Soledad (Mitre)/Capítulo III

Capítulo tercero - Por la mañana editar

Al otro día por la mañana Eduardo se levantó muy temprano y se vistió con esmero. Mientras se ponía la corbata mirándose a un espejo se decía a sí mismo con fatuidad: -¡Será mía! La enamoraré porque merece la pena -A fe mía que no esperaba encontrar en este desierto una muchacha tan linda. -Yo me había resignado a aburrirme unos cuantos meses por complacer a mi prima, pero si es necesario me estaré un año. He encontrado ya en que entretenerme, y conquistaré la mujer empezando por el marido.

Antes de pasar más adelante, sería muy del caso que mis lectores hiciesen un conocimiento más íntimo con D. Eduardo López, y usando de las prerrogativas del novelista, que todo lo sabe, vamos a ponerlo al corriente de sus antecedentes, como lo hemos hecho ya con sus pensamientos.

Eduardo era hijo de padres ricos, y que en razón de su origen se habían adherido a la causa de la madre patria en la lucha de la emancipación americana. Al nacer recibió del cielo una inteligencia despejada y una bella figura, y de los hombres la riqueza y la consideración. Eduardo criado entre la ociosidad y la molicie perdió la mayor parte de las nobles calidades que había recibido en dote, las que fueron sofocadas por el egoísmo, como la simiente por la maleza, y quedaron solas las que debían degradar su naturaleza, y entonces sus poderosas facultades se contrageron al mal. Sus vicios eran el resultado de su educación y de la sociedad que le rodeaba, pero su corazón había sido formado para la virtud. Muy niño fue enviado por sus padres a España, y volvió ya joven a su país, donde se encontró muy superior a la juventud con quien se puso en contacto. Lanzado en el torrente de la vida se entregó desenfrenadamente a todos los placeres, y solo vio en los demás los instrumentos de ellos. El honor y la tranquilidad de las familias fueron para él un juguete, y haciéndose jefe de un círculo de depravados se constituyó apóstol de la corrupción.

Tal era el hombre que se había propuesto conquistar el amor de Soledad, y a cuya primera mirada la infeliz se había sentido fascinada como la paloma entre los círculos mágicos que traza el gavilán para precipitarse sobre ella.

Luego que Eduardo se hubo vestido, bajó al patio, y viendo abierto un portón que daba entrada a un hermoso huerto se dirigió a él. Este huerto es el que daba precisamente al pie de la galería donde han pasado las escenas que hemos descrito. La parte más cercana a la casa estaba ocupada por el jardín de Soledad, en el que se veían infinidad de flores, que con la lluvia de la noche se ostentaban en todo su esplendor llenando el aire con sus perfumes. El olor de las violetas sobre todo cargaba con sus emanaciones las alas del ambiente, porque el olor de la violeta en aquel clima es más penetrante y embriagador que en ninguna otra parte. El resto del terreno estaba cubierto de naranjos y limoneros dulces cargados de abundantes frutos. En el centro del huerto había un espacioso estanque, rodeado de un ancho murallón de piedra. A este estanque se dirigió Eduardo, y al llegar al término de la calle de árboles que había seguido vio a uno de los lados del estanque a una mujer reclinada sobre el murallón, mirando fijamente el agua. Era Soledad. Eduardo se apresuró a acercarse a ella. Cuando estuvo a algunos pasos de distancia de ella el ruido de las hojas secas que hollaba la sacó de su distracción, y al levantar la cabeza vio a Eduardo cerca de sí que la miraba con avidez. Se ruborizó, pero muy luego pudo dominar su turbación.

-Felices días, señorita, -dijo Eduardo.- No esperaba tener el doble gusto de gozar de la frescura de este huerto, y encontrar en él a Vd., que es sin disputa la flor más hermosa del jardín.

-Gracias, caballero, por la lisonja, aunque no la admito. -He pasado una mala noche y necesitaba respirar un poco este aire fresco, porque me duele en extremo la cabeza. A esta casualidad debe Vd. el haberme encontrado tan temprano en el jardín. -Y en efecto sus ojos estaban irritados como si no hubiese dormido en toda la noche.

