Soledad (Mitre)/Capítulo I

Capítulo primero - Escenas conyugales editar

Era una hermosa tarde de verano del año de 1826. El sol se había ocultado ya, pero sus últimos rayos de brillo,se siente el atardecer, doraban aún la soberbia cumbre del Illimani, como si el rey del día al ausentarse quisiera tributar su último homenaje al monarca de los Andes. El gigante ostentaba sus dos inmensos picos cubiertos de sempiterna nieve, mientras que a sus pies resplandecía el verdor de una eterna primavera. El plátano dorado, la aromática piña, el hermoso limonero y el colosal pacay embalsamaban el aire a la par de todas las flores tropicales que la naturaleza pródiga ha derramado allí. Haciendas ricas y pintorescas se extendían a la falda del gigante, y sus rojizos tejados y blancas paredes se destacaban sobre una alfombra de verde terciopelo. Hacia al Oriente la vista se limitaba por una árida cadena de montañas que contrastaban con aquellas verdes islas cuyo núcleo era por lo general una hermosa casa de campo. En una de las quebradas más fértiles y pintorescas de aquel sitio había por el tiempo de que hablamos una linda hacienda cuya casa estaba edificada en la falda de un escalón de la montaña, que en aquel lugar formaba una planicie. A esta casa es a donde queremos introducir a nuestros lectores.

La forma del edificio era la de un cuadrilongo. El centro de él estaba ocupado por un gran patio rodeado de corredores bajos y galerías altas. En él había un surtidor de piedra berenguela, a cuyo alrededor se veían infinidad de macetas de flores. Las habitaciones altas que miraban al Oriente tenían a su frente una magnífica galería de arcos, y sobre el fondo aplomado de sus pilastras de granito resaltaban el verde sombrío y la blancura inmaculada de las enredaderas y los jazmines que allí se encuentran todo el año. Desde aquella galería se descubrían a vista de pájaro la entrada de la quebrada y todos los huertos cercados que rodeaban la hacienda.

En aquella galería había dos personas. La primera era una joven como de diez y nueve anos, edad en que la mujer está en toda la plenitud de su desarrollo, y la otra un hombre que ya había pasado de los cincuenta y ocho. Un pintor hubiera dicho de la joven que era una imagen escapada de las telas de Rafael, un poeta la hubiera creído un serafín bajado del trono del Señor, y yo diré simplemente que era una de aquellas obras acabadas salidas de las manos del Creador que hacen admirar su poder y adorar la vida. Era rubia y blanca y en su cándido rostro brillaban dos ojos negros, grandes y rasgados que daban a su fisonomía una expresión singular. Había en su mirada algo que decía que aunque toda su persona derramaba la dulzura y la suavidad tenía en su alma una centella que debía incendiarla. Estaba vestida de blanco, y una ligera pañoleta celeste hacia adivinar las voluptuosas formas de su seno. Sentada en un sillón con la vista fija en el paisaje grandioso que se desenvolvía a su vista, se hubiera dicho que era la estatua de la castidad meditando.

El otro personaje no tenía nada de notable en su fisonomía. Estaba descuidadamente vestido, con un levita negro abotonado hasta el cuello, que rodeaba una corbata del mismo color, negligentemente anudada. Aunque sus facciones eran vulgares, su frente calva, los pocos cabellos blancos que la coronaban le daban cierto aspecto de dignidad. Su tez amarilla y sus ojos empañados indicaban un temperamento bilioso, mientras que su nariz aguileña y prominente parecía ser prueba de un carácter violento e imperioso. Su boca era grande y sus labios abultados, y en aquel momento estaban fuertemente contraídos, sin duda por algún sentimiento doloroso que le embargaba. Este hombre como hemos dicho, rayaba ya en los sesenta años. Se echaba de ver que estaba fastidiado, y de cuando en cuando una nube de mal humor atravesaba por su frente. Tenía un libro en la mano en el que solía fijar una mirada incierta y distraída, pero luego la levantaba para clavarla en la bella joven que tenía a su frente. Un observador superficial hubiera creído ver brotar de aquellos ojos pequeños un relámpago de amor, pero un hombre acostumbrado a leer en esos espejos del alma habría adivinado que predominaba un sentimiento celoso y despechado.

Largo tiempo permanecieron en silencio. La joven parece que no oía ni sentía nada que no perteneciere al magnífico panorama que se desenvolvía ante sus ojos; pero en aquella, estática admiración se revelaba una ardiente aspiración que ella misma tal vez no comprendía. En aquella frente mustia que los besos del amor parecía no haber refrescado jamás, se leía un pesar profundo que la devoraba.

Ya las sombras de la noche iban invadiendo todo el valle que tenían a sus pies, cuando el hombre rompió por la primera vez el silencio.

-Soledad, -le dijo, con voz que quiso hacer suave,- es tiempo de que te retires. Estás enferma y podría no hacerte bien el permanecer más tiempo aquí.

