XIII
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XIV - El diablo en escena
XV

XIV

El diablo en escena


Precisamente muy pocas horas después de ella, fue cuando Andrés se decidió a manifestar a su padre uno de los deseos, de los pocos deseos más voraces que sentía: tener un bote suyo, o la mitad siquiera, como muchos jovenzuelos de su edad. Porque entonces había una escuadrilla de elegantísimos esquifes particulares (que se fondeaban enfrente del café Suizo), como ahora hay caballos de regalo y coches de fantasía. Procuró suavizar las asperezas que pudiera llevar consigo la pretensión, declarando a su padre que arrimaría a la compra todos los ahorros que había hecho de los sueldos y gratificaciones ganados en el escritorio. Sonrióse el capitán y le ofreció el regalo de un esquife nuevo, a condición de que no volviera a la Zanguina más que de tránsito y en los casos de necesidad; porque necesidad de darse una vuelta por la Zanguina la tenían cuantas personas de abajo eran dueñas de bote o aficionadas siquiera a los placeres de bahía. Andrés aceptó de buena gana la condición, y con las instrucciones del mismo Bitadura, le construyó Lencho un esquife, aparejado de balandro, tan bello y sutil, que navegaba solo.

Por entonces empezó tío Mechelín a adolecer de muchos achaques que a menudo le impedían salir a la mar, y aun le postraban en la cama. Los míseros ahorros se agotaron, y en la bodega comenzaron a sentirse varias necesidades, porque la labor de las mujeres no daba para cubrirlas todas. Andrés lo observó con mucha pena, sobre todo cuando se convenció de que los achaques del honrado pescador eran lacras del oficio, enconadas por el peso de los años; es decir, de las que no tienen cura y piden grandísimos cuidados para ir pasando el enfermo poco a poco el último y breve tramo de la vida.

-Yo no sé -decía una tarde tía Sidora a Andrés, con los ojos empañados, mientras su marido se quejaba, tendido en la cama- cómo, mirándose en este espejo, hay hombre tan dejao de la mano de Dios que se mete en este oficio. ¡Infeliz! ¡Cincuenta años largos de bregar en esos mares, con fríos que aterecen, con soles que abrasan, con vientos, con lluvias, con nieves; poco descanso, una pizca de sueño y vuelta a la lancha antes de romper el día, y cierre usté los ojos para no ver la estampa de la muerte, que se embarca primero que naide, y va siempre allí, allí, con los infelices, pa acabar con toos ellos cuando menos lo esperan y onde no hay otro amparo que la misericordia de Dios! Mire usté, don Andrés: yo no sé qué me pasa cuando me regatean cuarto a cuarto una libra de merluza en la plaza, gentes que tiran un duro por un pingajo que no necesitan. ¡Si supieran lo que cuesta sacar aquel pescao de la mar! ¡Qué peligros! ¡Qué trabajos!... ¿Y pa qué, Señor? Pa que el primer día que el infeliz mareante se quede en la cama no tenga su familia qué comer..., por honrao y trabajador que sea, como este venturao, que no tiene un mal vicio... ¡Si hubiera habido ahorros pa una barquía tan siquiera!... Ya ve usté, dos mil reales en cincuenta y más años de brega no es mucho pedir... Si hoy tuviéramos esa barquía, en días de salú saldría Miguel con ella a la badía, si no le era posible salir más ajuera; y cuando no, el barco mesmo lo ganara pescando otros en él, y de ese quiñón comeríamos en casa. ¡Pero ni eso, don Andrés, ni eso! Y yo no tengo jornal toos los días; me faltan los ojos para la costura, y la poca que dan en la calle a esta desgraciá, que es mi consuelo y mi ayuda, la pagan mal y cuando los paece...

Sotileza, que se hallaba presente, no apartaba los ojos de tía Sidora sino para ponerlos en los humedecidos de Andrés.

El cual, tan pronto como salió de allí, habló larga y elocuentemente con su padre, que conocía mucho a tío Mechelín y estimaba de veras sus honrosas cualidades.

