Soledad (Mitre)/Capítulo IV

Capítulo cuarto - Correspondencia editar

Hacía como quince días que Eduardo había sido presentado en casa de D. Ricardo. En este intervalo había conseguido hacerse el amigo íntimo de ella. En el campo se hacen pronto las amistades, por poca disposición que haya de una y otra parte. D. Ricardo no podía pasarse de la sociedad de Eduardo, quien pasaba frecuentemente días enteros allí; y aun algunas veces se quedaba a dormir. Soledad procuró al principio huir de su presencia, pero muy pronto se dejó arrastrar del encanto de verle, hablarle y oírle hablar. Frecuentemente pasaba las noches enteras oyendo las disputas de política entre Eduardo y su marido, y aunque en el fondo tomaba poco interés por ellas, se complacía en oír el metal de voz de aquel hombre, y recoger algunas miradas o alusiones indirectas que le dirigía, y que ella en su inexperiencia y candor no procuraba evitar. D. Ricardo veía por otra parte con gusto las atenciones de Eduardo hacia Soledad, porque los maridos celosos es muy frecuente que sean ciegos únicamente para el único hombre de quien debieran temer. Así es que Eduardo acompañaba muchas veces a cantar a la joven castellana, o leía con ella algunos de esos libros que a la vez que nos encantan derraman veneno en el corazón.

Tal era el estado de las cosas, cuando una noche a las diez de ella, Eduardo se retiraba de casa de D. Ricardo y se dirigía a la hacienda de Alarcón. Llegado a esta última se apeó del caballo, lo entregó a un criado y subió precipitadamente a su habitación. Tiró sobre una silla el látigo y el sombrero, y se recostó sobre su cama. En seguida se levantó, dio algunos paseos por la habitación, y acercándose a su mesa de escribir vio sobre ella dos cartas, una con sobre y otra sin él. Abrió la segunda y leyó en ella lo siguiente:


«Eduardo.

Hace tres días que no te veo, y en los anteriores apenas has pasado algunos instantes conmigo. Sales por la mañana a cazar o pasear por los alrededores, según dices, y no vuelves hasta tarde de la noche. Mientras tanto yo sólo pienso en ti. Me levanto temprano para verte salir desde mi ventana, y de noche no me acuesto hasta que he sentido las pisadas de tu caballo, y tus pasos que resuenan en la escalera. Entonces todo mi anhelo es estar a tu lado, pero si esto no es posible al menos me duermo tranquila pensando que reposamos bajo el mismo techo. Pero cuando no vienes paso una noche de mártir, y me figuro que te ha sucedido alguna desgracia. No puedo cerrar mis ojos un solo instante. Cuando brilla el día pregunto por ti, y entonces sé por tu criado que te has quedado a dormir en casa de D. Ricardo. No sé qué pensar de ti lo único que sé es que esta vida me matará tu vista y tu amor es para mí la vida. ¡Oh! Eduardo, vuelveme aquellos días de felicidad del principio de nuestro amor, que tan rápidamente han pasado para no volver más tal vez, porque sino soy capaz de todo. Espero que mañana me consagres el día; tengo mucho de que hablarte.

CECILIA.»


Eduardo leyó aquella carta con hastío, como sucede siempre que una mujer llega a manifestar imprudentemente toda la profundidad de su amor a un hombre egoísta. La tiró sobre la mesa, y en seguida abrió la otra que decía así:


«Mi querido Eduardo.

Todos los amigos me encargan que te escriba en su nombre. Hace cerca de un mes que nos dejaste, prometiendo estar entre nosotros pasados veinte días, y según parejo llevas camino de eternizarte en el valle. Todos extrañan tu ausencia y ansían por el momento de volverte a ver, desde que tú les faltas son como otras tantas plantas sin riego que se marchitan rápidamente. Tu vista sólo podría volverles su antiguo verdor. No extrañarás la comparación, porque sabes que soy medio poeta, y me gustan las imágenes.

Adiós, mi querido Eduardo, recibe recuerdos de todos los amigos, y la expresión del vivo deseo que tengo de volverte a ver.

Tu amigo

ADOLFO.»

«P. D. Estoy esperando la relación que me prometiste.»


Leída esta carta Eduardo se sentó frente a su bufete y se puso a escribir.


«Mi querido Adolfo.

Te prometí escribirte apenas llegase a este valle, haciendote de él una descripción, la misma que me exiges en tu carta que acabo de recibir, porque tú tienes la manía de quererte imponer de todo; pero si esperas mi descripción te llevas un gran chasco, pues a todo estoy dispuesto menos a hacerte descripciones de la naturaleza. Dejo ese trabajo a los poetas como tú, y a los novelistas que llenan con ellas páginas y páginas a falta de otra cosa mejor. Conténtate por ahora con el rápido bosquejo de una gran empresa que tengo entre manos.

