Soledad (Mitre)/Capítulo XI

Capítulo undécimo - El amor y el egoísmo editar

Apenas había dado Enrique algunos pasos cuando sintió un ligero rumor entre los árboles. Avanzando un poco mas oyó distintamente la voz de algunos que hablaban, y muy luego se le presentaron dos personas. La una era una mujer y la otra un hombre. Su corazón latió con violencia, y permaneció como petrificado. No fue la curiosidad lo que le movió a quedarse, sino el deseo de cerciorarse de su desgracia.

-Cecilia, -decía el hombre,- ¿estás loca?

El pecho de Enrique se ensanchó y sólo entonces pudo respirar con más libertad.

-No, Eduardo, no estoy loca. Por mucho tiempo he sido crédula, pero hoy no puedo negarme a ver la realidad. Tú amas a esa mujer y me has engañado infamemente. Me has perdido, y hoy me niegas una mano que podía sacarme del abismo en que me encuentro.

Enrique creyó que había oído demasiado y se retiró discretamente con dirección hacia el estanque para entregarse a sus meditaciones. La exclamación de Soledad le había revelado un nuevo mundo de luz y de armonía, y su corazón se había abierto a la esperanza.

Entre tanto Cecilia y Eduardo continuaban su diálogo:

-¿Con que no das crédito a mis palabras?

-¡Ah! -exclamó Cecilia con amargura,- por darles entera fe, por creer que tu corazón era capaz de abrigar sentimientos de delicadeza y de amor, me entregué con todo el abandono de la juventud. Hoy no te pido amor, Eduardo, sólo te pido que salves a tu hijo y evites a mis padres la amargura del deshonor. Te lo pido de rodillas; no me des cariño, sé libre, ama a esa mujer, pero salva a nuestro hijo.

Cecilia se arrodilló anegada en lágrimas a los pies de Eduardo, y éste se esforzó en vano por levantarla.

-Pero, Cecilia, ¿cómo publicar tu deshonor a los ojos del mundo? ¿No sería mejor esperar, cubrir esta falta a que has sido arrastrada por un amor de que no debes avergonzarte, y luego pensar en los medios de repararla? Reflexiónalo con calma...

-¡Ah, tú reflexionas y me pides calma! Eduardo, por la última vez, salva a nuestro hijo.

-Querida mía, la pasión te extravía.

-Eduardo, salva a nuestro hijo.

-Bien, no tengo otro medio que el que te he propuesto.

-¿Y ningún otro?

-Ninguno, porque quiero salvar tu decoro, antes que todo.

-Bien está, -dijo Cecilia levantándose con calma y dignidad,- me equivoqué dirigiéndome a tus sentimientos de honor. No habías tenido alma ni corazón, eres un infame, un miserable...

-¡Cecilia!

-Que me importa la cólera de un cobarde, sí, porque es un cobarde el que así engaña y abandona a una mujer.

-Pero, Cecilia, piensa que lo hago por tu interés.

-Eres muy dueño de hacer lo que te parezca. Por lo que a mí toca sólo siento haberme humillado a los pies de un hombre, que no tiene ni piedad, ni ideas de caballero.

-Pues bien, que sea, ya que así lo quieres. Desde hoy quedan rotos los vínculos que nos unían. Nada soy para ti.

-Sea, y la maldición del cielo caiga sobre tu cabeza.

-Adiós, Cecilia, no estoy dispuesto a sufrir tus insultos.

-Cuando algún día sientas remordimientos acusate a ti mismo por tu vil proceder. Adiós.

Eduardo volvió la espalda a Cecilia y se dirigió hacia la casa. Ésta quedó inmoble en el sitio que la había dejado. Sus rodillas flaquearon y cayó de nuevo hincada levantando al cielo sus ojos con dolor. Jamás creyó que el alma de Eduardo pudiese, abrigar tanta bajeza y egoísmo, y por primera vez conoció toda la extensión de su amor, al sentir que él era mayor que su desprecio.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo oprimiéndose la cabeza con ambas manos,- yo voy a cometer un crimen. ¿Qué haré? Él me abandona y yo jamás revelaría mi ignominia a mis pobres padres. ¡Qué me resta sino morir! Dios mío, detenme en el borde de este precipicio porque voy a cometer un gran crimen.