Por conclusión de lo que trataron padre e hijo, dijo al segundo el primero:

-Que no lo sepa tu madre, porque no mira esas cosas por el lado que nosotros; pero hay que proporcionarle a Mechelín la barquía que necesita.

Y tío Mechelín la tuvo muy pronto, y desde aquel día reverdecieron las mustias alegrías de la bodega de la calle Alta, y fueron en ella Andrés y el nombre de su padre hasta venerados. Por entonces dijo a Sotileza tía Sidora:

-Mira, hijuca, haz por ser desde hoy un poco placentera de semblante y de palabra con esa persona, que es una onza de oro de por sí, siquiera porque no piense que somos ingratos. No es que tú le quieras mal, que bien sé yo que no hay na de ello; pero la cara no debe tapar nunca lo que pasa por dentro, ni aunque lo de adentro sea malo, cuanto más siendo bueno.

Porque es de saberse que, aunque entre Andrés y Sotileza había grande intimidad, era ésta casi toda a expensas del carácter franco y comunicativo del primero. Sotileza no era mucho más expresiva con él que con las demás personas que la trataban, con la monstruosa excepción de Muergo; pero como, con respecto a Andrés, ningún mal querer tenía que disimular la arisca rapaza, que ya iba tocando en los límites de la belleza a que llegó poco después, se prestó de buena gana a hacer el esfuerzo que le reclamaba la más agradecida que experta marinera. Cuyo asombro no tuvo medida cuando reparó que, según iba subiendo la afabilidad de Sotileza con Andrés, bajaba la de Andrés con Sotileza, y hasta iba cercenando poco a poco sus visitas a la bodega. ¿Qué demonios pasaba allí? ¿De qué se había resentido un mozo tan caballero y tan campechano, en quien todos adoraban? ¿No los juzgaría ya merecedores del bien que les había hecho? ¿Pues no veía cómo le saboreaban y se nutrían de él, y a su amparo conllevaba alegre todo el peso de sus plagas el achacoso marinero, sin que le robara el sueño la visión del hospital para remate de sus días, y cómo aprovechaba la menor tregua en sus dolores para ganar un quiñón más con el trabajo de su persona, porque ése era su deber? ¿No iba a menudo desde la humilde bodega a la casa del capitán, poco, pero lo mejor de lo escogido entre lo mejor de la pesca del día, no en pago del beneficio recibido, pues éste no tenía precio, ni el bienhechor le hubiera cobrado jamás, sino en testimonio de que el pedazo de pan no había caído en estómagos ingratos? Y si no era esto o algo que pudiera parecérsele, ¿qué era? Y en vano se consumía y se devanaba los seso tía Sidora, y entretanto, cuanto más reparaba en Andrés, más cambiado lo encontraba.

Llegó a consultar el caso con su marido, y luego con Sotileza; mas como el primero la echó enhoramala, jurando y perjurando que él no había visto señales de semejante cambio, y la segunda, encogiéndose de hombros, opinó lo propio que tío Mechelín, la buena mujer, comenzando a dudar si había visto visiones, fue, ya que no olvidándolas, acostumbrándose a ellas, que era todo cuanto podía hacer con el clavo que tenía allá dentro.

Y el caso es que tía Sidora estaba en lo firme; lo que ignoraba, por fortuna suya; era la causa del retraimiento de Andrés, y esta causa va a conocerla el lector.

El mismo día en que tío Mechelín se halló en posesión de la barquía, subió a su casa Mocejón, que ya estaba hecho un carcamal, vomitando por aquella bocaza las mayores tempestades entre vahos de veneno.