-Si no fuese porque le hace a Vd. sufrir, bendeciría ese dolor de cabeza que me proporciona tal felicidad.

-¿No le parece a Vd., caballero, que la vida del campo en medio de estos perfumes y de estas flores es muy deliciosa? -dijo Soledad queriendo dar un nuevo giro a la conversación.

-Sin duda que sí, señorita, -contestó Eduardo persistiendo en su sistema, sobre todo cuando se tiene a su lado una bella compañera, y acentuó sobre estas últimas palabras mirando a Soledad.

-Qué agradable es la vista del agua, -dijo ella inclinando su graciosa cabeza sobre el borde del estanque.

-En efecto, señorita, y tanto más agradable cuanto que siempre dice la verdad a la belleza.

Soledad se retiró con precipitación porque acababa de ver su rosto reflejarse en la serena superficie del estanque. Aquella persistencia en los elogios llegó casi a ofenderla, pero las bellas como los dioses gustan siempre del incienso por muy modestos que sean, y muy pronto se sintió inclinada a perdonar, porque en el fondo creía que Eduardo no le hacía sino justicia. Con todo su pudor instintivo le hacía alarmarse por ellas, y procuró poner término a la conversación.

-Me siento más aliviada, -dijo ella,- y me retiro. Una ama de casa tiene mucho que hacer en ella por la mañana, y sobre todo cuando tiene huéspedes, añadió con una encantadora sonrisa.

-Señorita, tendré el gusto de ofrecer a Vd. el apoyo de mi brazo hasta arriba.

Eduardo dio el brazo a Soledad y ambos se dirigieron a la casa. Aquel comprendió que había dicho, ya lo bastante, y que no podía pasar más allá sin tender o alarmar a Soledad, porque no hay manjar por delicado que sea que no repugne cuando se toma en grande cantidad. En consecuencia, sólo siguió hablando de cosas insignificantes por mantener la conversación. Soledad se sintió aliviada de un gran peso, y poco a poco fue sintiéndose más confiada y alegre, sucediéndole lo que a muchas mujeres, que alarmadas en el primer momento, se hacen expansivas luego que creen que el peligro ha pasado. La conversación que tuvo con Eduardo fue casi íntima, y el conocía inmediatamente el terreno que había ganado.

En el camino encontraron a Cecilia, que también había bajado al jardín, y los tres pasaron luego al salón. Soledad se excusó con algunos quehaceres y salió dejando solos a Cecilia y Eduardo.

-Eduardo, -dijo Cecilia al cabo de algunos instantes,- quisiera que nos fuésemos hoy mismo a nuestra casa, porque cuando no estoy sola contigo todo me fastidia.

-También me fastidio yo en aquel inmenso caserón viendo todos los días las mismas caras, -contestó Eduardo con fatuidad.

-¡Ah! ¡Eduardo! tú ya no me amas cuando no te basta como en otro tiempo el verme a mí sola para estar contento.

-No digo eso, Cecilia, siempre te amo del mismo modo, pero el hombre nació para la sociedad y no puede vivir entregado constantemente al amor.

-Eso mismo me dijiste ahora dos meses cuando te fuiste a la Paz, y apenas hace algunos días que has llegado ya me repites lo mismo. ¡Ah! tú ya no me amas.

-¿Crees, mi querida Cecilia, que porque no te amo del mismo modo que tú, te amo por eso menos?

-No sé como aman Vds. los hombres, pero para mí, tú eres mi universo. Si tú estás triste, lo estoy contigo; si ríes, río también, y me parece que todos los sentimientos de tu corazón se comunican al mío por medio de tus miradas. ¡Oh! no creo que tú puedas pagar tan mal tanto y tanto amor que te he consagrado.

Se conocía que Eduardo estaba evidentemente contrariado, y que comprometido con su prima en una aventura de pasatiempo, se asustaba del inmenso amor que se había desenvuelto en el alma ardiente de Cecilia, pero pronto volvió a tomar sobre sí su imperio acostumbrado.

