Soledad (Mitre)/Capítulo II

Capítulo segundo - Una noche de campo

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Al entrar al salón de la hacienda donde habitaba Soledad, se hubiera uno creído transportado a mediados del siglo diez y ocho por lo menos. Estaba suntuosamente adornado con todos aquellos muebles antiguos de nuestros venerables abuelos, que desterrados de todas partes han encontrado en Bolivia un asilo generoso, porque siendo el país más mediterráneo de América, la moda camina en él con mucha lentitud. Veíanse allí grandes sillones negros primorosamente labrados, mesas de pies de cabra, sofás dorados, espejos con marcos de cristales que resplandecían con las luces colocadas en antiquísimas arañas de cristal y macizos candelabros de plata. Las puertas y ventanas estaban adornadas con anchas cortinas de damasco punzo con franjas de oro, y unas y otras eran doradas y cinceladas, como todavía se ven muchas. En el techo se veían las armas nobiliarias de la familia del marido de Soledad, porque en aquella época aún no se habían despojado del todo de la añeja preocupación de querer formar una aristocracia en el centro de una república, y de la que por fortuna quedan ya muy pocos restos. Lo único que indicaba que se vivía en una época más reciente era un hermoso piano de ébano incrustado de adornos de bronce. Encima de él había varios libros y papeles de música. Los álbums no habían penetrado todavía a Bolivia, y a no ser por esto, es más que probable que tuviéramos que hacer la descripción de un lindo libro con tapas de terciopelo, lleno de versos y llores secas, que en nuestros días se ha hecho el mueble obligado de toda dama elegante, para servir de alimento a la vanidad y de martirio a los poetas.

Soledad y su marido entraron por una puerta situada al fondo del salón, y casi al mismo tiempo se abrió otra que daba a la galería inferior que daba al patio, y aparecieron los vecinos convidados, con quienes vamos a hacer conocimiento, encargándome en mi calidad de folletinista de presentar a mis amables lectores y lectoras, asegurándolas de que serán bien recibidos, especialmente por las últimas.

Eran cuatro los convidados. Una señora anciana y un acompañante de respetable edad. Al observar el modo como se hablaban se echaba de ver fácilmente que eran marido y mujer del viejo cuño, o de la vieille roche, como diría un francés. Eran dos verdaderos tipos del siglo pasado; figuras y vestidos que estaban en perfecta armonía con los vetustos muebles que los rodeaban. El anciano llamábase D. Manuel Alarcón y su cara mitad Dª. Antonia de Alarcón. No tendría D. Manuel menos de sesenta y cuatro años, y su esposa rayaba ya en los cincuenta y cuatro.

Los personajes restantes eran dos jóvenes de distinto sexo. La joven era algo morena y tenía pelo y ojos negros. Toda su fisonomía respiraba dulzura, pero su mirada profunda y sus labios un poco gruesos indicaban un temperamento ardiente susceptible de tempestuosas pasiones. Por lo demás, su aire era modesto y sus movimientos suaves y armoniosos. Su nombre era Cecilia. El joven que la acompañaba era notable por su figura y sus modales distinguidos, aunque algunas veces algo afeminados. Su cabeza estaba poblada de negros y sus ensortijados cabellos, y una patilla negra y lustrosa como una cinta de terciopelo encuadraba admirablemente sus nobles facciones. Unos ojos grandes y negros, una nariz recta y bien formada, una frente espaciosa y una boca pequeña, aunque de labios muy delgados, unido todo a una tez pálida, parecía anunciar una inteligencia despejada, un temperamento nervioso y una profunda disimulación, a la par que un alma susceptible de los más lastimosos descarríos una vez lanzado en la senda del mal. Aquel hombre pertenecía al número de esos seres, que desde la primera vista hacen una impresión profunda, ya sea adversa o favorable.

Hechos los primeros cumplimientos de estilo, D. Manuel Alarcón presentó a los dueños de casa el joven cuyo retrato acabamos de trazar.

-Amigo mío, -dijo,- te presento a mi sobrino D. Eduardo López, que ha venido de la Paz a pasar el verano en mi hacienda, y que ha aceptado con mucho gusto el ser presentado a tu amable esposa y a ti.

