Soledad (Mitre)/Capítulo XIV

Capítulo decimocuarto - La despedida

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Ocho días después de la muerte de D. Ricardo, Enrique recibió una orden de su coronel de marchar inmediatamente a la Paz a incorporarse a su cuerpo. El disgusto que le causó esta orden fue grande, pero tenía que obedecer. Ordenó a su asistente que preparase los caballos y monturas como para emprender la marcha, y luego se dirigió a ver a Soledad.

Soledad estaba sola en su costurero vestida de luto rigoroso. El traje negro y la expresión de melancolía esparcida por su rostro la hacía parecer más bella aún. Cuando Enrique entró a la vivienda la encontró en una actitud de profunda meditación. Soledad levantó la cabeza al rumor de sus pasos y le miró con dulzura y con amor, porque nada predispone más al amor que la melancolía. Cuando veáis dos personas tristes a solas, estad seguro de que se hablan de amor.

Enrique se sentó al lado de Soledad, y al cabo de algunos instantes de silencio le dijo:

-Soledad, voy a partir.

-¿Tú, Enrique?

-Sí, amiga mía.

-¿Y me abandonas en estos momentos?

-Es preciso. He recibido una orden de mi coronel.

-¿Pero no podrías detener tu marcha algunos días más?

-Imposible.

-En tal caso, que sea lo que Dios quiera.

-Pero pronto nos volveremos a ver, mi querida Soledad.

-Quiera el cielo que así sea.

-Me es sumamente doloroso tener que dejarte en estos momentos tan amargos para ti, y sobre todo teniendo sobre mí el sagrado deber de ser tu guía y tu apoyo.

-Sí, Enrique, tú lo serás, porque no me queda en el mundo más persona querida que tú, y si tú me faltases mi vida sería muy triste.

-Adiós, Soledad, -dijo Enrique con una voz cargada de lágrimas,- espero que pronto nos volveremos a ver.

-Adiós, Enrique, -dijo Soledad pudiendo apenas contener sus lágrimas.

Después de estrechar la mano de Soledad, Enrique se dirigió a la puerta, pero antes de pisar el umbral volvió la cabeza y vio a Soledad anegada en lágrimas, que le miraba con una expresión tan profunda de amor y de tristeza, que no pudiendo resistir al imán de aquella mirada encantadora, se acercó a ella y sin tener la conciencia de lo que hacia la estrechó contra su corazón e imprimió sobre su frente un beso de amor. Soledad poseída del mismo sentimiento se entregó con abandono a las caricias de Enrique, porque hay momentos en que las conveniencias del mundo ceden su lugar a las verdaderas emociones.

-Te amo, Soledad, aunque nunca te lo he dicho, -dijo Enrique con voz apasionada,- jamas te he dejado de amar, y hoy que puedo decírtelo, me parece que es el día primero de mi vida, porque es mi primer día de felicidad.

-¡Ah, Enrique! yo lo había adivinado.