-Eres una niña, Cecilia, -le dijo estrechándolo la mano con cariño,- porque me ves algunas veces serio contigo o político con los demás, crees ya que no te amo. ¿Cómo podría dejar de amarte? Eres tan linda, tan buena y sobre todo tan amorosa, que cometería un crimen sino te amase. Aleja de ti esas sospechas infundadas, porque te amo mil veces mas que antes, con toda mi alma, con todo mi corazón.

El verdadero amor es siempre crédulo, y Cecilia quiso engañarse a sí misma dando oídos a aquellas palabras de su amante, desentendiéndose de sus acciones que le decían lo contrario.

-¡Gracias, Eduardo, gracias! -exclamó ella.- Si tú me engañas cometerás un crimen de que te pedirá cuenta Dios.

En aquel momento entraron todas las personas restantes con quienes hemos hecho ya conocimiento, y después de los saludos de costumbre pasaron al comedor donde los esperaba un abundante desayuno.

Una vez sentados a la mesa, Eduardo se propuso dar principio a su ataque para ganarse la buena voluntad del marido de Soledad, y abrirse la puerta de aquella casa, contando con la seguridad de ser siempre bien recibido en ella.

D. Ricardo Pérez, marido de Soledad, pertenecía a una antigua familia del país, que había adquirido una inmensa fortuna en la explotación de minas de Potosí, y siendo el hijo mayor de la familia le había tocado una herencia considerable. Apegado a los intereses de la madre patria, por efecto de su posición y de sus relaciones, así que estalló la lucha de la independencia se declaró contra ella, y aunque no había obrado activamente, para contrarrestarla, siempre fue su enemigo declarado. Sancionada la independencia del Alto Perú, y constituida la República Boliviana, se había retirado al campo resignándose al nuevo orden de cosas como a una necesidad fatal, pero haciendo siempre votos secretos por el triunfo de la reacción. Eran conocidas las opiniones políticas de D. Ricardo, y lo eran mucho más por Eduardo en razón de los vínculos de amistad que le unían con su tío D. Manuel. Por este flanco vulnerable se propuso atacar al marido de Soledad, e inició la conversación de modo que viniese a recaer sobre la política del día.

Entonces Bolivia no era lo que es hoy; una nación homogénea, que no comprende ni puede comprender otro sistema que el representativo republicano. Había vencedores y vencidos; la nación estaba dividida en dos grandes partidos que se distinguían perfectamente, y las pasiones estaban todavía vivas y palpitantes. Así es que Eduardo contaba que una vez tocado el asunto D. Ricardo estallaría, y él entonces tendría ocasión de lisonjear sus pasiones políticas.

-No sé si están Vds. informados, -dijo Eduardo,- que el gran Mariscal de Ayacucho y el Libertador Bolívar se ven complicados en una cuestión con la República Argentina por la posesión de Tarija.

-Algo he oído decir sobre eso, -contestó D. Ricardo,- pero no tengo ningunos detalles sobre el particular.

-En mi tiempo, -dijo D. Manuel,- cuando todas estas tierras pertenecían al Rey de España, no había estas disputas de territorio, todos vivían en santa paz como hermanos, y nadie se acordaba de buscar peleas a su vecino. ¡Ah, qué tiempo aquel de los Virreyes! Entonces sí se podía vivir, pero la patria ha venido a acabar con todo.

-Permítame Vd. tío que le diga que no estoy del todo de acuerdo con su opinión. No dudo que aquellos eran muy buenos tiempos, pero es indudable que algo hemos ganado en el cambio de cosas que se ha ejecutado. De colonos hemos pasado a ciudadanos, nos hemos constituido en nación soberana e independiente, los hijos del país ocupan los primeros destinos, hemos adquirido derechos, preciosos, y aunque luchando con mil dificultades, nos hemos puesto en el camino de los adelantos y de las mejoras.