-¡Ñules..., reñules! -exclamaba mientras, dando bandazos y cabezadas, iba desde la puerta de la escalera con rumbo a la sala, donde destorcían chicotes viejos la Sargüeta y Carpia, y fumaba Cleto, silencioso, mustio y arrimado a la pared-. ¡Lo que se corría salió! Pero, ¡ñules!, ¿onde está la vergüenza de las gentes? ¿Con qué cara toman eso? ¿Hay ley de Dios, u no hay ley de Dios? Esta casa, ¿es casa..., u qué es? Si de la mía se la sacó porque la maltrataban..., ¿cómo se consiente, ñules, que se la tenga en ésa... pa esos timinejes?... Porque, ¡reñules!, la cosa es clara, y en cuanti me la apuntó al oído endenantes quien las pesca al vuelo..., la pesqué yo también. ¡Reñules, qué sirvergüenzas!

Se le pidieron explicaciones, y comenzó a enlazar, a su brutal manera, el donativo de la barquía con el apego de Andrés a la bodega y con la fresca juventud de su inquilina. Y digo que comenzó; tío Mocejón a hacer este enlace, porque a medio camino de su tarea le salieron al encuentro las mujeres de su casa y llevaron los supuestos apuntados a los extremos más escandalosos. Cleto tardó en enterarse, por lo perezoso que era de comprensión; pero en cuanto vio de qué se trataba, saltó como un tigre y exclamó indignado:

-¡Paño! ¡To eso es una pura mentira! ¡Tos ustés mienten aquí! ¡Y tú más que denguno, bribona! ¡Yo conozco a ese c... tintas! ¡Yo sé bien quién es ca uno de los de abajo..., y sé también quién es ca uno de los de aquí!... Y digo que eso es mentira, ¡paño!, y güelvo a decir que miente usté, porque chochea... y usté, porque nunca ajuntó boca con verdá.... y tú, por envidiosa y cancaneá... ¡Repaño!

Según iba Cleto vociferando así, su madre le tiraba a la cara el escabel; Carpia, los chicotes embreados, y Mocejón, sin fuerzas para arrojarle cosa alguna, ni para darle dos bofetones, lanzaba interjección y el improperio, que retinglaban. Entre golpe y golpe, la Sargüeta y su hija tampoco cerraban boca ni se cedían el turno.

-¡Anda, bragazas! ... ¡Mal hijo!...

-¡Toma, indecente..., pa que la lleves el regalo!

-¡La han vendío, sí!

-¡Y se ha dejao vender!

-¡Y no por la barquía, que por menos se vendió primero!

-¡Así se echan ropajes de lo mejor!

-¡Y se vive a la sombra, sin trabajar!

-¡Vete a buscarla ahora!... ¡Carga con ella, lichón!

-¡Pero mira bien ónde la metes, porque si aquí la asomas, arde la casa! ¡Puáa!

Esto, sin contar lo de Mocejón, que no puede contarse, es una compendiadísima muestra de lo que se gritó en el quinto piso en menos de medio minuto, entre feroces manoteos y gestos espantables. Cleto echaba espumarajos por la boca; y, no pudiendo tomar el desquite de su padre ni de su madre, arremetió con Carpia y le dio la tunda más soberana que había llevado en todos los días de su vida. Después salió de casa como un cohete; pero las hembras de ella no le injuriaron desde el balcón, como solían, porque, como reñidoras de oficio, sabían muy bien que el asunto era peligroso para echarlo a la calle desde tan alto. Sabían, igualmente, que Sotileza no tenía el aguante de la atemorizada Silda, y tampoco ignoraban que el amparo del Cabildo y la estimación de las gentes de la calle, más se arrimaban a la huérfana de Mules que a ellas, hasta en cuestiones de escasa monta. ¿Qué no sucedería en un punto tan escandaloso? Pues si no fuera así, ¿cuánto haría ya que sus lenguas habrían estampado el sello afrentoso en la puerta de la bodega? ¿Para qué se necesitaba el testimonio de lo de la barquía? Desde que Andrés y Sotileza habían dejado de ser muchachuelos impúberes, ¿no era cada visita del uno a la casa de la otra fundamento bastante para alzar sobre él una cordillera de infamias dos bocas tan venenosas como las suyas? El sello se estamparía, ¡pues no faltaría otra cosa!... Y a fuego, no solamente en la puerta de la casa, sino en el rostro de todos y cada uno de sus moradores; pero cuando las circunstancias les ofrecieran una ocasión que las eximiera a ellas de toda responsabilidad; cuando la apariencia de los hechos confirmara la justicia de la denuncia. A eso iban caminando con heroica perseverancia, con ojo avizor y trabajando a la sordina.

