y tú, entretanto, la lengua y las manos quietas; mucho ojo a mí, ¡mucho ojo!, y por el cariz que yo presente y el que vayas viendo en la bodega, y algo que yo te apunte cuando deba apuntártelo... ¡Ea!, ya te he dicho bastante. Ahora vete, y déjame trabajar un poco, que bastante tiempo he perdido para lo que vamos ganando, ¡cuerno!

Salió Cleto algo más animado, pero no satisfecho, y se arrimó el fraile a la mesa. Sentóse, y mientras desdoblaba su manuscrito, después de haberle sacado de las entrañas de uno de los libracos, murmuraba:

-¡Con estos entretenimientos y estas preparaciones, haga usted cosa de sustancia; busque latines al caso y emperejile discursos que aturdan a los oyentes!

Después limpió la pluma de ave en la pechera de la sotana, probó el temple de sus puntos sobre la uña del pulgar de la mano izquierda, hizo una pantalla con los libros puestos de canto, para defender sus ojos de los rayos directos de la luz...

Y se le presentó delante el ama de gobierno para decirle:

-Ahí está la mujer de Capuchín, el de Prado de Viñas.

-¿Y qué se le pudre a la mujer de Capuchín? -contestó el fraile.

-Que tiene el marido mucho peor.

-Pues que se lo cuente al médico, ¡jinojo!

-Ya se lo ha contado, señor, y por eso viene aquí.

-Mejor hiciera entonces en ir a la botica.

-¡Así tuviera con qué, la probe!

-¡Y será capaz de venir a que se lo dé yo!

-Una limosna pide.

-¡Pues a buena puerta llama! Pidiérala yo, Ramona, si no fuera por la vergüenza, ¡cuerno!

-Lo peor de todo es que en aquella casa no hay con qué dar una taza de caldo al enfermo... ¡Ni una miga de pan, señor!...

-¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!... ¡y tiene tres hijos y la mujer, y se cae de hombre de bien!...

Y mientras exclamaba así el bueno de pae Polinar, palpábase los bolsillos y hundía las manos después en el cajón de la mesa.

-Pero ¿qué jinojos ha de haber aquí? -murmuraba, sin dejar de palpar a tientas-. ¡Si, por no tener, ni siquiera tiene cerradura muchos años hace!... Nada, Ramona, nada... ¡nada! Dile a esa infeliz que perdone por Dios, que yo no puedo socorrerla.

-Pues ¿y el duro de esta mañana? -se atrevió a preguntarle la sirvienta.

-¿Qué duro, mujer de Dios?

-El de la misa de don Andrés.

-Sí... échale un galgo.

-¡Desde esta mañana acá!

-«¡Desde esta mañana acá!...» ¡Qué cosas tienes! ¿Cuánto tiempo había de durarme?... Pues hasta que me lo pidieran. Me lo pidieron esta tarde en cuanto salí de casa, y me quedé sin él. ¡Cuerno!, me parece que la cosa no puede ser más natural ni más corriente.

Íbase ya la criada con el triste recado para la mujer de Capuchín, y de pronto la llamó el fraile.

-Oye, Ramona -le dijo-, antes que te vayas, y por lo que sea: ¿qué tenemos para cenar?

-Para usté, carne con patatas.

-¡Cómo «para usted»!... ¿Y para ti?

-Para mí, hay cuatro sardinas.

-¿Y desde cuándo acá hay manjares distintos para nosotros?

-Es tan poca la carne que no alcanza para los dos.

-Conque poca... Y ¿qué tal está?, ¿qué tal está, con esas patatitas?

-A medio hacer todavía, señor.

-A medio hacer, a medio hacer... ¡Vea usted, qué jinojo!... Pues mira, tráete ahora mismo esa carne, según esté, con puchero y todo...

-Pero, señor, si...

-Que te lo traigas, ¡cuerno!

Salió la vieja Ramona, y volvió en el aire con un puchero humeante entre las manos, envuelto en una rodilla sucia.

Pae Polinar le acercó a sus narices; sorbió con ansias aquellos vapores suculentos y olorosos; y apartando en seguida el puchero lejos de sí, como quien huye de una mala tentación, dijo a su criada:

-¡Bueno, bueno, bueno de veras va el guisado éste!... Pero como yo no tengo grandes ganas que digamos, dásele a la mujer de Capuchín para que le despachen en su casa como Dios les dé a entender.

Tras algunos reparos infructuosos, fuese la criada dispuesta a cumplir el mandato de su amo; el cual, asomando la cabeza fuera del gabinete, la gritó:

-Pero dile que me devuelva la servilleta... si no les hace mucha falta.

Luego se volvió a su sillón y a sus papeles, murmurando mientras los manoseaba:

-Cabalmente, he leído yo, no sé dónde, que para conservar la salud mientras se hacen trabajos de tanto empeño como estos que yo traigo entre manos, no hay nada mejor que meterse en la cama con hambre. Pues lo que toca a la mía de esta noche, es de órdago... ¡de órdago! ¡Cuerno, si lo es!