-El señor López, -contestó el marido de Soledad,- no me es absolutamente desconocido de nombre, y siempre será muy bien venido a esta casa.

-Tendremos el mayor gusto, añadió Soledad, en que nos favorezca con sus visitas, porque en el campo es un honor y un obsequio a la vez para quien las recibe.

Eduardo contestó en términos propios y escogidos, y todos tomaron asiento alrededor de una gran mesa redonda de jacarandá, cubierta de un tapete de terciopelo verde, que ocupaba el cuadro del salón.

Los primeros momentos de conversación fueron embarazosos, como lo son siempre las conversaciones en que hay una persona que por primera vez se encuentra en una reunión. Se habló del tiempo, de noticias, de la vida del campo, y de todas aquellas cosas que sirven para decir algunas palabras, las muy necesarias para no estar en silencio. Por último, D. Manuel Alarcón, guiado más por sus preocupaciones que por su tacto, trasladó la conversación a otro terreno menos estéril.

-Amigo mío, -dijo Alarcón dirigiéndose al marido de Soledad,- es necesario confesar que esto marcha para atrás. En mi tiempo he visto poblado este valle de jóvenes y muchachas, y no había día sin convite, ni noche sin baile. Pero en el día es una soledad.

-Así será, pero también convendrá Vd. conmigo que hay ciertas personas, que aunque en pequeño número, pueblan agradablemente la soledad, -dijo Eduardo con intención, acentuando sobre la última palabra y mirando a la hermosa castellana.

-Vaya, Eduardo, me quitas de encima veinte años. ¡Ah! me haces acordar de aquellos hermosos tiempos en que me endosaba mi calzón de punto, mis medias de seda y mi casaca de terciopelo. ¡Si vieras que majos andábamos entonces todos los mozos! Y si no pregúntaselo a tu tía, y los piropos que le echaba cuando la andaba enamorando. Y a pesar de ser viejo todavía no puedo olvidarme, y ella puede decir...

-¡Manuelito! -interrumpió Dª. Antonia bajando los ojos, y añadió en voz baja: -¿No ves que estamos delante de nuestra hija?

-Cierto, me olvidaba, pero cuando me acuerdo de mis tiempos no puedo con mi genio. Aquello era una gloria, una...

-Vamos, cuando te pones a hablar de tus tiempos, -dijo el marido de Soledad,- no hay quien te ataje. Esa es tu manía.

-Qué quieres, quien malas mañas ha...

-Ya sabemos, Manuelito, pero mejor sería que empezásemos nuestra malilla, -dijo Dª. Antonia.

-Aprobado, -dijo Alarcón.- ¡Oh! La malilla es un juego de que gustaba mucho mi abuelo y tengo por él una especie de predilección. -Como se ve D. Manuel Alarcón pertenecía al número de aquellos originales fósiles, tan comunes entre nosotros, que sólo hallan bueno lo de su tiempo, y para quienes parece que han sido escritos aquellos versos de Mora:

Hasta el dormir de entonces
era más descansado,
los sombreros qué airosos.
¡Qué fresco el bacalao!
¡Oh, qué tiempos aquellos,
qué tiempos los pasados!

Trajeron tantos y naipes y los tres ancianos se pusieron a jugar malilla. Los jóvenes quedaron solos a un lado de la mesa, y separados de este modo las dos partes heterogéneas de la reunión. Estos últimos estuvieron viendo jugar por espacio de algunos segundos, pero muy luego entablaron una conversación particular.

-Señorita, -dijo Eduardo a Soledad,- esta mansión es deliciosa, y desde que la conozco, no me perdono los días que he pasado en las ciudades, sobre todo después que he visto que en el fondo de estos valles es donde se encuentran las perlas más hermosas, así como en el fondo del mar, y dirigió simultáneamente sus ojos de Cecilia a Soledad. Ésta se sintió penetrada por aquella mirada profunda, pero muy luego contestó:

-Cierto que esta mansión es agradable. El clima, las flores, los frutos, las vistas de que se goza, todo contribuye al bienestar del cuerpo, pero el alma y la imaginación carecen de alimentos por falta de sociedad.