Cleto, por de pronto, salió henchido del horror de aquel cuadro de abominaciones satánicas; mas, en cuanto el aire de la calle oreó su rostro enardecido, y su pobre razón fue entrando en caja, y latiendo al ordinario compás su corazón honradote, observó que en lo más hondo de él había una espina que le punzaba, al mismo tiempo que en su cabeza andaba aporreándole las paredes, como moscardón encerrado entre cristales, una terrible sospecha. ¡Ah!, si la calumnia deja siempre alguna señal de su paso, aun en las inteligencias más sutiles y en los corazones mas aguerridos, ¿cómo habían de librarse la rudimentaria razón y el pecho desapercibido de Cleto, del veneno que destilaron allí las palabras de toda su familia?... ¿Por qué no había de ser verdad lo que él rechazó como calumnioso, por oírlo de tales bocas? Andrés, pudiente y guapo mozo; Sotileza, huérfana y menesterosa, robaba los ojos de la cara; tío Mechelín y su mujer, dos «aventuraos de Dios» y muy agradecidos al otro. Y si el otro se empeñaba, ¿qué había de resultar de todo esto? Y si no era para empeñarse, ¿a qué iba allí tan a menudo el otro?

¡Qué días y qué noches pasó el infeliz entre este batallar de sus cavilaciones! Todo se le volvía observar a Andrés cuando le encontraba en la bodega, y vigilar la calle para sorprenderle en ella a horas desusadas, y reparar en Sotileza cuando estaba al lado de Andrés... Y peor lo ponía así; porque las miradas más inocentes y las palabras más sencillas, le parecían testimonios irrecusables de la causa de sus recelos; y el menor ruido por la noche, en la escalera o en el portal, le hacía saltar del empedernido lecho y salir a escuchar por una rendijilla de la puerta. Por fortuna para todos, no se atrevió a decir una palabra, aunque muchas veces las tuvo entre los labios, al matrimonio de abajo, siquiera por vía de desahogo, ya que no sirvieran a nadie de escarmiento. Pero, en cambio, detuvo una noche a Andrés en mitad de la acera, y llevándole, previa su venia, hacia el Paredón, cuya explanada estaba solitaria en aquel momento, le expresó, muy bajito y a su modo, cuanto le escocía y le atormentaba adentro, robándole el apetito y el descanso.

Andrés se quedó espantado, porque ignoraba los verdaderos motivos de las alarmas de Cleto. Cleto le había asegurado que sólo la buena fama de aquella honrada familia le movía a contarle lo que le contaba, y para que un mozo tan rudo como Cleto se parara en pequeñeces tales, mucho debían haber trascendido los supuestos. Indagó sobre este punto; y aunque Cleto le aseguró que solamente se lo había oído a las gentes de su casa, como éstas se sobraban para propagarlo por todo el pueblo, no le tranquilizó cosa mayor. Pero negó con solemne entereza; y, estrechando la diestra de Cleto con la suya, le juró, delante de la cara de Dios, que en su vida le había cruzado por las mientes un pensamiento tan infame como el que la calumnia le atribuía. El hijo de Mocejón, ante una sinceridad como aquélla, vio rasgarse la bóveda celeste y asomar por allí el Sol y la Luna y legiones de ángeles con las alas de oro. Ni rastros le quedaron en el alma de aquella sospecha que tan bárbaramente le había atormentado.

Andrés comprendió que le era preciso hacer algo para atajar en su camino los calumniosos supuestos, y, por de pronto, aquella noche ya no fue de tertulia a la bodega.