¿Sabes que he encontrado una perla en el fondo de este valle? Pues sí, amigo mío, he encontrado en él una de aquellas criaturas angelicales que Dios ha creado ex-profeso para el placer del hombre. Es una joven bella como los ángeles, pura como una virgen, aunque casada, suave... en fin, como tú quieras. Suple tú la comparación, porque con decirte que es bella lo he dicho todo.

Me he propuesto amar a esa mujer, es decir, me he propuesto enamorarla, y esa conquista que yo juzgaba fácil me presenta hoy más de un obstáculo. Su propia inocencia la guarda de mis asechanzas. Pero con todo creo que está muy cercana la hora de su rendición. Unida a un viejo, a un cadáver ambulante, ella no es ni puede ser feliz, y conozco (sin fatuidad) que he ganado inmenso terreno en su corazón.

Al principio evitaba mi presencia, lo que me probaba que me temía, porque la mujer que huye de un hombre es indudablemente porque teme amarlo. Esto lo han dicho millones de personas antes que yo, pero a mí se me antoja repetirlo ahora por vía de lección. Mas tarde no ha podido resistir al sentimiento que la arrastraba hacia mí, porque necesita ver a otra persona que no fuese su viejo marido, y poco a poco me he hecho una necesidad de su vida. Ella todavía no adivina que mi amor ha llenado el vacío que sentía en su corazón. Estoy resuelto a dar el golpe decisivo, y para el efecto he preparado mi plan de ataque. Aquí me tienes pues en la brecha.

No hace una hora que he estado con ella. Cuando fui a su casa la encontré sola en el salón, tocando el piano. Me acerqué sin que me sintiese y me coloqué a su espalda. Ella continuó tocando. Sus dedos recorrían con distracción las teclas del instrumento, haciéndole producir sonidos vagos e inconexos, aunque tiernos y melancólicos, que parecían ser la expresión del estado de su alma. Entonces la saludé: ella volvió la cabeza y exclamó al verme: -¡Ah, es él!

-Señorita, -la dije,- dicen que las almas sensibles tratan siempre de comunicar sus emociones a todo cuanto les rodea, y si esto fuese cierto, debería creer que los sonidos que ha arrancado Vd. del piano, son la expresión del estado de su corazón.

-¿Por qué lo dice Vd?

-Porque eran suaves y melancólicos, y su rostro de Vd. parece indicar esos dos sentimientos.

-Es cierto, me sentía triste y quise distraerme tocando alguna cosa, pero no he podido coordinar dos notas.

-La música no es siempre el mejor alivio para el que sufre, porque con frecuencia multiplica sus dolores aunque los endulce algún tanto; pero de todos modos siempre llena el vacío que sentimos en nosotros mismos, cuando un gran pesar nos agobia, sea con dolores o con dulzuras.

-¿Cree Vd. que en todos los casos la música puede llenar el vacío del corazón?

-No hay reglas que no tengan sus excepciones. Hay ciertos vacíos que no pueden ser llenados con nada. Por ejemplo: una vida vacía de amor sólo puede ser llenada por el amor. Dios, al formar el hombre y la mujer para amarse parece que impuso esa condición imprescindible, como el único medio de que no se sustrajeran a la ley fatal de la naturaleza.

¿El amor, -dijo ella después de algunos momentos de silencio,- lo cree Vd. tan esencial a la vida humana que no se puede vivir sin él?

-Vegetar sí, pero vivir no. Amando gozamos de las más inefables ilusiones; las flores nos parecen más olorosas, el aire más puro, el mundo todo más hermoso, y es porque lo vemos al través del prisma del objeto amado. Y cuando no somos felices gozamos hasta en nuestros mismos tormentos, por las emociones que se despiertan en el corazón, y embriagan la cabeza. Hay en los tormentos del amor cierto sabor acre que nos agrada, como ciertos manjares picantes, que halagan y escocen el paladar.

-Sin embargo, no faltan ejemplos de personas que se han sustraído a la ley fatal de que Vd. habla.

-Así ha sido su vida, señorita. ¡Ah! la vida es muy triste y su camino muy penoso, y es necesario que sean dos las personas que lo crucen para hacerlo más llevadero.

En esta circunstancia entró el marido, y puso término a la conversación.

Ya ves que tengo ocupación por algún tiempo, y que deben perder la esperanza de verme la cara a lo menos por dos meses.

Adiós, tengo sueño y voy a acostarme.

EDUARDO.»


Concluida esta carta se acostó en su cama, y se durmió tranquilamente, con el sueño no del justo sino del egoísta.