A medida que hablaba, su desesperación se hacía mayor. Se torcía los brazos y se revolcaba sobre la yerba. Por último, como impulsada por una voluntad superior a la suya se levantó súbitamente y se dirigió corriendo a lo más espeso del huerto. A pocos momentos se oyó el ruido de un cuerpo pesado que caía en el agua, y por un instante todo quedó en silencio.

Enrique que estaba apoyado contra el murallón del estanque, volvió la cabeza al ruido que sintió a su espalda, y vio una forma blanca que sobrenadó un momento sobre la superficie del estanque, y luego desapareció. Enrique se arrojó inmediatamente al estanque, porque comprendió que aquel era un suicidio. El agua le daba por la garganta. Se dirigió hacia el paraje donde había visto caer el cuerpo y desaparecer. Hacía algunos segundos que buscaba vanamente, y ya desesperaba de encontrarlo, cuando sus rodillas tropezaron con un objeto que oscilaba bajo las aguas. Extendió sus brazos para tomarlo y sintió dos manos crispadas que lo oprimieron como dos anillos de hierro. Usando de todas sus fuerzas consiguió levantarlo hasta la superficie del agua, y al fulgor de la luna que en aquel momento salía de detrás de una nube, reconoció la cabeza de una mujer. Aquella mujer era Cecilia. Era la misma que esperaba encontrar.

Enrique se apresuró a sacarla del estanque, y subió con ella una escalera de piedra que servía para bajar a él. Acercó sus labios a los de ella y sintió una ligera respiración que se escapaba de su pecho. Entonces, seguro de que respiraba la condujo a la casa, y fue a golpeará la puerta del cuarto de Eduardo. Éste le abrió inmediatamente, y al llegar al umbral retrocedió espantado.

-Caballero, -le dijo a Eduardo con acento solemne,- he aquí la obra de Vd. Ayúdeme Vd. a preparar a sus padres.

-¿Ha muerto?

-No, vive aún, pero sólo Dios puede responder de su vida. -Llame Vd. inmediatamente al médico de Cotaña que se ha quedado aquí, mientras yo llevo esta infeliz a sus padres.

Eduardo obedeció como un siervo, subyugado por el acento imperioso de Enrique, mientras éste pasaba a la habitación de los padres de Cecilia, que estaban ya recogidos. La puerta estaba abierta, porque sin duda Cecilia al salir la había dejado así. Enrique puso a Cecilia a un lado del comedor y en seguida llamó. Pocos minutos después se presentó D. Manuel, y Enrique lo preparó suavemente a la noticia que le iba a dar, y por último le dijo que paseándose su hija por el borde del estanque, había resbalado y caído al agua, pero socorrida inmediatamente sólo había sufrido un desmayo, de que pronto se repondría, y en seguida tomando en sus brazos el cuerpo de Cecilia, entró a la habitación y la colocó sobre un sofá. D. Manuel estaba como herido por un rayo. Al ruido que había en la habitación salió la infeliz madre y se encontró con el cuerpo empapado de su hija, que en el primer momento creyó muerta. Se arrojó sobre ella y la cubrió de lágrimas y de besos.

Pocos momentos después entró Eduardo con el médico. Éste, después de darle los primeros socorros, dijo que no había nada que temer y se retiró acompañado de Enrique, dejándola en la cama. En cuanto a Eduardo, los remordimientos lo devoraban. El amor inmenso de aquella niña había conmovido por fin su corazón empedernido, y permaneció a su cabecera hasta que abrió sus hermosos ojos, y los fijó en él con el delirio de la fiebre.

-Perdón, padres míos... -exclamó...- Eduardo... salva a mi hijo... yo voy a cometer un crimen... ¡ay!, esta agua está helada... yo no puedo vivir... y volvió a caer en su letargo.

Volvieron a llamar inmediatamente al médico, y cuando la aurora brillaba en el horizonte, Cecilia había dado a luz un feto, que para felicidad suya jamás conoció lo que era luz.