-¡Oh, no señor! quiero gozar un poco más de esta hermosa vista. Me siento más aliviada, y este aire tan puro y esta atmósfera tan perfumada me parece que me hace bien... Además, éste es el único placer que me es permitido en mi triste vida.

El compañero de Soledad frunció las cejas, y esta pareció arrepentida de haber dejado escapar la última palabra y lo miró con aire de súplica. Pero él no pareció notar aquella mirada, y levantándose con precipitación dio algunos paseos por la galería. De pronto se detuvo frente a Soledad, y mirándola con enojo, la dijo con voz vibrante de cólera. -¡Siempre las mismas niñerías! ¡Soledad! ¡Soledad!, ¡siempre las mismas reconvenciones! ¿Hasta cuándo me abrumarás con ellas?

-Señor, respondió Soledad con triste resignación, yo no me quejo, pero si lo he hecho, perdonemelo Vd.

-¡Eso es, siempre las mismas palabras «no me quejo!» - Me desesperas mil veces más con esa humildad afectada. Te quisiera más bien soberbia y franca.

Evidentemente aquel hombre no había hecho sino buscar un pretexto para descargar su mal humor, y no quería perder la oportunidad.

-Señor, aun cuando me quejase no haría sino usar del único derecho que tengo, y del que nadie me puede despojar, pero si ofendo a Vd., me callará. No soy soberbia porque es Vd. el amo aquí, y obedezco. ¿Se puede exigir más de mí?

-¡Exigir más! repitió con amargura. ¡Exigir más! Tienes razón, qué más puedo apetecer que una esclava sumisa que no contraría mis voluntades, en vez de una esposa que me brinde con su amor, ¿no es cierto Soledad?

Soledad guardó silencio y no contestó nada. Bajó la cabeza, suspiró con dolor y dos gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Su marido vio aquellas lágrimas y ellas aumentaron sin duda su rabia.

-¿No es cierto, Soledad, -volvió a preguntar con voz sorda,- que nada más puedo pedir?

-Señor, tenéis en mí el cariño de una hija que os respeta, que os cuida con solicitud, y una esposa que no falta a sus deberes.

-¿Y nada más?

-¿Qué más puedo dar a Vd.?

-¡Soledad! ¡Soledad!

-Señor, no exija Vd. más de mí.

-Yo necesito de tu amor.

-Tiene Vd. mi estimación y mi respeto.

-¡Oh, pero eso no me basta!

-No tiene Vd. derecho a exigir más. Mi madre entregó mi mano forzada por la necesidad, pero jamás me pidió Vd. mi corazón.

-Eres mi mujer, -dijo el marido con arrebato,- eres mía, me perteneces y quiero ser amado por ti.

-Señor, soy débil, estoy desvalida; no abuse Vd. de mi debilidad, ni de mi desamparo. No me obligue Vd. a repetir lo que tanto le irrita. Estimo y respeto a Vd., puede disponer de mi persona a su voluntad, pero al menos quiero conservar la libertad del corazón que es la única que no han podido arrebatarme.

Y cayó de rodillas y anegada en lágrimas a los pies de su marido.

El despecho y la compasión luchaban a la vez en el alma del anciano. Iba a extender su mano, pero retirándola con precipitación retrocedió algunos pasos, y cruzando los brazos sobre el pecho dijo con toda la rabia de los celos: -¡Oh, esas lágrimas son por otro! ¡Desgraciada! Sabes que soy capaz de matarte. - Y al mismo tiempo apretaba con fuerza sus puños como para no ceder a un movimiento de furor.

-Señor, no desoiga Vd. mi súplica, es lo único que he pedido, lo único que pediré. Tenga Vd. compasión de mí.

-¡Compasión! y ¿la tienes tú de mí?

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Hasta cuándo durará este suplicio! -exclamó Soledad alzando los ojos al cielo.

La cólera largo tiempo concentrada del marido de Soledad estalló al fin. Se apretó la cabeza con ambas manos, sus ojos se inyectaron de sangre, y arrojándose sobre Soledad dejó caer ambos puños sobre la angélica cabeza de aquella desgraciada. Soledad cayó al suelo aturdida por el golpe: al chocar sus labios sobre las baldosas del piso brotaron sangre, y exhaló un gemido doloroso. Ese gemido llegó al fondo del alma del verdugo y se arrepintió de su barbarie. Se inclinó hacia su mujer y quiso levantarla en sus brazos, pero ella que había recuperado sus sentidos se incorporó rechazándolo con dignidad.

-Señor, el que maltrata a su mujer es un infame que no tiene derecho a exigir nada de ella, pero permito ser pisoteada con tal que se me deje al menos la libertad del corazón.

Estas palabras inesperadas fueron pronunciadas con tal acento de firmeza y dulzura a la vez, que impusieron respeto a aquel hombre violento y brutal. Bajó avergonzado la cabeza, y mirando después a Soledad que aún permanecía de rodillas con la frente apoyada en el sillón y oculta la cara entro sus manos, le dijo con voz melancólica: -Soy un torpe, perdóname Soledad, tienes derecho para echármelo en cara. Eres libre: después de lo que he hecho comprendo bien que ya no debo pedirte amor, pero al menos no me guardes rencor.

