Soledad (Mitre)/Capítulo XII

Capítulo duodécimo - Generosidad y arrepentimiento editar

Eduardo se retiró a su habitación sumamente agitado. Parecía como que luchaba en adoptar una gran resolución. Por una parte su orgullo estaba ofendido en lo más delicado, y quería satisfacerlo; por otra se sentía conmovido por la situación de Cecilia y quería reparar su mala conducta. Después de dar algunos paseos por la habitación se dirigió de repente a sus pistoleras, sacó las pistolas, examinó la ceba, y envolviéndose en su capa fue a golpear a la puerta de Enrique. Serían como las siete de la mañana. Enrique abrió la puerta e invitó a Eduardo para que pasase adelante. Eduardo entró y permaneció de pie en medio de la habitación.

-Caballero, -dijo al fin,- me ha exigido Vd. anoche una reparación y vengo a ofrecérsela; y diciendo esto desembozó su capa y puso las pistolas sobre una mesa.

-Cierto es, caballero, pero me parece que en estos momentos tiene Vd. deberes más sagrados que llenar que él darme una satisfacción.

-Esas son cuentas mías, y no permito a nadie que se mezcle en ellas.

-Enhorabuena, caballero, pero hice sólo la observación por si Vd. se consideraba comprometido por su delicadeza, en que fuese lo más pronto posible, porque juzgase que yo podría interpretarlo de una manera desfavorable para Vd.

-Admito la explicación, pero estoy resuelto que sea ahora mismo.

-Enhorabuena, caballero. ¿Las armas?

-Aquí están.

-Son también las mías.

-Tome Vd. sus pistolas.

-Me dará Vd. una de las suyas.

-Con mucho gusto.

-Testigos.

-Nosotros mismos.

-Enhorabuena.

-Y por si uno de los dos llega a morir dejaremos una carta escrita para que se atribuya a un suicidio.

Eduardo y Enrique escribieron a la ligera algunos renglones. El segundo la dejó doblada sobre su mesa, y el primero fue a llevarla a su cuarto, después de haber convenido con Enrique que se reunirían a los fondos de la puerta de Marta.

Ambos hicieron ensillar y salieron con muy corto intervalo uno de otro. Enrique llegó primero a la cita, y echando pie a tierra ató su caballo a un árbol. Pocos momentos después llegó Eduardo e hizo la misma operación.

-¿Sus condiciones de Vd.? -preguntó Eduardo.

-Las de Vd., -contestó Enrique.

-Bien. Nos pondremos a cincuenta pasos, y en seguida marcharemos el uno sobre el otro, a hacer fuego a la voluntad.

-Convenido.

Inmediatamente midieron cincuenta pasos, prepararon sus armas y se pusieron a marchar el uno sobre el otro presentándose el cañón de sus respectivas pistolas. Eduardo, tenía los ojos encendidos, pero Enrique estaba tranquilo y nada anunciaba en él ninguna agitación. Cuando Eduardo estuvo como a veinte y cinco pasos se detuvo un momento, bajó un poco la puntería de su arma y disparó. El humo que produjo le impidió ver por el momento el resultado. Luego que se hubo disipado vio que su contrario llevaba su mano derecha a la parte superior del brazo izquierdo, y que su mano estaba bañada en sangre. La puntería había sido al corazón. Luego que Enrique se hubo sobrepuesto a sus dolores, volvió a tomar su actitud tranquila, y marchó sobre Eduardo con aire amenazador, quien había quedado como clavado en su puesto. Cuando estuvo a su lado, Eduardo casi tuvo miedo, e iba a exclamar ya: Es un asesinato, cuando Enrique habló:

-No es mi objeto abusar de la ventaja que la casualidad me ha dado, y por otra parte quitándole a Vd. la vida sumiría a toda una familia en el dolor. Viva Vd. para reparar su falta y llenar el deber sagrado que esa desgraciada exige de Vd. Al decir estas palabras disparó su pistola al aire.

-Caballero, -contestó Eduardo con visible conmoción,- quiero que Vd. crea que la resolución de reparar mi falta la había hecho antes de ahora, y su generoso proceder de Vd. es un motivo más para que persista a ella.

Mientras duraba este diálogo, la herida de Enrique había estado desangrándose, y sintiendo que le faltaban las fuerzas se dejó caer de rodillas en el suelo. Eduardo se apresuró a socorrerlo, y le vendó la herida con su pañuelo. En seguida le ayudó a montar, a caballo y juntos se dirigieron a la casa. Llegados a ella lo condujo a su habitación y llamó al médico, quien inmediatamente reconoció la herida y vio que no había dañado el hueso, seguro de lo cual le puso unas hilas que sacó de su cartera, y le comprimió con un vendaje.

Eduardo llamó al soldado de Enrique para que lo cuidase, y salió junto con el médico recomendándole el mayor secreto sobre todo lo que había sucedido en la noche, lo mismo que sobre la herida de Enrique. Pasó a su cuarto y escribió la siguiente carta:


«Señorita.

«Un deber sagrado e imperioso me lleva hoy a pedir a sus padres la mano de mi prima Cecilia, a quien amo.

«¿Quiere Vd. olvidar todo lo que ha pasado entre nosotros, y perdonarme este momento de error, a que fui arrastrado por un deseo culpable?

«Deseo que sea Vd. tan feliz como lo merece, y que conserve de mí un recuerdo grato.

EDUARDO.»


Escrita esta carta la hizo entregar a la criada de Soledad para que se la diese a su ama, y en seguida se dirigió a la habitación de los padres de Cecilia, con la satisfacción pintada en la frente. Las virtudes nativas que Dios había arrojado en su corazón germinaban al fin, y el hombre de mando se despojaba de los vicios facticios que la sociedad le había inoculado.