- XX - editar

Hacía un tiempo seco y frío.

Después de haber llovido todo el día, una de esas lluvias sordas, en uno de esos días sucios de nordeste, el pampero, impetuosamente, como abre brecha una bala de cañón, había partido en mil pedazos la inmensa bóveda gris.

Las nubes, como echadas a empujones, corrían huyendo de su azote formidable, mientras bajo un cielo turquí, reanimada por el aliento virgen de la pampa, la ciudad al caer la noche, parecía envuelta en un alegre crepúsculo de aurora.

Agitada, bulliciosa, la población había invadido las calles.

En masa, como las aguas negras de un canal, iba a derramarse a la plaza de la Victoria, desfilaba a ver los fuegos.

Fiel a la tradición, el barrio del alto invadía las galerías de Cabildo, la Recoba, las veredas.

Los balcones, las azoteas, se coronaban a su vez.

Abajo, entre el tumulto, los italianos de la Boca, encorbatados, arrastraban a sus mujeres, cargaban a sus hijos.

Dos bandas de música tocaban. La Catedral, la Pirámide, la plaza toda, resplandecía suntuosamente, en un deslumbramiento de gran café cantante, y mientras los cohetes voladores estallaban semejantes a las chispas de algún enorme brasero, los muchachos alborotados, en pandilla, disparaban a agarrar las cañas.

Insensible al encanto de las fiestas populares, antipático al vulgo por instinto, enemigo nato de las muchedumbres, Andrés penosamente iba cruzando por lo más espeso del montón.

Exasperado, maldecía, blasfemaba.

No obstante su descreimiento, su manera de encarar las cosas y la vida, se decía que algo más soñaron acaso merecerse los revolucionarios argentinos, que lo que, en la exacerbación violenta de su espíritu, calificaba de indecente mamarracho.

Por fin, codeado, estrujado, pisoteado, llegó al teatro.

Un grupo de coristas y comparsas estacionaba en la puerta.

De la boletería salía un olor rancio a viandas.

Sin detenerse, siguió Andrés por el zaguán, desierto en aquel instante y negro, como una cueva.

Allá, solamente, en el fondo, a media luz, un pico de gas pestañeaba en la corriente de aire.

Mientras iba avanzando y cerca ya de la escena, le pareció que un rumor llegaba hasta él.

Apurado, sin mirar, dio vuelta y entró a su palco donde poco después se le fue a reunir la primadonna:

-¿Hace mucho que viniste? -preguntó a ésta.

-No, recién en este momento llego, ¿por qué?

-Porque me había parecido oír antes como el roce de un vestido.

No hablaron más.

Y las escenas de la calle de Caseros, en el gran silencio del teatro despoblado, tornaron a repetirse.

Pero una voz sonó de pronto:

-¿Dónde está mi mujer?

Era Gorrini que interpelaba a la sirviente, la que sin saber qué contestar, tartamudeaba.

-¿Dónde está mi mujer? -repitió aquél duramente, fuerte.

Entonces, abriéndose la puerta del camarín contiguo -el camarín de la contralto:

-¿Busca vd. a su señora, señor Gorrini? -exclamó esta en un tono incisivo de ironía, con inflexiones perversas en la voz. Y sin dar tiempo a que el otro contestara-. Me parece que la he visto entrar allí -agregó saliendo al pasadizo y apuntando al palco de Andrés.

-¡Ah!.. -se limitó a hacer el marido y, comprendiendo, llevó el cuerpo hacia adelante con ademán de retirarse.

Pero bruscamente se detuvo, pareció reflexionar y ante una sonrisa que fue un chuzazo en boca de la contralto, estrechado, entre la espada y la pared, estalló al fin e hizo una escena.

Llamó, gritó, pateó, entró al camarín, volvió a salir, corrió por último a golpear la puerta del palco:

-Dónde está mi mujer. Marietta... Marietta... abran, corpo della madonna!... ¿no hay nadie aquí?...

Irritado a pesar suyo, sin querer estarlo, sin darse cuenta de que lo estaba, mareado, entusiasmado como se entusiasman los cobardes, al eco guerrero de su propia voz, sacudía la puerta con violencia.

Andrés, entretanto, conservando una perfecta sangre fría:

-Ni hables, ni te muevas -murmuró al oído de su querida, mientras la empujaba al otro extremo, contra la reja del palco.

Luego, abriendo la puerta:

-Estoy yo -exclamó cuadrado en el umbral-, ¿qué se le ofrece?

-¿Mi mujer?...

-¡A mí me pregunta por ella! Explíqueme más bien con qué derecho se permite vd. venir a meter las narices donde nadie lo llama.

-Busco a mi mujer...

-¡Y qué tengo yo que hacer con su mujer! Vaya a buscarla a otra parte, si se le ha perdido.

-Es que me habían dicho...

-¡Qué le han dicho... qué me importa a mí lo que le hayan dicho!...

-Perdone... disculpe vd... yo creía... -repuso Gorrini balbuciente, batiendo en retirada, visiblemente desconcertado por el aplomo de Andrés.

Todo parecía, pues, concluir allí, el peligro haber sido conjurado, cuando en mala hora para la primadonna, el marido, al volverse, alcanzó a verla cruzar corriendo el escenario.

Dominada por el miedo, confundida, había abierto la reja creyendo poder escapar por ese lado:

-¡Infame! -vociferó Gorrini y furioso, hizo ademán de arrojarse sobre la cantora.

Pero fuertemente Andrés lo había detenido ya del brazo:

-Salga -le dijo queriendo por lo menos evitar el escándalo en el teatro-, venga conmigo, nos explicaremos afuera.

Y en la creencia de que el otro lo seguiría, por entre un grupo de artistas, de músicos y coristas que habían ido llegando y que atraídos por los gritos se juntaban, precipitadamente salió él mismo.

En vano en la calle esperó cinco, diez minutos; el otro no aparecía.

Tuvo entonces una idea: ir al Café de París donde sus amigos comían, y encargar a alguno de ellos del asunto.