Soledad (Mitre)/Capítulo XIII

Capítulo decimotercio - Un mes después editar

La capilla de la casa de D. Ricardo estaba toda enlutada, pues todas las haciendas de campo en Bolivia tienen indispensablemente su oratorio. En el centro de ella se veía un ataúd cubierto de un paño negro rodeado de cirios funerales. El capellán de la casa recitaba el oficio de los muertos que todos los circunstantes oían con el mayor recogimiento. D. Ricardo Pérez había entregado su alma a Dios, era su cadáver el que reposaba en aquel ataúd, y sus exequias fúnebres las que se celebraban en aquel momento.

La edad, los padecimientos naturales, y los ejercicios violentos a que se entregaba había minado su salud y enervado la potente organización de D. Ricardo. Como sucede a todas las constituciones vigorosas, la decadencia de su salud se manifestó inopinadamente, y al otro día del santo de Soledad se vio postrado en cama. D. Ricardo conoció pronto que no se volvería a levantar de ella; y se preparó a morir con cristiana resignación.

Desde el momento en que cayó en cama, Soledad se consagró toda entera al cuidado de su marido, y le prodigó todas aquellas atenciones, cuyo secreto, sólo poseen las mujeres, y con los que endulzan los últimos momentos del moribundo, o alivian los dolores del enfermo.

Enrique acompañaba siempre a Soledad en el cuidado del enfermo. Muchas noches mientras D. Ricardo descansaba, los dos jóvenes velaban a la luz de la lámpara, y conversaban en voz baja. Aquellas conversaciones solían prolongarse hasta la madrugada, y cuando la luz de la aurora penetraba por los cristales, les parecía como a Romeo y Julieta, que amanecía muy temprano. Ni uno ni otro había dejado escapar una sola vez la palabra amor; pero antes que sus labios hubiesen dejado escapar el secreto que guardaban, sus corazones se habían entendido. Hablaban de sus padres, de los recuerdos de su infancia de sus proyectos para el porvenir, y de otras mil cosas sin interés ninguno para el lector, pero que para ellos era todo un mundo, en que vivían, gozaban y amaban.

D. Ricardo por su parte se sentía consolado al verse rodeado con tanta solicitud por aquellos dos jóvenes, a quienes había hecho tanto mal. Su antipatía para con Enrique se disipó del todo, y fue reemplazada por un sentimiento de amistad y benevolencia, que le hacia grata su sociedad.

Sólo el placer de estar constantemente al lado de Soledad podía hacer sobrellevar a Enrique, las fatigas que se imponía. Porque apenas empezaba a sanar de su herida, y llevaba aún el brazo en cabestrillo. Sólo Soledad sabía el modo como Enrique había sido herido, los demás lo creían efecto de una caída del caballo, porque así lo había dicho él.

Cuando D. Ricardo sintió que era llegado su último momento, llamó a su lado a Enrique y Soledad, tomó sus manos entre las suyas y los miró con ternura.

-Hijos míos, -les dijo con esfuerzo,- yo he separado lo que Dios había hecho para unirse; arrastrado por un amor insensato quise unir la juventud a la vejez, y Dios me ha castigado. Siento que me quedan pocos momentos de vida, y en este trance en que voy a comparecer delante del ser supremo me siento sinceramente arrepentido. Enrique, te encomiendo a Soledad, sé su apoyo y su guía, porque cuando yo le falte va a quedar abandonada en el mundo... Hijos míos, sed felices.

Enrique y Soledad cayeron de rodillas ante el lecho del moribundo y bañaron de lágrimas sus manos. El anciano se sintió profundamente conmovido, y poniendo sus palmas sobre aquellas dos jóvenes cabezas llenas de belleza y juventud, les dijo con acento apagado: -En nombre de Dios... yo os bendigo... hijos míos... Sed felices... Adiós... y dejando caer la cabeza sobre la almohada, se durmió en el profundo sueño de la eternidad.

Abierto su testamento se vio que dejaba a Soledad heredera de todos sus bienes.