-Sin embargo, señorita, por lo que a Vd. respecta creo que jamás estará sola, ni su alma carecerá de alimento. Veo allí, -dijo mirando a los libros que estaban sobre el piano,- algunos buenos compañeros que llenarán agradablemente su soledad, y además, ese piano me indica que no es Vd. extraña a ese arte encantador que nos consuela en nuestras horas de amargura. ¿Canta Vd., señorita?

-Muy mal, caballero.

-Si hubiese de juzgar por el metal de voz, diría que nunca puede Vd. hacerlo mal, aún cuando el estudio no te prestase nuevo realce.

-Es Vd. demasiado amable, caballero. Y Vd. que tan aficionado se muestra a la música, también cantará.

-Suelo hacerlo algunas veces, pero prefiero siempre oír.

-Eduardo, -dijo Cecilia,- tiene una hermosa voz, y toca muchas cosas nuevas.

-¿Quisiera Vd. tocar algunas?

-Con mucho gusto, pero será con la condición de que Vd. cantará después.

-Lo haré por complacer a Vds.

Los tres jóvenes se dirigieron al piano. Lo abrieron, y Eduardo se sentó frente a él. Sus dedos se pasearon perezosamente sobre el teclado y arrancaron algunos sonidos vagos, preludios aislados que separados nada dicen, pero cuya conjunto forma una armonía que algo expresa. Poco a poco aquellos vagos sonidos fueron sistemándose, y de repente brotó del instrumento un torrente de melodía, que inundó el corazón de todos los oyentes. El piano había encontrado su señor, y repetía humildemente con sus cien voces armoniosas las idea de Eduardo. Al primer arranque de melodía hizo suceder un andante melancólico, que sin disminuir la primera impresión la inoculaba más y más en el alma. Sucesivamente, fue recorriendo una serie de temas artísticamente enlazados, y cuando sus manos se reposaron sobre el teclado trémulo y palpitante, el aire vibraba aún con las melodías con que había sido herido. Aquel fluido armónico que llenaba la atmósfera parecía que hubiese penetrado por los poros de las dos jóvenes. Hacía largo rato que la música había cesado y todavía sus ecos resonaban en sus corazones que latían a unisón de ellos, como las arpas colias heridas por la brisa de la noche. Su cabeza algo inclinada y la vista fija indicaba en ellas una abstracción profunda de todo lo que las rodeaba.

-Señorita, -dijo Eduardo,- he tocado sólo por tener el gusto de oír a Vd., de otro modo apenas me hubiese atrevido a hacerlo.

Aquella voz sacó a las dos jóvenes de su enajenación. Alzaron sus ojos y los fijaron en Eduardo, permaneciendo silenciosas algunos segundos. La mirada de Cecilia brillaba de pasión y de orgullo, mientras que la de Soledad expresaba una especie de temor. Ésta fue la primera que habló.

-No esperaba oír en este valle a un artista tan hábil.

-Señorita, gracias. Sus elogios de Vd., aunque inmerecidos, me prueban que es Vd. generosa, y que puede prodigarlos a manos llenas sin temor de quedarse pobre. -Pero aunque parezca imprudente reclamaré de Vd. el cumplimiento de su promesa.

Eduardo cedió su asiento a Soledad, la que a su vez se sentó frente al piano. Sus primeros compases fueron tímidos, mas luego animandose por grados, armonizó de tal modo su voz con las del instrumento, que se hubieran podido comparar a dos corrientes de aguas cristalinas que van a unirse en un mismo punto. El acompañamiento de la canción que cantaba era un tema que participaba de la queja y la plegaria, que se hermanaba perfectamente con la letra que era la siguiente:

En medio de la noche
mirando aquesa estrella
diré: -Una virgen bella
Se acordará de mí;
y en medio de los cielos 5
cuando ella brille pura,
dí, celestial criatura,
¿te acordarás de mí?

¡Ausente de tu lado
mirando ese astro bello 10
creeré ver un destello
emanado de ti,
y exclamaré con ansia:
tal vez la hermana mía
en medio a la alegría 15
se olvidará de mí!

Cuando de ti me aleje
y a los combates vaya,
en medio a la batalla
me acordaré de ti, 20
y esperaré la noche
para calmar mi anhelo
interrogando al cielo:
¿se acordará de mí?