Pero ¡qué frágil y mísera y concupiscente, como diría el padre Apolinar, es la condición humana! Aquel Andrés tan escrupuloso, tan hidalgote, tan precavido, tan prudente y abnegado, al oír las negras confidencias de Cleto en la explanada del Paredón, en las angosturas de su cuarto, en el silencio y oscuridad de la noche, escrupulizando en el laboratorio de su razón las que él había tenido para proceder como procedía en su trato con la familia de tío Mechelín, ya comenzó a ser muy otra cosa, aunque, en honor de la verdad, sin darse la menor cuenta de ello. La conciencia más recta adolece de cierta elasticidad, que si no se la pone coto con la fuerza de una voluntad de hierro y de una razón bien maciza, llega a los extremos más peligrosos. Esto, en general. Pues si a favor de la ingénita flaqueza conspira la inexperiencia de los pocos años, el ímpetu de las veleidades de una naturaleza virginal y poderosa, la ignorancia, la pasión, el entusiasmo, como acontecía en el caso de Andrés, ayúdenme ustedes a sentir. Andrés había visto crecer a Sotileza y transformase poco a poco, de niña vagabunda y medio encanijada, en apuesta y garrida moza; pero jamás le había pasado por las mientes una idea que tuviera la conexión más lejana con los propósitos que le atribuían las maldicientes sardineras de la calle Alta. De aquí su sincera indignación al enterarse de la confidencia de Cleto, y su propósito instantáneo de irse retirando paso a paso de la humilde casa donde su presencia comprometía el honor de una doncella. Pero, disipada la luz de este relámpago, y examinando luego las cosas a la débil claridad de su razón, lo primero que ésta le presentó delante de los ojos fue el cuerpo mismo de la supuesta delincuencia; no en los atavíos insustanciales de la inocente compañera de juegos infantiles, o de la buena amiga de su incipiente mocedad, sino con todos los incentivos que puede ir acumulando una fantasía soñadora sobre un lujo de formas juveniles, como el de la hermosa calle altera. En seguida, recordando otra vez los supuestos calumniosos de las hembras, de tío Mocejón, se dijo en sus adentros: «Luego esto era posible.» Y por un contrasentido bien usual y corriente en todos los aprietos del humano discurso, volvió a indignarse de que se le hiciera capaz de cometer un delito cuya hipótesis estaba saboreando rato hacía.

Después volvió sobre su propósito de ir alejándose poco a poco de la bodega, y sin echar un punto de la memoria a la huérfana amparada allí, pensó en lo que juzgarían de su conducta tío Mechelín y su mujer, tan bondadosos, tan campechanos. Declararles el motivo era darles una puñalada en el corazón; ocultársele, era hacerse reo de una falta, cuando menos de consecuencia, en su cariño y buena amistad. Y todo ello, ¿por qué? Porque a dos sinvergüenzas del quinto piso se les había ocurrido dar a un acto noble y generoso una interpretación inicua. ¿Y había de estar la tranquilidad de una conciencia limpia a merced de los juicios de dos mujeres desenfrenadas? ¿Y había de subordinar él sus gustos lícitos, sus placeres honrados, a los dictámenes de dos calumniadoras? ¡Jamás! Por consiguiente, tomaría el aviso en cuenta, eso sí; pero no daría a la hedionda familia de Mocejón el placer imperdonable de someterse a sus deseos. Tomaría ciertas precauciones decorosas para alejar de los suspicaces todo pretexto a la murmuración; frecuentaría menos que antes la bodega, pero volvería a ella, ¡vaya si volvería! ¡Y que se atreviera nadie a preguntarle «para qué»! ¡Que intentara algún deslenguado poner en duda su honradez, su lealtad, la nobleza de sus propósitos!... ¡Sería capaz de hacer y de acontecer!... ¡Consumar él un atentado semejante contra el honor y el sosiego de una familia honrada!...

Y si le hubieran puesto un Cristo delante para jurar que en todo esto que afirmaba de sí propio no había un atisbo de mentira, lo hubiera jurado hasta con entusiasmo. Y habría jurado verdad.

