Soledad (Mitre)/Capítulo IX

Capítulo noveno - El baile editar

Era el día en que Soledad cumplía diez y nueve años. El cielo estaba azul y sereno, y la atmósfera tibia y perfumada parecía que acariciaba con su contacto, como si Dios, quisiera festejar el aniversario, del nacimiento de una de sus más bellas hechuras.

Habían dado las diez de la mañana y Soledad, se hallaba en el salón. Pocos momentos después entraron, Eduardo y Enrique. El primero puso en manos de Soledad un hermoso ramo de flores con una tarjeta pendiente de una cinta en la que se leía: -«Aunque todas son bellas, ninguna tan bella ni tan fragante como la flor que llaman Soledad al engalanarse con una hoja más en el jardín de la vida.».-Enrique presentó, un sencillo ramo de violetas, que en aquel clima, tan suave se desarrollan extraordinariamente y exhalan una fragancia exquisita. Estaba envuelto por un papel atado con una seda negra. Soledad desenvolvió el papel y leyó en él, los siguientes versos escritos por Enrique, que como hemos visto ya, solía quemar incienso en el altar de las musas.

Entre sus hojas oculta
humilde vive y discreta
la suavísima violeta
símbolo de honestidad.
Con sus colores, tu frente
quiero adornar en tu día,
porque cual tú, hermana mía,
perfuma la Soledad.

Soledad tenía un ramo en cada mano, y los miraba alternativamente. Al fin dio las gracias por ellos, acompañando sus palabras de miradas acariciadoras, y al cabo de algunos instantes se retiró a su habitación. Llenó de agua fresca dos pequeños floreros de porcelana, y colocó en ellos las flores con el mayor cuidado. Volvió a leer en seguida la tarjeta y los versos, y sus ojos parece que se detuvieron con más amor en los últimos.

Mientras tanto todo en la casa anunciaba una fiesta y el tiempo transcurría ocupándose sus habitantes de los preparativos de ella. A las tres de la tarde llegaron las damas y caballeros de los alrededores que habían sido convidados a ella. Cuando todos estuvieron reunidos pasaron al comedor donde se les sirvió una suntuosa comida, la que se prolongó hasta cerca de la oración en medio de los brindis y la alegría que comunica siempre el vino aun a aquellos más apáticos. En la mesa se veían las frutas de los estrópicos, el café, producto del mismo local, y los helados hechos con la nieve del Illimani. Terminada la comida pasaron al salón que resplandecía de luces.

La reunión era bastante numerosa para el campo, pues se veían en ella como veinte damas y un número más crecido de hombres. Había todos los elementos para improvisar un baile, y a invitación de los jóvenes inmediatamente se dio principio a él.

Soledad estaba vestida de blanco, como de costumbre. En su seno se veía un hermoso ramo de violetas, y sus cabellos peinados en dos fajas sencillas, que se recogían en la parte posterior de su cabeza estaban adornados con un jazmín y una rosa tomada del ramillete de Eduardo. Cecilia estaba sentada a su lado, hermosa pero melancólica. Las demás jóvenes poco ofrecían de notable, y era mucho ya, que entre veinte hubiese dos que se pudiesen llamar bellas.

Entre los hombres descollaban Enrique y Eduardo. El primero sencillamente vestido con un uniforme todo azul, sin más adornos que las condecoraciones que había ganado sobre el campo de batalla, pendientes sobre el pecho. Parecía melancólico, y paseaba su vista distraída por toda la reunión, pero observandolo con atención se notaba que algunas veces la fijaba con amor en Soledad, y con rabia en Eduardo. Éste estaba elegantemente vestido, y como siempre, se manifestaba alegre y amable con las damas.

Los primeros sonidos del piano acabaron de animar a los convidados. Cada cual fue a tomar a su compañera para bailar el primer minué, con gran regocijo de D. Manuel, que veía en este baile un monumento de los antiguos tiempos; y como él correspondía de derecho a los hombres maduros, D. Manuel tomó por compañera a Soledad, y D. Ricardo a Dª. Antonia. Así sucesivamente se hizo bailar a todas las damas el indispensable minué, sin lo cual se hubieran considerado desairadas. Por fin, terminó el minué con gran contento de los jóvenes, e inmediatamente se propuso un valse. Todos los jóvenes, menos Enrique, se apresuraron a invitar a una señorita para compañera. Eduardo se dirigió a donde estaba Cecilia y Soledad. El semblante de la primera se animó con una esperanza que bien pronto se desvaneció al ver que Eduardo invitaba a Soledad, a quien condujo a la rueda, sin echar ni una mirada sobre la pobre Cecilia. Enrique que todo lo observaba se llegó inmediatamente a ella y le rogó que fuese su compañera, colocandose en la rueda: inmediatamente después de Eduardo y Soledad.

Los primeros compases del piano desataron un huracán de círculos, y el valse empezó a rodar en su mágica esfera. Todos los semblantes se animaron, todos los corazones latieron con más violencia, todos los ojos se encendieron con nuevo fuego, y no hubo un labio que no se entreabriese como para recibir el beso de una boca amada. El valse, que sin duda fue inventado por un silfo enamorado, embriagó a todos y los transportó a una región de amor y de felicidad. Sólo Enrique y Cecilia permanecieron en el mundo real con el oído atento a las palabras de la pareja que les precedía. Por lo que respecta a Soledad había olvidado a Enrique y todo lo que la rodeaba. En aquel momento sólo amaba a Eduardo porque estaba fascinada por sus miradas, y se entregaba con encanto al placer de volar entre sus brazos al compás de una música que entonces le parecía emanada del cielo. Eduardo comprendió que si no aprovechaba aquel momento para sorprender el pudor de Soledad, pasaría mucho tiempo antes de encontrar una oportunidad igual, se decidió a dar un golpe decisivo.

-Soledad, ¿me amas? -la preguntó en voz baja.

-¿Y tú me lo preguntas Eduardo?, -contestó con languidez.

-Dame una prueba de tu amor.

-La que tú quieras Eduardo.

-Espérame después del baile en la galería.

-¿Tú lo quieres?

-Si no, no creeré en tu amor.

-Está bien, te esperaré, porque confío en ti.

Inmediatamente volvieron a enlazar sus brazos y continuaron el valse con más ardor. Soledad acabó de embriagarse en medio de aquellos voluptuosos giros y de las palabras de amor que llegaban a sus oídos como los ecos perdidos de una música lejana. El calor producido por tantas personas reunidas acabó por encender su sangre, y no le dio tiempo ni de arrepentirse ni de reflexionar sobre su imprudente promesa. Mientras tanto Enrique y Cecilia habían adquirido la certidumbre de su desgracia, porque nada afina el oído como los celos.

Al primer valse siguieron otros muchos, y cuando les convidados quisieron retirarse ya eran las tres de la mañana. Muchos de ellos se quedaron a dormir en la casa, pero otros prefirieron retirarse a sus haciendas por estar muy inmediatas. Al número de los primeros pertenecía D. Manuel y su familia.

Pocos momentos después de terminado el baile reinaba en la casa el más profundo silencio que sólo era interrumpido por el triste susurro de las hojas, y el murmullo de las aguas que se precipitaban entre peñas, hasta descender al valle.