¡Adiós! nunca me olvides, 25
y aquesa estrella amiga
siempre a tu mente diga
que estoy pensando en ti...
Y si en el campo caigo
por la metralla muerto 30
y de laurel cubierto
¿te olvidarás de mí?

Cesó el canto. Soledad estaba visiblemente conmovida, parecía que aquella canción despertaba en su mente un recuerdo doloroso. Había sido compuesta por su primo Enrique al tiempo de marchar a campaña, y al cantarla no había tenido otro objeto sino combatir con el recuerdo del cariño fraternal de Enrique la impresión que Eduardo le había causado con su música y sus palabras. En efecto, por el momento triunfaron los recuerdos dulces de sus primeros años. Sólo pensó en Enrique y no deseó sino verle y abrazarte, para recordar con él aquellos felices días que habían pasado para no volver más.

Los viejos habían dejado de jugar, y mientras Eduardo y Cecilia felicitaban a Soledad por su canto, aquellos se acercaron al piano y dieron también su contingente de felicitaciones. Sólo el marido de Soledad permanecía silencioso y con la frente encapotada; parecía que aquella canción le había disgustado en extremo. Y era en efecto así; porque conociendo a su autor, sentía que su corazón destilaba el veneno de los celos cuando su mujer la cantaba. En aquella ocasión la impresión fue más profunda que de ordinario, por efecto sin duda de las escenas que habían tenido lugar, y tal vez más que todo, por la próxima venida de Enrique. Sin poderse contener se puso a pasear por la sala con aire de mal humor, mientras que Alarcón hacía un paralelo entre el canto antiguo y el moderno, resultando la ventaja, como era de esperarse, a favor del primero.

Pocos momentos después entró un criado con una bandeja llena de tazas de porcelana antigua, y ricas piezas de plata, que puso sobre la mesa del centro. El dueño de casa invitó a sus convidados a acercarse a tomar el té, lujo extraordinario en aquella época, pues el té era casi desconocido en Bolivia. En un instante la mesa fue rodeada. Soledad conservaba todavía sus ojos húmedos por la emoción, y su marido su mal humor. Eduardo sentado frente a Soledad la miraba con una atención estudiada, y Cecilia parecía estar violenta. Los dos viejos esposos no habían sufrido alteración alguna en su semblante.

-El té será muy buena bebida, -dijo D. Manuel después que todos estuvieron servidos,- pero yo me atengo al chocolate de nuestros mayores, y sobre todo al de nuestro país que es el mejor del mundo. No hay ninguno mejor que el de Padilla o Apolo-Bamba.

-Convengo con Vd., -dijo Eduardo,- que nuestro chocolate es excelente, pero confiese Vd. que al tomarlo se priva uno de una cosa muy grata.

-¿Y cual es?

-El de tomarlo servido por unas lindas manos.

-¡Por vida de...! tienes razón, no se me había ocurrido. Qué quieres, sobrino, la edad nos hace olvidar hasta la galantería, pero te aseguro que cuando yo tenía tus años no se me hubiese escapado esta borricada. Y sino pregúntaselo a tu tía, que cuando yo la enamoraba ahora treinta y tantos años...

-¡Manuelito por Dios! -interrumpió Dª. Antonia.

-Cierto, me olvidaba. ¡Vaya otro despropósito! Cuando se habla de las damas siempre deben evitarse las fechas, porque las pone en descubierto. Pero qué diablos, Antoñita, ya no somos niños, y debemos ser francos.

¡La respetable señora iba a contestar cuando se oyó un trueno que hizo estremecer todo el edificio, y al través de los cristales de una puerta que daba a la galería penetró el fulgor de un relámpago! Las palabras que iba a pronunciar murieron en sus labios, y a medida que se persignaba murmuraba por lo bajo ¡Santa Bárbara bendita! Al mismo tiempo se sintió el ruido de la lluvia que azotaba los techos. Era una de aquellas tempestades de verano tan comunes e imponentes en las regiones montañosas.

-Amigo mío, -dijo entonces Alarcón,- por esta noche tienes que darnos hospitalidad, porque nuestra casa dista dos leguas de aquí, y no está el tiempo como para andar con señoras, sobre todo teniendo que pasar el río.

-Has anticipado tu petición a mi oferta, -contestó el marido de Soledad,- y tengo el mayor placer en que la tempestad los haya tomado bajo mi techo.