Este elogio de Eduardo por los resultados que había producido la revolución americana era hábilmente calculado para estimular a D. Ricardo a desembozarse. Era Eduardo demasiado sagaz para empezar halagando sus preocupaciones, y quería irritarlo primero para dejarle el honor del triunfo cuando conviniese, porque sabía muy bien que las amistades que se inician por contradicciones son siempre las que tienen más encanto, y las que, se cultivan con mayor ahínco. Su táctica produjo el efecto deseado, y D. Ricardo no pudo contener por más tiempo la violencia de su carácter.

-¿Dice Vd. que hemos ganado en el cambio de cosas que se ha ejecutado?, y ¿qué es lo que hemos ganado? ¡Pasar a ser esclavos de otros tiranos mayores que los que teníamos autos, que disponen a su antojo de nuestras vidas y propiedades; tener derechos escritos en el papel, siendo la voluntad del caudillo la única que impera; entrar en el camino del desorden y la anarquía en vez del de los adelantos y las mejoras, y por último ser nación soberana e independiente sólo para buscar querellas a nuestros vecinos! Vivimos en medio del desorden, de la pobreza y de la sangre ¡Eh!, para llegar a semejantes resultados no merecían la pena de tan inmensos sacrificios como se han hecho, asolando el país e inmolando millares de víctimas.

Este arranque de D. Ricardo llamó la atención de todos, como conocían la intolerancia de sus opiniones parecían inquietos por el resultado que podría tener la discusión. Sólo Eduardo estaba tranquilo. Se recogió algunos momentos antes de responder.

-Convengo, -dijo por último,- en que tiene Vd. mucha razón en todo cuanto acaba de decir, aun cuando veo que Vd. está dispuesto a mirar las cosas por el peor lado. Los males que Vd. enumera son positivos, pero no por eso hemos de creer que serán eternos. Hemos dado ya el primer paso, que era el más difícil, y no debemos considerar el actual orden de cosas sino como transitorio. Lucirán para la América días más hermosos, y entonces nuestros nietos bendecirán la obra de sus abuelos; pero sin embargo, añadió queriendo hacer una nueva concesión, crea que la revolución americana ha sido prematura, y que si se hubiese postergado algún tiempo más se habría ahorrado mucha sangre, y muchos sacrificios.

Aquellas concesiones hábilmente graduadas desarmaron la ira de D. Ricardo, y como encontró en Eduardo contradicción e identidad de ideas a la vez, se dejó arrastrar por la simpatía que le inspiraba el hombre que de aquella manera le hablaba, limitandose a decir: -Tal vez tiene Vd. razón en todo lo que dice, pero es muy triste que nos haya tocado nacer en la época de esos ensayos, que sabe Dios a que abismo nos conducirán.

Eduardo comprendió con su acostumbrada penetración que D. Ricardo estaba en camino de ser suyo, pues desde el primer momento había conseguido ponerlo de su parte. Se propuso continuar el plan con tesón y hacerse necesario a la vida de aquel hombre, de quien tanto necesitaba para introducir el deshonor, y tal vez la muerte en el seno de una familia.

En seguida se tocaron otros varios puntos de conversación, en todos los cuales tomó parte Eduardo, manifestando a Soledad una tibia urbanidad, y procurando granjearse la benevolencia de D. Ricardo. Acabado el almuerzo los huéspedes se dispusieron a partir, y el dueño de la casa instó mucho a Eduardo para que lo visitase con frecuencia, lo que éste prometió hacer.

Luego que los huéspedes hubieron partido, Soledad salió a la galería y estuvo mirando desde allí a Eduardo, que iba por el fondo de la quebrada cabalgando con gracia en un hermoso caballo negro, en compañía de su tío y de su prima. La joven le miraba con encanto, y cuando le vio desaparecer le pareció que le faltaba algo, como si le arrebatasen la mitad de su porvenir. Sintió que sus ojos se humedecían, y no pudiendo contenerse exclamó con voz desfallecida: -¡Es preciso que yo no vea a ese hombre porque le amaría!