Y, sin embargo, escarbando bien en su corazón, ¡qué pronto se hubiera hallado escondido en el fondo de él algo que acreditara la inconsciente falsedad del juramento! Porque lo cierto es que desde la primera vez que volvió a la bodega después de haberse entregado a aquellas meditaciones, aunque resuelto a combatir heroicamente contra todo mal pensamiento que el demonio pudiera sugerirle, y contra las facilidades tentadoras de inesperada ocasión, si sus ojos se apartaban muy a menudo de Sotileza, en cambio, cuando la miraban, ¡de qué distinto modo que antes la veían!

Lo cual demuestra, por de pronto, tres cosas:

Que Andrés, pensando y obrando así, sentía menos honrada e hidalgamente que en la explanada del Paredón al escuchar las confidencias de Cleto (tesis de estos últimos párrafos).

Que en el conflicto en que estas confidencias le habían colocado, lo más discreto y menos peligroso para él y para las gentes de la bodega hubiera sido retirarse de ella poco a poco y para siempre.

Y, por último, que tía Sidora tenía mucha razón al afirmar que en Andrés había habido un cambio repentino.

¡Si la mujer de tío Mechelín hubiera sabido qué esfuerzos de voluntad costaba este cambio al resuelto muchacho, precisamente cuando a Sotileza le daba por atenderle y agasajarle como nunca lo había hecho!

Y así fue pasando más tiempo, y con él llegando Sotileza a la plenitud de su desarrollo, y Andrés haciéndose un mozo cabal, fornido y gallardo; diestro, valiente y forzudo en la mar, donde consumía todas las horas de huelga, ya voltejeando con su Céfiro (nombre del esquife de su propiedad), ayudado de Cole y de Muergo, que ordinariamente se lo cuidaban; ya pescando por todo lo alto en la barquía de Mechelín, cuyo flete pagaba escrupulosamente con notorio disgusto del achacoso mareante, que tenía a cargo de conciencia recibir aquellos dineros de tales manos. Gozaba de gran prestigio en los dos Cabildos; en ambos eran muy escuchados sus pareceres, y el mejor patrón de lancha le hubiera cedido gustoso el gobierno de ella en momentos apurados.

De cuanto pescaba iba lo mejor a casa de don Venancio Liencres; y de propio intento lo mandaba a menudo por Sotileza, que también llevaba a la capitana lo que le regalaba Mechelín a cada instante, y aun al mismo don Venancio, por insinuación de Andrés. Porque es de advertir que, cabalmente desde que se propuso tomar en la bodega de la calle Alta aquellas «precauciones decorosas», le entró la comezón, que jamás había sentido, de que en su casa y en la de don Venancio Liencres se conocieran y se admiraran las prendas excepcionales de la rozagante muchacha.

Y sucedió que la capitana llegó a decir a Andrés un día, que si aquella tal y cual volvía a poner los pies en su casa, haría con ella esto y lo de más allá; y que la distinguida hermana de Tolín le dijo una noche más de otro tanto con igual motivo. Y Andrés se quedó como quien ve visiones, porque no atinaba con la razón de tales aspavientos.

Porque Andrés, a pesar de estas y otras cosas, por las cuales se perecía, levantaba muy holgadamente todo el peso de sus obligaciones en el escritorio, y el de sus deberes de amistad y cortesía al lado de su compañero Tolín. Para entonces era Luisa lo que prometió ser de pequeña: una señorita fina, muy compuesta y muy escrupulosa en el ceremonial de su mundo. Era bastante sosa de palabra; pero no tanto en el mirar de sus ojos, negros y grandes, ni en el caer de sus labios húmedos sobre la dentadura blanca y apretada. Se pagaba mucho de guardar las distancias de clase, como su augusta madre; pero hacía una excepción con Andrés, con cuyo trato se había ido familiarizando desde niña. Continuaba siendo incansable fisgona de la vida y milagros de este mozo, y como aquélla era tan contraria a sus gustos e inclinaciones, rara vez estaban juntos sin que ella le calentara las orejas. Andrés solía amoscarse de tarde en tarde con estas libertades; Luisa se ponía nerviosa de ira al ver que se le negaba derecho para decir lo que decía; pero Tolín terciaba en la contienda y los ponía en paz; es decir, conseguía que se hablara de otro asunto, porque lo que es paz, verdaderamente, no se lograba, puesto que, al deshacerse la tertulia, Luisa se encerraba en su cuarto con un humor de todos los diablos, y Andrés salía renegando de la impertinente y entremetida «que al fin había de ser causa de que él no volviera más por allí».