-¡Nunca, nunca! Yo tengo la culpa que irrito a Vd. con mis imprudencias... ¡Oh, Señor!, es Vd. generoso y no lo olvidaré jamás.

El anciano se acercó a su mujer, la tomó una mano que ella le entregó, y apretándola con ternura se retiró sin decirle una palabra. Los remordimientos lo ahogaban y quería substraerse a la presencia de aquella víctima, a quien había atado a su destino como a una criatura llena de vida y juventud encadenada a un cadáver.

Luego que Soledad quedó sola levantó al cielo sus ojos húmedos de lágrimas y los fijó en el astro melancólico de la noche, que brillaba en todo su esplendor, y exclamó con dolor: -¡Madre mía, protegedme!- El tenue resplandor de las estrellas, el susurro de las hojas, el perfume de las flores y aquella luz misteriosa que sigue al crepúsculo hicieron descender a su corazón algunas gotas de consuelo, de las que Dios derrama en toda la naturaleza para alivio del desgraciado. Soledad se sintió más tranquila: oró y lloró, y al cabo de algunos instantes se levanto fuerte y resignada, saboreando aquella acre satisfacción que experimenta toda alma bien templada cuando se siente superior a su desgracia. Una especie de excitación febril daba en aquel momento una fuerza poderosa a aquella frágil criatura, cuyo cuerpo parecía formado para reposar sobre un lecho de llores ¡ay!, años hacía que gemía sobre un lecho de espinas mártir del sacrificio y del deber, soportando casi todos los dias escenas idénticas a la que acabamos de describir. Sin embargo, aquel continuado tormento: no había destruido la energía de su alma, y a medida que se multiplicaban sus dolores se revelaba contra su destino y sacaba nuevas fuerzas de su propio abatimiento.

Cuando ella se sintió más tranquila se dirigió a una puerta de vidrieras que había a un extremo de la galería, la abrió y entró a una pieza lujosamente amueblada que la servía de costurero. Allí se recostó sobre un sofá y permaneció mucho tiempo sumida en sus reflexiones. Un ligero ruido la sacó de ellas, y vio entrar a una joven india que la servía, con una carta en la mano.

-Señorita, -dijo la indígena en la lengua aymará,- esta carta me han dado para Vd.

-¿Quién la ha traído?

-Manuel, que acaba de llegar de la Paz.

-Dámela.

Soledad tomó la carta, y apenas hubo mirado el sobre de ella lanzó un grito de alegría, y levantándose con rapidez se acercó a la luz y materialmente la devoró con sus ojos.

-¡Oh, gracias, gracias, Dios mío, que no me has abandonado! ¡Gracias, madre mía, que me habéis oído! ¡Él vendrá, y al menos tendré uno a quien confiar mis penas! -exclamó ella con exaltación. Y luego con acento más tranquilo aunque doloroso: -Necesito expandir mi corazón, y tener algo que amar.

Apenas había acabado de proferir estas palabras cuando entró su esposo y la dijo con aire abatido: -Esta noche deben venir nuestros vecinos a tomar el té con nosotros. Haz prepararlo todo.

-Está bien señor, pero me siento algo enferma y desearía que me excusase Vd. de recibirlos.

-Deseo que tú hagas los honores. Mi amigo D. Manuel me ha dicho que deseaba presentarme a su sobrino D. Eduardo López.

-¿D. Eduardo López?

-Sí.

-Está muy bien, señor, los recibiré.

-¡Siempre cediéndome como si yo te violentase! ¡ Siempre presentándote como víctima para hacerme aparecer como el verdugo!

-Señor, -dijo Soledad desentendiéndose de aquella reconvención,- acabo de recibir una carta de mi primo Enrique.

-¡Una carta! ¡De tu primo Enrique!

-Ha vuelto por fin de la campaña del Perú con el grado de capitán, y me anuncia que hallándose, en la Paz vendrá dentro de algunos días a hacernos una visita.

-Podía excusarla.

-Espero que no le recibirá Vd. mal. Es el compañero de mi infancia, el único pariente, el único amigo que tengo en el mundo.

-¡El único amigo! Sí, el hombre a quien has amado y tal vez amas todavía.

-Bien sabe Vd. que mi padre nos destinaba para esposos, pero que educados juntos desde nuestra más tierna infancia y habiéndonos separado muy temprano no nos hemos profesado jamás otro afecto que el de hermanos.

-Así será. Está bien. Que venga; yo no le cerraré los puertas de mi casa.

-Gracias, señor.

-En aquel momento se hicieron sentir en el empedrado del patio los pasos de varios caballos.

-Son nuestros convidados, -dijo el marido,- vamos a la cuadra a recibirlos.

Los dos esposos pasaron al salón ocupados por una misma idea. Ella pensaba en Enrique con enternecimiento y ansiaba por el momento de volverlo a ver y abrazarlo; él lo recordaba con toda la rabia de los celos en el corazón.