-Entonces también nos alegramos nosotros.

Luego que acabaron de tomar el té pasaron a la galería a gozar del hermoso espectáculo que presentala el cielo. Estaba cargado de negras y densas nubes que de vez en cuando eran rasgadas por los fulgores intermitentes del relámpago. El fuego eléctrico que se desprendía de ellas venía a caer sobre la cima de las más altas montañas, como si el cielo y aquellas gigantescas moles se pusiesen en comunicación cuando toda la naturaleza estaba conmovida por el soplo del huracán. A su luz se descubría la encanecida cabeza del Illimani, que de noche brilla en aquellos lugares con un fulgor tan tibio y misterioso, que ha hecho decir a un joven poeta boliviano, hablando de él:

Como una infinita perla
colgada en la inmensidad.

El aire que siempre es seco allí estaba humedecido por la abundante lluvia, que al caer sobre los vegetales hacía evaporar sus esencias en él. Es imposible no sentirse conmovido en medio de una tempestad, sobre todo cuando la naturaleza despliega como en aquella ocasión todos los atributos grandiosos de que está rodeada al pie de los Andes. Soledad, que como se habrá comprendido ya, era una de aquellas cabezas poéticas e impresionables, estaba absorta y encantada. En medio de su éxtasis oyó una voz que le hablaba muy cerca del oído, y que le pareció bajada del cielo, tal era la enajenación mental en que se encontraba.

-¿Señorita, -le dijo Eduardo,- no le parece a Vd. que esta naturaleza tuviese también pasiones?

Soledad no contestó, y Eduardo prosiguió con acento animado aunque bajo.

-¿Quién no diría que las plantas brotan emanaciones de amor cuando se sienten acariciadas por la lluvia; que esos árboles suspiran cuando reciben los besos del viento; que la tierra se regocija al bañarse en el agua pura de los cielos, y que esas montañas se conmueven en sus entrañas cuando el rayo les comunica su fuego? Sin duda que todo tiene un lenguaje en la naturaleza cuando se estudia y se sabe comprenderla. ¡Qué extraño es que el hombre sienta y ame, cuando hasta los objetos inanimados que lo rodean parecen sentir y amar como él!

Aquellas palabras pronunciadas con voz apasionada derramaron de nuevo la turbación en el alma de Soledad, y se olvidó de Enrique y de sus primeros años para ocuparse sólo del presente. Quedó otra vez bajo la influencia de Eduardo contra la cual había querido en vano revelarse. Acostumbrada a la lucha pasiva a que se veía condenada respecto de su marido para repeler la tiranía y la injusticia, sintió por la vez primera que le faltaban las fuerzas para luchar contra el sentimiento que la invadía, porque para la primera encontraba estímulos en sí misma, y para la segunda hallaba más bien motivos que la impulsaban. Esto se explica fácilmente. Habiendo pasado su vida en el dolor y el retiro, su alma estaba dispuesta a recoger las primeras emociones que nacieran de un objeto extraño a todo lo que la rodeaba, como aquellas plantas que viviendo constantemente a la sombra se inclinan a recibir el primer rayo de sol que Dios les envía. Las palabras de Eduardo fueron el primer rayo de sol que cayó sobre la frente mustia de Soledad.

Después de haber permanecido algún tiempo en la galería volvieron todos al salón. Permanecieron aún algunos momentos ocupados de una conversación insignificante, y llegado que hubo la hora de recogerse, los huéspedes fueron conducidos a sus respectivas habitaciones.

Soledad y su marido quedaron solos en el salón. Este último tenía siempre la frente nublada. Ambos guardaban silencio.

-Soledad, -lo dijo por último su marido,- espero que será la última vez que cantes esa canción.

-Será Vd. obedecido, señor, -contestó Soledad,- fiel a su propósito de hacer notar a su marido todos los actos de tiranía con que le atormentaba, conservando a la vez la dignidad de la víctima. El se sintió avergonzado, y levantándose precipitadamente tomó una luz y se retiró diciendo: -Buenas noches Soledad.

Luego que Soledad quedó sola sintió que su corazón se ensanchaba, y poniendo sobre él su mano, exclamó con acento conmovido: -¡Qué dulce debe ser amar!