Y éstos eran los únicos malos ratos que pasaba el hermoso mocetón, que en todo lo demás era un cascabel de oro, que tintinaba alegrías en cuanto se le agitaba un poco..., y aunque no se le agitara.

Particularmente a Cleto, él le tenía sorbido el seso desde aquel apretón de manos. Todo lo creía posible en el mundo, menos que pudiera llegar a ser verdad el supuesto injurioso de su familia. Al padre Apolinar se le caía la baba viéndole y escuchándole; y como Andrés era dueño de algunos dineros, porque ganaba en el escritorio más de lo preciso para cubrir sus necesidades, y sabía el destino que daba el caritativo fraile las limosnas que recibía, y era además creyente a puño cerrado, no se hartaba de encargarle misas a San Pedro, y a los Mártires, y a la Virgen; hoy para que saliera tío Mechelín de la cama, mañana para que su padre llegara felizmente del viaje en que estaba empeñado, otro día para librarse él de un contratiempo en la expedición de pesca que proyectaba mar afuera..., y así; pero misas hasta de a duro. ¡Misas de a duro! ¡Y a pae Polinar, que estaba cansado de decirlas a peseta..., y a dos reales; y tan agradecido y contento!

¡Pensar que él gastaba sus ahorros en atavíos de sociedad y de paseo!... Si le fueron insufribles estos lugares cuando había clases y categorías, qué habían de parecerle cuando, desde la introducción de los vapores y de la legión de ingleses traída por Mould a Santander para acometer las obras del ferrocarril, ya podía un mozuelo imberbe salir a la plaza con sombrero de copa alta sin temor de que se la derribaran de la cabeza a tronchazos; andaban por la calle, vestidos de señores, los marinos de la Berrona, sin la menor señal externa de lo que habían sido todos ellos cinco años antes, y Ligo, y Sama, y Madruga, y otros tales, si bien marinos todavía por dentro, y violentándose mucho para no descubrir la hilaza al hablar, mientras andaban por acá iban al Suizo a tomar sorbete, después de haber paseado en la Alameda con levita ceñida y sombrero de copa; y chapurreaban el inglés los chicos de la calle para jugar a las canicas con los rubicundos rapaces de la «soberbia Albión»; y habían caído los paraderos de Becedo, y estaba denunciada la casa de Isidro Cortés, entre las dos Alamedas, y en capilla, para ser terraplenada, la dársena chica, y a medio rellenar la Maruca; y, en fin, que toda carne había corrompido ya su camino, y estaba la población, de punto a cabo, hecha una indignidad de mescolanzas descoloridas y de confusiones intraducibles.

Quedárase todo ello para su amigo Tolín, que no perdía paseo en las Alamedas, muy soplado de sombrero alto, guante de cabritilla y bastón de retorcida ballena, y miraba tierno a todas las hijas de los comerciantes ricos; y aun para su mismo padre, don Venancio Liencres, y otros tales, que desde aquellas juntas de pudientes padecían tales pujos de publicidad y de elocuencia mercantil, que ni paraban en casa ni cerraban boca en todo el santo día de Dios.

Sí, bien apurado el asunto, Andrés y otra media docena escasa de valientes, tan apegados como él al tufillo alquitranado y a los placeres marítimos, eran los únicos ejemplares que sobrevivían de aquella raza de anfibios, que pocos años antes lo llenaban todo en el pueblo e imprimían carácter a su juventud.


Así estaban las personas, las cosas y los lugares de esta puntual historia, cuando Muergo y el hijo de Mocejón se dieron aquella mano de morrás en el portal de Sotileza.