Soledad (Mitre)/Capítulo X

Capítulo décimo - El Ángel de la Guarda editar

Antes de retirarse del salón del baile, Eduardo se acercó a Soledad y la dijo al oído: -Dentro de media hora.- Soledad contestó con un signo afirmativo de cabeza y se dirigió a su costurero. Antes de llegar a la puerta de él levantó la cabeza y se encontró con la mirada severa de Enrique. Había en ella una expresión tan dolorosa y tan terrible que Soledad no pudo menos de estremecerse.

-Buenas noches, Soledad, -la dijo Enrique con voz sorda.

-Buenas noches, Enrique, y se apresuró a entrar.

Una vez que se vio sola se acostó en un sofá y se tapó la cara con ambas manos. La mirada severa de Enrique la había despertado de su sueño de amor y de embriaguez, y las impresiones voluptuosas del valse se habían borrado como caracteres trazados en la arena, que el más leve viento hace desaparecer. En un momento de embriaguez había hecho una imprudente promesa de la que se arrepentía amargamente. Sin embargo se resolvió a ir a la cita confiando en su propias fuerzas. La infeliz no reflexionaba que la misma embriaguez que la había arrastrado a dar una cita peligrosa, podía también arrastrarle a cometer una falta irreparable.

El reloj marcaba las tres y cuarto. Soledad se envolvió en un ancho pañolón de seda para precaverse del aire fresco de la noche y se dirigió a la galería, por la puerta que ya conocemos. La noche estaba hermosísima y millares de estrellas brillaban en el cielo. Soledad echó una mirada hacia la bóveda celeste y la tranquilidad que reinaba en ella se comunicó a su alma, porque se hallaba en aquella disposición de ánimo en que todos los objetos inanimados de la naturaleza tienen un lenguaje que el corazón comprende, y se ponen en comunicación con la criatura. Al bajar Soledad sus ojos que había fijado en el cielo vio delante de sí a un hombre. Su primer movimiento fue dar un grito y luego se contuvo acordándose de Eduardo. El hombre se acercó a ella y le tomó la mano.

-¿Qué haces aquí Soledad? -le dijo.

-¡Enrique!

-No temes que después de salir acalorada de la sala de baile el aire de la noche te haga mal.

-No Enrique. ¿Y tú qué hacías aquí?

-Antes de irme a acostar quise gozar un poco de este aire tan puro, y de esta vista tan hermosa, aunque envuelta por las sombras de la noche.

-¿Y nada más Enrique?

-Nada más, querida mía.

-¿Y por qué crees que a mí me haga mal el aire de la noche y a ti no?

-Yo estoy habituado a los duros trabajos de la guerra, y por muchos años la bóveda estrellada ha sido mi único lecho. Tú no, eres una niña delicada, y me darías gusto si te retirases.

-Pero si estoy bien aquí.

-No, Soledad, hazme el gusto en esto.

-Enrique, tú me ocultas algo.

-Te aseguro que no.

-Tú lo sabes todo.

-No te entiendo, Soledad.

-Sí, tú lo sabes todo.

-Pues bien, ya que no puedo ocultártelo, te diré que lo sé todo. Quiero salvarte y salvar tu inocencia. Yo seré el ángel de tu guarda y te sacaré pura de las manos de tu seductor, porque, Soledad, yo te amo...

-¡Cielo santo!, y yo no lo sabía.

-Sí, Soledad, te amo... como a una hermana. Retírate que la hora se acerca.

-Gracias, Enrique. Adiós.

-¡Adiós!

Soledad se retiró precipitadamente a su habitación, y Enrique se ocultó detrás de una de las pilastras de piedra de la galería. A pocos momentos de estar allí sintió un ligero ruido en el jardín. Dirigió la vista hacia abajo y vio un hombre que trepaba un árbol cuyas ramas venían a caer hasta el interior de la galería. Cuando estuvo a la altura de ella trajo a sí uno de los gajos más robustos, y asiéndose de él se dejó caer al interior, precisamente a algunos pasos de Enrique. El hombre que así entraba era Eduardo. No viendo a nadie en la galería se dirigía hacia la puerta de la habitación de Soledad, cuando Enrique lo detuvo poniéndoselo delante:

-¿Adónde va Vd.? -le preguntó con tono imperioso.

-¿Y quién es Vd. para hacerme tal pregunta?

-Quien tiene derecho para hacerla.

-¡Ah, es Vd! Ya no extraño que tenga Vd. derecho de velar el sueño de la señorita Soledad.

-¿Se atreve Vd. a ultrajarla de ese modo?

-Veo que esta noche ha sido Vd. más feliz que yo, pero espero que me llegará mi turno.

-Caballero, retírese Vd. Me son conocidas sus depravadas intenciones, y espero que me responda Vd. de las palabras insultantes que acaba de proferir.

¡Enhorabuena! Y al mismo tiempo asiéndose de la rama que le había servido para introducirse a la galería volvió a trepar al árbol, del cual descendió rápidamente y se dirigió al interior del huerto con la rabia en el corazón. No tardó Enrique en seguirle por el mismo camino.